– Éste es un guiso típico de aquí: cazuela de gallina correteada.
Le pregunté por lo de correteada.
– Las gallinas de corral cerrado no saben igual. Acá tenemos mucho espacio y los corrales son abiertos. Corremos tras las gallinas para cogerlas y eso les da salud.
Sin preguntarme si no tenía inconveniente en que se sentara a mi lado, tomó asiento arrastrando una banqueta y afianzando su enorme trasero.
– Acá servimos siempre nuestra cocina tradicional, con vino Pintatani, el del lugar. La bodega que le ha dado el nombre ya no existe, se llamaba Hacienda Pintatani y pertenecía a un vasco que hace unos doscientos años compró la mayoría de las propiedades de la zona y plantó frutales y viñedos, cuando había salitreras prósperas y campos de cultivo, porque venía el agua del norte de Codpa, hasta que los codpeños cortaron el suministro y se quedaron toda el agua, y se malograron las tierras y la población huyó al sur. Ahora toda esta tierra está abandonada, la Hacienda Pintatani está en ruinas, y todavía quedan enterradas tinajas enormes de greda, pero aún nos queda este rico vino; beba, buen hombre. ¿Es usted científico?
– ¿Por qué me pregunta eso?
– Tiene toda la pinta. Acá vienen muchos, también americanos, a estudiar los fenómenos de esta zona. Traen camiones enteros llenos de antenas y registradores de ondas y frecuencias. Ésta es la región de mayores avistamientos de ovnis de todo el planeta.
Acodada sobre el hule, había apoyado el mentón en la mano y me dirigió una sonrisa maternal. Está bien, le di una oportunidad para que me contara su historia.
– Si quiere conocer la verdad de este valle y sus antiguos pobladores, no vaya a Santiago ni a la Universidad de Tarapacá. Allí sólo le contarán la vaina oficial. La verdadera la conocemos los que llevamos toda la vida aquí. Lo que hay que hacer primero es visitar el petroglifo sagrado. ¿Oyó hablar?
Admití que no.
– Está en la quebrada de Conanoxa, a unos sesenta kilómetros. Le recomiendo que se acerque a verlo, si puede. Es toda una experiencia. Ese auto que ha traído le puede valer por estos caminos de herradura. La gente se desplaza en burro y caballo. El petroglifo le sorprenderá a un científico como usted. Vaya sin prejuicios, con la mente abierta, deje que la piedra le cuente su historia. Lo descubrió en el 87 una familia aimara que vive en Codpa, mientras abrían un camino; a la madre la conoce mi cuñado, que trabajaba en la central hidroeléctrica de Chapiquiña y es primo hermano de doña Remedios, la farmacéutica de Codpa, que es amiga personal de la familia aimara, muy buena gente, humilde y trabajadora. Podían haber hecho negocio del descubrimiento, pero lo dejaron estar. Lo increíble del petroglifo no es su tamaño, sino sus inscripciones cinceladas en la roca. No le puedo contar más, porque hay que verlas. Y no es sólo las inscripciones, sino cómo están hechas. La precisión del corte en la piedra, las hendiduras tan perfectas demuestran que utilizaron herramientas que no se podían conocer en aquella época, como rayos de esos modernos. Y contienen imágenes de platillos volantes.
– Entiendo. Visitantes. ¿Alguna misión secreta?
– Arica es el sitio más seco del mundo, casi nunca llueve; figúrese, es como decir que acá en el norte no se conoce la lluvia. Por eso es el lugar perfecto para estudiar cómo sobrevivir en un planeta sin agua. Por eso, ellos vienen acá.
De golpe se interrumpió ante la llegada de su marido, un tipo robusto, de espesa barba negra y pobladas cejas. Atisbé una sombra de temor en los pequeños ojos de la hostelera. En los segundos que él tardó en quitarse las botas en el umbral y colgar su chaqueta llena de tierra en el perchero, mientras la miraba de reojo, ella cambió de conversación en un giro inesperado, para evitar el silencio o justificar que estuviera sentada a mi lado sin hacer nada mientras yo pelaba una manzana.
