A las diez ya tenía de nuevo la ropa empapada de sudor. Bebí agua del bidón, que la noche había enfriado. Seguí conduciendo por la pista. En una localidad llamada Tatlape me topé con una plantación de cebollas milagrosamente fértil y un extraño árbol que debía de ser frutal, y dos corrales con gallinas. No parecía un sitio concurrido, por eso me sorprendió el cartel de bienvenida:
PROHIBIDO OCUPAR LOS CORRALES
O ESTACIONAR TODO TIPO DE VEHÍCULOS
En la ribera del río seco entreví alfalfares para forraje, cultivos de maíz y orégano, escalonados en los flancos del desfiladero. Los regaban con agua de vertiente, acumulada duran te la noche en un estanque y distribuida mediante un tosco sistema de canales. Todas las casas tenían una característica techumbre de paja a dos aguas y tapiales de adobe. Haciendas ígneas cociéndose lentamente bajo la canícula, un silo de maíz, piedras unidas por argamasa y cardos. Con los campesinos intercambié un saludo con la mano. La única que me respondió era una anciana que parecía mimetizada con el fondo ocre de una cortina de cretona. Nada que objetar. Uno no se viene al desierto a hacer vida social. Tal vez sería un buen lugar para mí.
Volví al coche. El camino se estrechaba por una garganta casi intransitable. La nube de polvo era tal que me impediría ver un mulo que se me plantara delante. Esto dificultaba el avance, habida cuenta de que me guiaba por las rodadas arenosas, que a ratos desaparecían misteriosamente, como barridas por la arena que depositaba el viento, para reaparecer más adelante. No pasaba de la segunda marcha y no apartaba los ojos del terreno, mientras el desfiladero se iba cerrando sobre sí mismo como una trampa. Me excitaba y me aterraba la idea de quedarme varado en un arenal y acabar allí, en medio de la nada, con los sesos derretidos. Podría gritar y nadie me oiría, podría palmar allí mismo y tardarían semanas en encontrar mi cadáver, semanas o meses, y para entonces tal vez el sol me habría calcinado y desecado y momificado.
Pero nada de eso sucedió. Continué el trayecto paralelo al curso del río Camarones, por el que milagrosamente aún discurría un hilo de agua. Lo que me fascinaba de este paisaje era su materialidad física. Hasta las sombras parecían tener relieve, en vez de sólo dos dimensiones. La luz endurecía las aristas y congelaba los sonidos. Podía sentir la palpitación de la tierra abrasada. Y la soledad también cobraba una consistencia tangible. Me sentía real en un mundo real.
Conducir es un acto que te hace sentirte dueño de la situación, aunque no seas dueño de nada, ni sepas en qué situación te encuentras. Basta con pisar un pedal y comprobar que el coche te obedece.
Al atardecer del tercer día llegué a una zona occidental de la quebrada de Humallani y me detuve a admirar un imponente cactus de tres metros de altura, con los brazos bifurcándose del tronco y señalando el cielo, como un candelabro en medio del rielante calor. Una tierra yerma, amortajada. Vacié medio bidón de gasolina en el depósito de combustible. Aproveché para estirar las piernas y subí a un pequeño calvario, desde el que se avistaba el poblado de Esquiña, metido en una pequeña cuenca. Las casas eran caparazones chamuscados. La arena barría las calles. A lo lejos aún se adivinaba una carretera, por el polvo que levantaban los camiones. El sol era un agujero blanco. Seguí adelante. De vez en cuando pasaba cerca de una casa de labor, pintura descamada y algún lugareño atezado que me observaba receloso.
Cuando ya no era posible avanzar sin los faros del coche, extendía una manta en un espacio entre arbustos y respiraba el silencio de la noche. Era un silencio distinto, más puro, cristalizado en el frío. Escudriñando la limpia negrura celeste, donde algunas estrellas parecían caer del firmamento dibujando amplios arcos, me acordé de la descripción de Elena, aquel Farolero que iba encendiendo las estrellas, un universo traspasado por un aliento divino. Cerré los ojos.
Pronto me vi rodeado de extraños seres. Me cercaron.
No sé cómo habían llegado; estaba rodeado. Gesticulaban, hablaban una lengua extraña. Se movían con torpeza, me tocaban, estaban fríos. Estaban muertos.
Rostros negros como la brea e inescrutables. Eran momias.
