– Mal de altura -apunté-. La falta de oxígeno en el cerebro puede provocar obnubilación de conciencia y alucinaciones. Es un fenómeno bien conocido entre montañeros.
– Sí, sí, precisamente temimos que hubiera sufrido esta afección, un pequeño edema cerebral. Al regreso reportamos lo ocurrido a mi padre, y él tomó una decisión rápida: ingreso en un hospital. Elena estaba indignada. Decía que se encontraba bien y no estaba dispuesta a que le examinasen el cerebro solamente porque había tenido una experiencia de percepción extrasensorial. Así la denominó. No le hicieron el menor caso y fue trasladada a la Clínica Alemana, en Santiago, pero no se sometió a las pruebas neurológicas. Se largó de la clínica. Todo se torció ahí. Hubo disputas con mi padre y con algunos miembros del equipo que estuvieron en el Llullaillaco, pero también contribuyó a fortalecer nuestra amistad; de hecho yo estuve acompañándola ese día en el hospital; comprendía sus razones. Era que la estaban tratando como a una enferma, cuando ella no se sentía una enferma. Mi padre intentó después arreglar las cosas; sólo había querido actuar con responsabilidad, un edema cerebral no es ninguna broma, había que confirmarlo o descartarlo. Elena entendía esto, por supuesto, pero yo creo que el error de mi padre fue la indelicadeza: despreciar a priori su vivencia, tomarla por un episodio delirante y tratarla como a una enferma.
– ¿No cree que sufrió mal de altura?
– Yo no digo ni que sí ni que no. En esta crisis entraron varios factores. La ruptura de la caja para embalar al niño fue un hecho clave. Fuimos víctimas de un accidente, no conocíamos bien el terreno. Los arqueólogos son personas perfeccionistas y puntillosas, y según fui conociendo a Elena me di cuenta de que, además de ser muy perfeccionista, sufría cuando las cosas no salían como debían, o cuando podía imputarse a sí misma el más mínimo error.
»Fue una experiencia negativa. Las consecuencias de perder la caja fueron desastrosas. En el camino de vuelta, el niño había perdido lo que llaman estado de liofilización y comenzó un proceso imparable de corrupción. No se echó a perder del todo, ya que pudo ser congelado de nuevo para servir de estudio, pero ya sabe usted que la cadena del frío es un asunto delicado, y cuando se rompe una vez, no se deja retornar al punto anterior. Ella asumió toda la responsabilidad.
– ¿Qué quiso decir con eso de «su alma está dentro»? -le requerí.
– Yo no soy el más indicado para responder a esa pregunta.
– Entiendo.
– ¿Le habló alguna vez del alma de las cosas? -me preguntó a su vez Valenzuela.
– ¿El alma de las cosas? Puede que sí.
– Creía que las cosas inertes tienen alma, que había una continuidad natural entre lo inanimado y lo animado, entre la materia inerte y la vida. Hasta una mota de polvo formaba parte de lo que ella llamaba «totalidad». Su forma de hablar llegó a fascinarme. Era una mujer intrigante, ¿sabe? Pero las cosas cambiaron después, no sé cómo decirle. Me embarqué en una extraña experiencia con ella, no vaya a pensar mal, llamémoslo una experiencia antropológica. De momento quédese con esto, con el niño que surgió del frío. Fue un viraje extraño, el comienzo de un rumbo nuevo para ella.
Regresé a Santiago de Chile a toda prisa para no perderme la conferencia de Andy en la Facultad de Ciencia. La lectura de su libro en el desierto me había aclarado una duda superficial: por qué se habían vendido trescientos mil ejemplares en todo el mundo. Su estilo ameno y didáctico contribuía a ello, pero sobre todo se debía a que, a partir de postulados de la física cuántica, había establecido una serie de posibilidades vertiginosas, una conexión entre la mente y la materia que rescataba al género humano del limbo de la insignificancia material y efímera y nos confería una existencia llena de sentido en un orden cósmico. Un mensaje, en fin, reconfortante para la humanidad.
