Introduciendo una moneda pude disfrutar de un breve reportaje audiovisual sobre la historia de las excavaciones y los trabajos realizados en la zona. Explicaba el Proyecto Hombre del Desierto. Entre las diapositivas pude ver a Elena vuelta de espaldas, en segundo plano, Elena silueteada en la sombra con un canchal al fondo. Llevaba una camiseta verde claro, pantalones cortos y gorra de visera. Permanecía de pie, cargando el peso a un lado, como solía hacer. Por desgracia, sólo aparecía un segundo. Cuando terminó el montaje lo hice recomenzar una segunda vez. Y luego una tercera. Sentía el peso de una melancolía difusa y lejana como la radiación de fondo.
Necesitaba beber algo. Acudí a la cafetería. Sólo había un cliente, un tipo en pantalones cortos y botas camperas, bebiendo a gollete una cerveza Austral. Estaba apostado en la barra y conversando con la joven camarera de cabello ondulado. Cuando llegué le estaba diciendo que fumaba como Lauren Bacall.
– Es una actriz famosa, ¿no? -dijo ella.
– Sí, y salía siempre fumando como tú, en las pelis en blanco y negro. Esta cafetería también es en blanco y negro.
Señaló los azulejos del suelo, como un damero. El mostrador era negro mate. La chica iba toda de blanco. Estaba acodada en la barra, descansando la mejilla en la mano libre, tenía unos ojos algo trágicos, tras el humo de su cigarrillo.
– Pues gracias. Nunca me lo habían dicho.
– Ah, ¿no? Qué raro. Ojo, yo no digo que te parezcas a Lauren Bacall, sólo que fumas como ella. ¿No has visto aquella peli?
– ¿Cuál?
– No me acuerdo del título. Salía Bogart haciendo de detective privado en plan cínico.
– No me gusta Humphrey Bogart. Era enclenque y bajito.
– Puede ser. No fumaba tan bien como Lauren Bacall ni como tú.
Me senté cerca, pedí una cerveza y me sorprendió que el tipo de los pantalones cortos me metiera en su conversación.
– ¿No crees -me dijo- que fuma como Lauren Bacall?
– Por supuesto. Creo que te refieres a El sueño eterno .
Él sonrió y chasqueó los dedos con alegría infantil.
– ¡Me alegro de que me lo hayas recordado!
Desafiante, ella apagó el cigarrillo en un gesto de claudicación.
– Qué lástima -suspiró él-.Ya no se parece a Lauren Bacall fumando. -Se dirigió a mí-. ¿Eres de Madrid? Por el acento…
Nos estrechamos la mano con simpatía. Antes de presentarse -era paleontólogo-, me presentó a Verónica, la camarera.
– Oye, tiene mérito que estemos dos madrileños en este museo del desierto. ¡Somos como una plaga!
– No vienen muchos turistas españoles a ver nuestras momias -dijo Verónica.
– Chile ha dado al mundo célebres momias -dijo él-. Verbigracia, Pinochet.
– Ésa todavía anda viva y jodiendo -dijo Verónica.
– La momia de Lenin -dijo Juan Luis, el paleontólogo- se exhibe en un mausoleo de la Plaza Roja de Moscú. Se forman colas para verla. La momia de Pinochet atraería mucho turismo. El viejo debería pensar más en el bien de su país.
– He observado que a ciertas momias de este museo les han cubierto el rostro -dije-. ¿Por qué hacen eso?
– Es cuestión de sensibilidad -dijo el paleontólogo-. Algunas momias proceden de saqueos de tumbas y podrían tener descendientes vivos. A mí no me gustaría que la cabeza de mi abuelo se exhibiera en un museo de Berlín. Y me siento mucho más cómodo estudiando el esqueleto fosilizado de un neandertal que el de un bosquimano o un aborigen australiano de hace treinta mil años, con descendientes étnicos.
– ¿Conocéis por casualidad a Gustavo Valenzuela?
Juan Luis hizo un gesto de negación.
– Conozco al señor Juan, su padre -dijo Verónica-. Era el director del museo cuando me contrataron. El hijo estuvo un tiempo por aquí, pero apenas le traté. El señor Juan Valenzuela dejó el museo hace un año.
Eso explicaba la devolución del envío de Elena.
