Acto seguido, la secretaria nos cubrió a cada uno con un antifaz negro. Lo hizo con cuidado, asegurándose de que no entraba la luz por ningún resquicio. En un instante todo lo vi negro me pareció escuchar con mayor claridad a Mr. Walter.
– Vamos a pintarles a cada uno un círculo en la frente. Este círculo puede ser de dos colores: rojo o azul. Ganará quien primero descubra de qué color es el suyo. Les daré una única pista: tan pronto como se lo indique, se retirarán el antifaz y observarán el círculo de los otros dos candidatos, y si uno o ambos es rojo, dirán en voz alta: «Sí». En caso contrario, si ninguno es rojo, dirán: «No». Más allá de esto, no se permite pronunciar palabra. Tan pronto como uno de ustedes sepa la solución del acertijo, debe pulsar el botón del dispositivo. El primero que lo haga, si su respuesta es correcta, obtendrá el puesto. Obviamente, un error conlleva quedar eliminado. Mucha suerte y… ¡a por ello!
Noté en mi frente el contacto húmedo de la punta del rotulador esbozando un círculo entre mis cejas y pude oler el intenso perfume en la muñeca de la secretaria. Poco después, a una orden de Walter, nos quitamos el antifaz y nos cruzamos una mirada relampagueante, y en un segundo, al unísono, los tres dijimos «Yes».
Los tres veíamos un círculo rojo. En mi caso veía dos llamativos círculos rojos, uno en cada frente. Por tanto, cada uno estaba viendo, al menos , uno rojo.
¿Qué veían, además, en mi frente? Ya fuera rojo o azul, se justificaba el «sí» por el segundo círculo rojo que veían. ¿Cómo saber de qué color era mi círculo? Con la información disponible, no parecía posible. Me vi en un atolladero. Era obvio que el juego consistía en llevarnos a esta crisis. No nos habían marcado de forma aleatoria. Se trataba de encontrar la trampa o algo así, o el resquicio lógico. Si uno de mis dos contrincantes tuviera la marca azul y los tres hubiésemos contestado un sí, estaría claro que el de la marca roja estaría viendo en mi frente el color rojo. Entonces no haría falta ser un genio para deducir mi color. Pero no era el caso.
Empecé a torturarme la mente para discurrir a gran velocidad. Apenas habían transcurrido unos pocos segundos desde nuestro «Sí». Repasé la información, en busca de algún elemento que me ayudara a avanzar. En los dos primeros segundos llegué a una conclusión segura: es imposible acertar, a menos que me la jugase al azar (una entre dos). Cinco segundos después, me di cuenta de que algo había cambiado. Había un dato nuevo, relevante, que debía considerar: los segundos pasaban y nadie respondía. Esto era así, sin duda, porque todos veíamos lo mismo. Todos veíamos dos círculos rojos. Todos estábamos en el mismo atolladero.
Fue entonces cuando pulsé el botón de respuesta.
Para celebrarlo, Annette y yo cenamos en un moderno restaurante del 133 de Champs Elysées, servidos por camareros muy serios, vestidos de verde, que hablaban con acento de París. Ocupamos una mesa libre en una esquina, junto a una mampara de vidrio laminado con vistas a la majestuosa plaza iluminada. Annette se había debido de tomar sin duda un par de copas o más antes de llegar. Me recomendó la perdiz a las finas hierbas con puré de manzana servido con arroz salteado y betterave , esto último no supe qué era -el menú no estaba traducido al castellano-, pero sonaba perfecto.
– Betterave ? -Sonrió-. No recuerdo cómo se dice en español. ¡Hace tanto tiempo que vivo en Francia que ya empiezo a olvidar mi propia lengua! Es una hortaliza muy rosa,' redonda y dulce. Se come cocida en ensalada.
Annette dibujó una remolacha en el reverso de su tarjeta de visita.
– Este lugar está lleno de bobos -murmuró con satisfacción, mirando discretamente alrededor.
– No lo había notado. ¿Cómo lo sabes? ¿Les has pasado a todos un test de inteligencia, o es puro ojo clínico?
