– A finales de los ochenta empecé a cuestionarme muchas cosas. No era feliz allí, no creía demasiado en lo que hacíamos, y todo me parecía de una lentitud exasperante. Empecé a pensar que me había equivocado de camino. Me planteé en qué consiste ser físico. En alguna parte escuché a alguien decir que un físico es la manera que tienen los átomos de conocer los átomos.
El diseño de la portada era bastante comercial: una mente que se expande en una suerte de halo luminoso hacia el espacio exterior. Escribía en un despacho rectangular del ala sur de la casa, rodeado de libros y macetas, con vistas a la Plaza de la Constitución. Traté de imaginarme a mi amigo tecleando ante un ordenador, hora tras hora, para escribir 314 páginas. Uno se pregunta de dónde extrae alguien el conocimiento para escribir 314 páginas. ¿Cuántas páginas sería capaz de escribir yo? ¿Diez? ¿Quince?
Trataba acerca de las relaciones entre materia y mente y tímidamente se aproximaba a la conciencia desde la cuántica, en tono especulativo y sin tecnicismos. Me apeteció enseguida leerlo.
El sopor que comenzó a producirme el cordero patagón me había reducido a un puro organismo desprovisto de conciencia, materia sin mente, inteligencia peristáltica. Un suave hormigueo cuántico, un borboriteo cálido recorría mi cerebelo, y hasta juraría que lo oía. Pero no: era la cafetera en la cocina. Andy Harris propuso continuar la conversación en el sillón, donde el cuerpo se hundía como un saco mullido e informe.
– La conciencia, Lucas, representa un grado de evolución insólito de la materia.
Después de esta declaración necesité un cigarrillo. Me tenté los bolsillos vacíos.
Andy no fumaba, pero afortunadamente su ex novio sí. Me alcanzó un paquete de cigarrillos que extrajo del bolsillo de un abrigo de cuero negro, colgado en la percha de la entrada. Dentro había también un mechero. Marlboro light no era mi marca, pero en casa ajena saben mejor hasta los cigarrillos de otro.
– Quédatelos; puede que no los extrañe -dijo portando el café y las tazas en una bandeja que puso sobre la mesa. Sonríe ante su pueril venganza. El olor del café me devolvió la conciencia, el ser y la nada. Retomar el hilo.
– Espera un momento, Andy. La materia, ¿evoluciona? Este verbo implica perfeccionamiento y en cierto sentido, finalidad. Y la finalidad es una atribución humana, demasiado humana.
– Si no hubiera evolución, no habría vida. Nosotros somos una evolución de la materia, a partir de la química del carbono.
– De acuerdo, por puro azar -objeté.
– Ahí te equivocas.
– Demuéstrame que somos algo más que un enorme entrecot patagón con ojos, perdido en la inmensidad de la galaxia -lo reté.
– No habría vida ni por tanto conciencia si no hubiera química orgánica, y no habría química orgánica sin las propiedades del carbono. Y no habría química orgánica si la masa del electrón no fuera la que es -aseveró-, o tuviera cualquier otro valor distinto del que tiene, ¿me equivoco?
– No, por cierto, pero ¿adónde quieres llegar?
– Fíjate entonces que el valor del electrón podría haber sido, en principio, cualquier otro, pero sólo si es el que es pueden darse las condiciones de estabilidad atómica que son necesarias para que se dé la química y la biología, y en consecuencia la aparición de observadores conscientes.
– Correcto, saltándonos, claro está, diez millones de pasos intermedios, desde los primeros ácidos nucleicos hasta la aparición de los primeros organismos; desde la célula eucariota hasta el Homo Idiota -dije.
– ¿Te has preguntado por qué la masa del electrón es la que tiene y no cualquier otra? -Sonrió.
– No me sirve como respuesta eso de «porque de lo contrario no estaríamos aquí». Toma tautología. Eso sería como decir que el sol existe porque de lo contrario no existiría el girasol.