Una de ellas llevaba puesta la máscara de jade sobre el rostro y se acercó a mí. Era Elena. «Me arrancaste las vísceras.»
Las cuencas negras de los ojos de la momia que me escrutaba tras la vidriera de la urna del Museo San Miguel de Azapa eran los cañones de una escopeta apuntándome de cerca. Dos agujeros negros que me encañonaban desde la muerte, y me, avisaban de mi destino. De niño me gustaba mirar por el interior de los cañones relucientes de la escopeta de caza de mi padre; me fascinaban esos conductos oscuros que guardaban pálidos reflejos, lunas, sombras secretas, y me entregaba a imaginar la velocidad a la que los perdigones salían atravesando ese breve túnel. Los cañones olían a aceite lubricante. Años después, imaginé los anillos subterráneos donde hacíamos colisionar las partículas como largos cañones de una escopeta, futurista.
Me escrutaba un cadáver desde el otro lado. Un cadáver antiguo, seco, embalsamado; cuero viejo, barro, ceniza y arpillera. Aún se le entreveían los pómulos, la dentadura podrida y una mata como de esparto encima del cráneo. Era un joven chinchorro, cuyo linaje habitó estas tierras hace miles de años. La momia fue hallada -asevera la placa de la urna- cerca del mar, en la cala Chinchorro. El perro de un pescador la desenterró. Fue la primera. Se dató en el 5000 a. C. Era la momia más antigua del mundo. Corrió la noticia, llegaron los arqueólogos y empezaron a exhumar momias por doquier. Así se inició el Proyecto Hombre del Desierto, desarrollado por arqueólogos de la Universidad de Tarapacá, en colaboración con otros países. Elena perteneció a ese equipo.
Vivían en un mundo dominado por dioses, espíritus y demonios, en el que tendrían que vérselas con los problemas más duros de la subsistencia. Los objetos que depositaban en las tumbas eran pistas que hablaban de su forma de vivir y de su forma de morir, del significado de la vida y la muerte. A los niños los enterraban con sus juguetes, hechos con huesos, mimbres, cañas. Para pescar utilizaban anzuelos de nácar y de espinas de cactus, sedales de fibra de totora trenzada con cabellos, arpones y redes, enseres que dejaban con sus muertos, ofrendas, útiles para su nueva vida. Estos objetos preservados del tiempo serían para Elena como aquella figura maya del dios Chac que había hallado aquel verano de su infancia en el fondo cenagoso del lago Amatitlán, en Guatemala, que despertó su vocación por las culturas prehispánicas.
El hecho más relevante es que las momias descubiertas eran las más antiguas jamás halladas, y databan de unos quinientos años antes que las egipcias. Las condiciones de extrema sequía del desierto, a lo que se añadía la corriente del Humboldt, habían posibilitado una conservación admirable.
En vano Elena había intentado transmitirme su emoción al encontrar un niño embalsamado junto a sus juguetes y comparó -lo recuerdo perfectamente, aunque tal vez no lo dijera con las mismas palabras- su liberación de las entrañas de la tierra con la extracción de un bebé de las entrañas de la madre. Había que limpiarlo, cuidarlo y darle un suave acomodo.
A mí me costaba entender el valor que pudiera tener un muerto antiquísimo. Qué me importaba a mí que fuera el fiambre de Moctezuma o el de Atahualpa.
Llevaba conmigo la pequeña máscara de jade, y la última carta de Elena cuidadosamente doblada, para entregársela a quien iba dirigida.
No había muchos visitantes en este museo medio perdido en las afueras de Arica. Tres jóvenes con pinta de estudiantes, deambulaban haciendo bromas, riéndose de quién sabe qué. Las instalaciones eran más bien modestas. En media hora recorrí las dos exposiciones permanentes, su pequeña tienda, su Sala Colonial y la dedicada a la Arica Prehispana, cuya joya era el imponente petroglifo similar al de la quebrada de Conanoxa, y que por cierto no tenía nada de anormal, salvo el talento artístico de quienes labraron los dibujos de esta lasca. Ciertamente, las fisuras eran de una notable ejecución y sin duda utilizaron instrumentos muy precisos y afilados. En efecto, uno de estos símbolos (como me refiriera Rosa, la hostalera) asemejaba una nave espacial, modelo clásico platillo volante, que es al parecer el arquetipo de aeronave preferido de los alienígenas de todas las galaxias. Pero también podría ser una simple torta de maíz.
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