– Yo estuve en España una vez, cuando era joven. Qué linda ciudad, Barcelona. Pasé un verano inolvidable allá, al poco de morir Franco. -Se dirigió a su marido-: Tienes café caliente en el puchero.
No parecía un hombre muy comunicativo. Esbozó un gesto hosco y se frotó las manos para entrar en calor. Mientras se servía un café, ella le preguntó cómo le fue la jornada. Él dio respuestas lacónicas. Era conductor de autobús. Me sentí incómodo en esa extraña situación y me levanté.
Ella insistió en acompañarme a la habitación. Subimos un tramo de escalera cubierto por una desmedrada alfombra. Era un cuarto exiguo, rectangular, con una ventana al fondo, junto a un lavabo. Una estufa eléctrica la había calentado, pero por el olor a polvo quemado, deduje que hacía tiempo que no se habilitaba esa habitación para ningún huésped. La vieja cama crujió al sentarme en el borde, pero el colchón era recio y las sábanas estaban limpias. Ella me mostró el armario donde había una gruesa frazada y se retiró tras desearme una buena noche.
El tramo frío de la escalera me había producido un intenso estremecimiento interior. La estufa era un viejo aparato que apenas me llegaba a los tobillos, y que aparté lo más posible de la cama.
Pronto, la noche entró en la habitación y sentí en el silencio el abrigo de la soledad. Me veía a mí mismo en ese lugar apartado y extraño y pensé que me había convertido en un fantasma.
A ratos se oía un lejano coche circulando por la carretera. Miré hacia el cuadrado de noche que tenía sobre mí y, luego, hacia el rojo resplandeciente de las dos barras de resistencia de la estufa; mis pensamientos iban a la deriva. Acudían a mi mente imágenes, fragmentos del paisaje que había visto desde el coche, el color de la tierra y el color del cielo. El mismo cielo que amó Elena.
Antes de caer dormido desenvolví la máscara del plástico acolchado y quedé un rato admirando su misteriosa belleza, ensimismado en su intenso verde, en los ojos como granos de café, en la extraña envoltura de su cabeza, sintiendo que algo no encajaba, y por eso mismo me producía una vaga fascinación.
A1 alba, la luz entro a cuchillo por la ventana. El sol calentaba rápidamente el aire helado de la noche. Me sentía satisfecho de estar allí y había decidido continuar la ruta por el desierto con la esperanza de tropezarme con algún extraterrestre de pacíficas intenciones y vocación didáctica.
La línea más corta entre dos puntos es una recta, en geometría euclidiana. La línea más larga entre dos puntos es un viaje, en la geometría de Elena, que yo había adoptado como propia. En lugar de seguir por la Panamericana hasta el museo, me dispuse a dar un buen rodeo, internándome por el desértico valle de Camarones, donde Elena vivió y trabajó durante varios meses. Recuerdo que me dijo que era el paisaje que más le impresionó en su vida. Nunca había visto nada igual. Era una buena oportunidad para comprender qué quiso decir y por qué lo dijo.
El sol caía a plomo cuando arranqué. Continué por la llanura costera hasta dar con el ramal que se adentraba en el interior del valle. Comenzaba un camino pedregoso en fuerte pendiente, por el filo de un barranco. La tierra ferruginosa reverberaba. El polvo que levantaban las llantas entraba por algún resquicio de la ventanilla y se quedaba adherido a la garganta. Comencé a sudar copiosamente. Dispuse una toalla empapada en cada una de las dos ventanillas laterales bajadas, para que el aire entrase algo más refrigerado. También me humedecí la camiseta. Temía que el coche se recalentara y me dejara tirado en medio del páramo, así que procuraba no revolucionar demasiado el motor y bajar algunos tramos en punto muerto. Conduje despacio por una ladera septentrional hasta llegar a un letrero oxidado y vencido:
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