– Tal vez en secretaría podrían facilitarme el teléfono personal del antiguo director.
– Lo siento. No dan información privada a los visitantes -repuso ella.
– En la guía telefónica me será imposible encontrarlo. Valenzuela es un apellido muy corriente aquí.
– Ven conmigo -me invitó Juan Luis.
Le seguí hasta la oficina de la secretaria, una cincuentona con gafas de gruesa pasta colgando del cuello, que le trató con afable deferencia. Ya se conocían. Le pidió el teléfono de Gustavo Valenzuela. Ella se caló las gafas y lo consultó en su agenda.
– ¿Quiere también el de su padre, señor Arsuaga?
– No hace falta -repuso ante mi gesto indicativo.
– Aquí tiene. -La secretaria le sonrió con timidez y extendió una tarjeta donde había escrito el número-. Es su número personal. Creo que ahora está sin trabajo. Le hará ilusión que le llame usted. ¿Es para alguna excavación?
– Todo es posible en esta vida -repuso, asiendo la tarjeta con satisfacción-. Muchas gracias, Francisca.
A la salida me entregó el teléfono con una sonrisa y un guiño.
– ¡No me negarás que tengo buena mano con las mujeres!
Quién era yo, de dónde venía, cuáles eran mis intenciones, por qué le buscaba, eran preguntas que sin duda se hizo mientras me acercaba a su mesa en una taberna de Arica, donde habíamos quedado citados por teléfono. Nos estrechamos las manos. Las manos pueden llegar a ser muy amenazadoras por el simple hecho de estar ahí, al final de los brazos, cuando son las de un desconocido que se acerca a ti, por eso conviene estrecharlas pronto.
Gustavo Valenzuela reaccionó con sensibilidad a la noticia de la muerte de Elena. Nada que ver con la fingida consternación con la que decimos «lo siento» cuando nos revelan que alguien a quien apenas tratamos ha muerto. Quedó unos minutos traspasado por la melancolía mientras me escuchaba atentamente, una mano en el mentón y la otra dando vueltas mecánicamente a la cucharilla del café.
Sin muchos preámbulos le entregué la máscara de jade y la carta de Elena.
Examinó la reliquia un instante y me di cuenta de que la reconocía. El verde jade brilló a la luz del ventanal, una luz de final de la tarde. A continuación la dejó suavemente en la mesa, cerca de mis manos, en lo que juzgué como una desaprobación del deseo de Elena. Cabeceó, afligido y desconcertado. Desdobló la carta y se aplicó a su lectura.
Por el movimiento de sus ojos iba adivinando qué línea de ese texto -que me sabía de memoria- recorrían. Su lectura silenciosa me evocaba la voz de Elena.
Gustavo Valenzuela era un hombre de cuarenta años largos, facciones angulosas y abundante pelo negro e hirsuto que le brotaba en remolinos de la frente con ímpetu vertical. Aunque le sobraban unos cuantos kilos tenía complexión robusta y vestía una camiseta negra, por cuyo cuello asomaba su vello. Su desconfianza inicial hacia mí me resultó convincente. Sin embargo, mis esperanzas de que pudiera aclararme algo se fueron disipando minuto a minuto. Frunció el ceño observando la carta, pensativo, mientras se acariciaba el mentón, y me miraba de hito en hito, como analizando la situación: la suma de esa carta y yo, la incoherencia de Elena y la de mi presencia allí, frente a él, esperando alguna respuesta. No entendía a qué venía todo eso.
Era un bar tranquilo, de poca clientela, que bien podría haber sido un local de Madrid. Lo eligió él, conocía al dueño, quien le trataba con familiaridad. Y ahora nos hallábamos sentados ante una sólida mesa de madera, de bordes mellados. A través del hilo musical nos llegaba un rumor de saxofones y piano, una lánguida cadencia de bossanova que fue definiéndose como una versión de jazz.
– Es una bella máscara inca. Esto que tiene en la frente -señaló- es el llauto , un turbante que hacían con lana de vicuña. Y esta especie de borla encajada en el llauto se llama mascaipacha . Es la corona imperial. Por lo que deduzco, quiere que lleve este objeto al Museo San Miguel de Azapa, pero no entiendo su reacción, y menos ahora.
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