Ella se echó a reír llevándose los nudillos al puente de la nariz.
– Aquí llamamos «bobo» al bourgeois-bohémien . Es un estilo de vida. Burgués acaudalado que no renuncia al romanticismo un punto bohemio. Es culto, sibarita, amante del cine y la literatura; frecuenta cafés musicales y literarios, como el Café de Flore; lleva zapatos de diseño y vota a los partidos de izquierda.
– ¿Y tú?
– Bobo de la cabeza a los pies.
– Yo soy un bobo español. Un bobo de verdad. Por cierto, ¿por qué dejaste Chile?
– Me fui de mi país por amor a mi país. Porque no podía quedarme viendo cómo lo destrozaban.
– Pero hace cuatro años que tenéis democracia.
– ¿Democracia? -replicó con dolida incredulidad-. Eso dicen. Mira, hay que estar allí para saber lo que pasa en realidad. Pero no hablemos de eso ahora. Brindemos por Francia, y por Brookhaven.
Chocamos suavemente las copas y hundimos los labios en un oscuro Château Michelet del 88.
Pronto nos trajeron el entrante, un auténtico cuadro culinario. La cantidad de comida de las raciones era inversamente proporcional al tamaño de los platos.
Annette creía que había dado un paso en firme, pero en realidad carecía de boyas en este mar de dudas.
– Así que marchas a mi país. ¿Puedo preguntar la razón?
– Tengo que encontrar a un antiguo amigo de Elena, llamado Gustavo Valenzuela, y entregarle una carta y una reliquia indígena, un deseo que Elena no pudo cumplir.
– ¿No puedes localizarlo por teléfono y enviarlo por correo?
– Prefiero hacerlo en mano. Además, debo hablar personalmente con él.
En cuanto terminamos la botella, Annette me preguntó si quería cambiar de vino. Lo cierto es que el Burdeos me resultaba un tanto amargo, comparado con los tintos españoles. Tras consultar la carta, Annette se decidió por un Borgoña; pidió un Château de Beauregard Poully Fuissé. Resultó una elección perfecta.
Tras beber un sorbo, me miró con una fijeza que me incomodó.
– Elena me habló mucho de ti, Lucas. Te admiraba. En serio. Te tenía completamente idealizado. Tenía verdadera dependencia patológica. Cuanto más la dejabas de lado, más te amaba. Siempre atribuía el fracaso a sus errores. Creía que había hecho algo mal. Ni siquiera se atrevía a preguntar «¿En qué me equivoqué?».
– Se equivocó en enamorarse de mí.
– Para ella eras… un amor inalcanzable.
– Debimos dejarlo cuando aún estábamos a tiempo.
– Sí, debisteis hacerlo. ¡Era una mujer tan buena! -La voz se le quebró por la emoción.
– Eso que dijiste la otra vez, lo del falso… Xanadú es una bobada.
– Bien sûr, monsieur La Raison. Te crees el no va más de la objetividad.
Los ojos le brillaban y resultaba graciosa.
– «Si los hechos no se ajustan a la teoría, cambia los hechos.» Ley de Murphy -dije.
– Pensaba que esa ley se reducía a lo de la tostada con mantequilla. Por cierto, qué gran verdad. Se cumple siempre. Supongo que tú tendrás la explicación científica, señor físico.
– Bien, no es precisamente el tema de mi tesis, pero a bote pronto se me ocurren un par de explicaciones. Primera: que la tostada no está equilibrada, pues el peso de la mantequilla hace que la probabilidad de caer por una cara o por la otra no sea la misma. Segunda: aunque fuera tan equilibrada como una moneda nueva, el hecho de caer una o varias veces en la misma cara no indicaría una tendencia. Habría que repetir la prueba un número de veces estadísticamente significativo.
Annette hizo una señal al camarero, que acudió solícito.
– Tráiganos quince tostadas, ah, y un buen plato de mantequilla.
– Quinze, mademoiselle ?
– Mi amigo y yo hemos decidido que hoy rompemos la dieta, ¡y queremos hacerlo a lo grande!
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