Andy se echó a reír con mi ejemplo. Su buen humor me contagió, y añadí:
– Si, de hecho, hubiera una evolución positiva de la materia inanimada, ¿cómo se explica que existan objetos tan antiguos y estúpidos como los crucifijos y los coranes, y los enhebradores de aguja con imágenes de santos? ¡Deberían haber desaparecido de la faz de la Tierra!
– Espera, necesito otra copa. -Cabeceó, divertido.
Durante un rato escuché con agrado su teoría. Una teoría tan completa que incluía un diseño del cosmos, elegante, racional, que habría complacido a Elena. Pero ¿y la entropía?, objeté. Según la termodinámica, no vamos hacia estados de mayor complejidad, sino a la pura aniquilación, a la materia indiferenciada, una inmensa sopa de mierda y de nada.
Se nos habían terminado los hielos. La cocina conectaba con el salón por una ventana a través de la cual le vi acuclillarse frente al frigorífico y llenar la cubitera. En cierto modo, estaba disfrutando. Disfrutaba de volver a conversar sobre física, del placer de una grata conversación con un amigo.
– ¿Te has preguntado cuál es el alma de la materia? -escuché.
– Yo no sé nada del alma, Andy. No sé nada del alma ni de mi alma.
– Sabes a qué me refiero.
– Sí -admití-. En el fondo de lo invisible subyace algo que aún no conocemos. Algo que no es simplemente una subpartícula indivisible. Tal vez el vacío. O tal vez un campo de fuerzas.
– O una fuerza de la que emanan todas las demás.
– Es posible.
– En realidad, no es una fuerza física, Lucas, sino un campo espiritual. Este campo impregna todo el universo. ¿No crees que tiene sentido?
– Desde luego que lo tiene. Pero hay otras teorías con sentido acerca de este mundo sin sentido.
– Este mundo sí tiene sentido.
– ¡Si tú lo dices!
Caminaba lentamente por el salón mientras conversaba; se paraba a dar un sorbo y mirarme, y yo le seguía en mi línea visual, despeinado como un filósofo, como me imagino que deben de ser los filósofos cuando disertan como quien piensa en voz alta, para instruir a los legos, una mano en el bolsillo del vaquero y la otra en el vaso, del sillón a la ventana y de la ventana a la estantería, rodeando las cajas, la mirada a ratos perdida. Me di cuenta con un pellizco de nostalgia de que sí había cambiado, de que no era exactamente el mismo hombre que yo conocí, el escalador alegre y tenaz, el compañero de equipo que analizaba los datos del diseño experimental en el SPS; su mirada tenía un nuevo brillo, y se expresaba con una convicción desconocida, y este nuevo hombre que en realidad era una evolución del anterior (tal vez una evolución positiva, como la evolución de la materia según su teoría) me seguía resultando humano y cercano, aunque quizá un punto vago e incomprensible, casi poético, tanto que en un gesto de la mano que sostenía el vaso se le derramó un poco de licor al suelo.
Habló de las facultades misteriosas de la mente. Le pregunté si creía que es posible predecir acontecimientos futuros.
– Por supuesto.
– ¿A pesar del principio de incertidumbre?
– Sólo es válido para la cuántica -repuso.
– ¿Quién puede predecir qué curvas va a adoptar, el humo de este pitillo que sostengo en la mano?
– Nadie. Ni el mejor físico -admitió.
– ¿Quién puede predecir cómo se comportará tu novio cuando entre por esa puerta?
– Sólo podría aventurar que entrará de mal humor. Pero tal vez me equivoque y me traiga un regalo. No me preguntes cómo reaccionaría yo en ese supuesto.
– ¿Puedes predecirlo?
– ¡En absoluto! -Sonrió.
– No podemos predecir el comportamiento humano.
– Hay potencias en la mente que no son las del cálculo, y permiten no sólo predecir, sino adivinar.
– Me gustaría saber cómo es posible esto.
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