Lo cierto es que a mí no me había reconfortado en absoluto. Más bien me había provocado una urticante inquietud, ya que no había contribuido a esclarecer ninguna de mis dudas importantes. No era sólo la idea de que un desalmado como yo tuviera alma, entidad que me resultaba profundamente antipática, sino el hecho de que mi amigo más querido hubiera rebasado cierta frontera tácita de fidelidad a la ciencia -la única comunidad real o ficticia a quien sentía que debíamos cierta fidelidad, tal vez porque nunca nos la ha pedido-, al ir, en su afán heterodoxo, demasiado lejos en sus elucubraciones. Al final de su libro, Andy preconizaba un nuevo campo de estudio, una interfaz física y mente desde las leyes cuánticas, y en esta nueva vía tenían cabida nociones que me sonaban vagamente a espiritualidad. La denominaba «el Nuevo Paradigma».
Así que durante el camino de regreso, atravesando la hirviente Panamericana en dirección sur, sumido en esa absorta reflexividad que depara el acto de conducir solo, medité sobre el Nuevo Paradigma y me pareció como si ciertas anomalías de la realidad se filtraran cual fluido ectoplasma por los tabiques de compartimentos que deberían ser estancos. El mundo de Elena y sus conexiones psíquicas por una parte, la predicción trágica de Vera por otra, y ahora Andrew Harris y su Nuevo Paradigma, que sostenía, entre otras cosas, que todo está interconectado por fuerzas invisibles y no existen los sucesos aislados.
Tapices en las paredes, retratos de decanos eméritos, polvorientos bustos de mármol, tupidos cortinajes color tapete y suelo de tarima crujiente. Las gradas se fueron llenando gradualmente entre murmullos; la mayoría eran universitarios, alumnos y profesores. Al principio me parecía imposible que a una conferencia de física pudiera concurrir tanta gente, llenar un aforo de más de trescientos asientos; esto me llevó a pensar que tal vez debería tomarme a Andrew en serio; era toda una celebridad ahí, en la Facultad de Ciencia, y no cabía duda de que sus ideas sobre la conciencia y su relación con el dominio de las partículas suscitaban un enorme interés.
Mientras esperaba que diera comienzo la conferencia, me puse a recordar las pistas tan vagas que me aportaba la conversación con Gustavo Valenzuela del día anterior. Ignoraba si avanzaba en la línea correcta. El tiempo me acuciaba. Un niño inca en una coraza de hielo me hacía pensar de nuevo en el niño que nunca tuvimos, el niño que ella proyectó y nunca logró liberar del hielo de mi indiferencia. Perdí el aprecio de su hermana y de su madre, pero ella porfió. Todo puede significar algo o nada. Todo puede ser una señal en alguna dirección. Un volcán nevado en medio del desierto, la máscara de jade, el niño que surgió del frío. Qué pudiera tener esto que ver con el deseo de morir, o con el deseo de creer que existe un destino inapelable y el deseo de saber qué día ha señalado el destino para tu muerte, o con querer que se cumpla el destino que te ha sido revelado a través de otro.
Un aplauso anunció la entrada en escena de Andrew Harris. Americana de ante, camisa blanca y pantalones negros; nunca le gustó ir trajeado. Subió al estrado con su paso de alpinista entusiasta y experimenté un infantil deseo de hacer notar mi presencia alzando la mano sobre las cabezas, saludándolo.
Hablaba despacio, aquilatando cada palabra, pronunciando con el cuidado de quien no está seguro de dominar por completo la lengua que ha aprendido, como si estuviera en un examen de dicción. Tenía una voz rica en matices, grata de escuchar y sabía conferir cadencia a sus frases.
– Hay una fábula maravillosa que John Godfrey Saxe relata en un poema -comenzó-. Esta fábula condensa todo lo que he venido a decir.
»Hace mucho tiempo, en un bosque del Indostán, se reunieron cuatro ciegos que presumían de sabios, porque podían reconocerlo todo a través de las manos. Fue a visitarlos un estudiante, para aprender de su sabiduría, pero antes decidió probar si su fama era cierta. Se internaron en el follaje y el hombre les pidió que reconocieran lo que les ofrecía.
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