Ignacio García-Valiño - El Corazón De La Materia

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¿Serías capaz de cuestionar tus más firmes creencias para descubrir la verdad sobre la persona que amas?
Lucas Frías es un joven y prometedor científico. Cuando su novia Elena muere en un misterioso accidente, Lucas emprende una investigación para descubrir la naturaleza del suceso a partir de su legado: una valiosa figurilla precolombina, un pasado común con un compañero de excavación y los números de la combinación de una caja fuerte que esconden una fecha clave. Éste será el inicio de un viaje revelador que le llevará de las calles de París al desierto de Atacama, en Chile, y le sumergirá en un inquietante mundo de videntes, mentalistas, peligrosos embaucadores y físicos cuánticos que se mueven al filo de lo racional. Por el camino descubrirá nuevos interrogantes que dinamitarán su escepticismo científico y le harán asomarse al territorio de lo sobrenatural.
El corazón de la materia es, además de una historia de amor, una reflexión sobre los límites de la ciencia y una audaz indagación sobre la realidad de los fenómenos paranormales.
Ignacio García-Valiño cuestiona la fe, la razón científica, los creyentes y los escépticos, para buscar la verdad de lo invisible, pero sobre todo construye una intriga hipnótica y cautivadora, cargada de suspense, que sin duda emocionará a los lectores.

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La luna ascendía lentamente sobre los tejados rojizos de las altas casonas, algunas de ellas señoriales. Se encendieron las farolas.

– A Elena le gustaba mucho este paseo. Solíamos acabar en el café Venice, por la música. Es aquel de allá.

Estaba situado en una primera planta con vistas al Sena: un amplio surco negro entre los vetustos edificios, por el que de cuando en cuando se deslizaba un barco cuyos contornos quedaban definidos por luces de diferentes colores, como atracciones de feria.

Sonaban las Canzoni de Frescobaldi. Un café distinguido, clientela refinada. Las conversaciones se resolvían en murmullos nimbados; por encima sonaba el tintineo de las cucharillas en la porcelana de las tazas. Pedimos tartaletas de confitura de frambuesa.

Mientras conversábamos sobre Elena, observaba las siluetas oscuras de las casas, los transeúntes cuyos rostros sombreaba la luz de las farolas. Y más allá, al fondo, el puente Sully, donde aún quedaban algunos pescadores rondando por el muelle. Annette tomó varios gintonics y yo, vodka. El alcohol me soltó la lengua. 09-11-92, le dije. La caja fuerte que se abrió, se la dibujé en una servilleta para que comprendiera el mecanismo. Le hablé de la sincronía numérica. Le hablé de una vidente chilena llamada Vera. Percepción del futuro, adivinación. Apenas sabía de esos fenómenos. Todos hemos leído alguna cosa, todos conocemos a alguien que adivina cosas, o afirma que adivina cosas, pero esa mujer no podía mentir. La caja fuerte era como la caja negra de un avión siniestrado. Revelaba que así había acontecido.

Ella me escuchó atenta, sin decir nada, sin negar ni admitir, sin aclararme siquiera si conocía a esa mujer o si Elena le había hablado de ella, si creía mi relato o le parecía un mero disparate.

Simplemente me escuchó con aire reflexivo, mientras la tinta del bolígrafo se diluía en la servilleta de papel donde había garabateado la silueta de la caja fuerte, la combinación. Al final, mi dibujo quedó reducido a un manchón azul de obtusa, apariencia simétrica, y ella se limitó a comentar con ironía que parecía una lámina del test de Rorschach.

– ¿Rorschach? ¿Qué es eso? -inquirí.

– Un curioso test de manchas donde cada persona percibe algo distinto, según su personalidad. ¿Qué ves ahí?

– No sé. Tú eres la psicóloga.

– Te diré lo que ves, Lucas. Ves un falso Xanadú, donde tus deseos más ocultos se cumplen: lo paranormal te ayuda a autoconvencerte de que lo de Elena no fue un suicidio, ni tuvo nada que ver contigo. Veo a un hombre huyendo de la desesperación.

17

Me gusta pasear por París en invierno, me gustan los Champs Elysées antes de que florezcan sus castaños, antes de que las parisinas se quiten los elegantes abrigos y antes de que se empiecen a llenar las terrazas de Saint-Germain, y antes de que lleguen las riadas de turistas con sus cámaras de fotos y sus enormes planos desplegables.

El viento removía las copas de las acacias y el cielo tenía el mismo color plata vieja que la cubierta del libro que acababa, de adquirir en una librería polvorienta al final de una galería porticada, y que empecé a leer en mi habitación 43 (me gustan los números primos), junto a la ventana empañada. Mente y materia . En la fotografía en blanco y negro de la portada aparece el gran Erwin Schrödinger, ya mayor, con unas gafas de montura circular -modelo típico de los años cincuenta- sobre la punta de la nariz, en cuyos lentes se adensa la luz como en una lupa, o como si los lentes fueran dos discos blancos, dos diminutas constelaciones. Erwin mira hacia abajo en actitud de concentración, y se diría que analiza un problema insoluble.

En aquellos días de París en que me preparaba para volar a Chile me acordé a menudo de mi buen amigo Andrew Harris, que, según mis últimas noticias, residía en Santiago y trabajaba escribiendo libros de divulgación científica. Podía ser una gran oportunidad para volver a encontrarnos. Hacía cuatro años que no nos veíamos, desde que, inopinadamente, dejó el CERN. Su decisión nos sorprendió a todos, dado que nos hallábamos en un momento crucial del programa y él era uno de los bastiones del equipo. Me reconfortaba pensar que al menos tenía un amigo en el país donde pensaba pasar las próximas semanas; me reconfortaba pensar que al menos tenía un verdadero amigo en alguna parte del mundo.

Cuando le telefoneé para anunciarle que partía a Santiago, temí que el número que constaba en mi agenda ya no fuera el suyo; por eso fue un alivio escuchar su voz de marcado acento escocés. Se alegró sobremanera al saber que pronto volveríamos a vernos. Le prometí que le llamaría en cuanto llegara al hotel de Santiago.

La peripecia de la escalada alpina establece entre los escaladores una ligazón tan fuerte como los cordajes que comparten. Reina una silenciosa compenetración, una confianza rendida al que abre camino por encima de ti y te sustenta si pierdes pie. Y cuando coronas la cima, hay un abrazo mudo y una sensación de plenitud y conjunción, una breve e intensa dicha. Tal fue la forja de nuestra amistad.

Casi todos los fines de semana metíamos todo el material de escalada en el maletero del coche y recorríamos cien o doscientos kilómetros por carreteras serpenteantes hasta las faldas de un macizo. Coronamos todos los cuatromiles del Valais: la Dent Blanche, el Cervino, el Weisshorn, el Monte Rosa, el Breithorn… Admiraba su coraje. Nunca perdía su buen humor. Lo que más temía no era despeñarse, sino que se rayaran sus gafas contra la luz ultravioleta, las más caras del mercado. Aquellas gafas eran más sagradas para él que su propio culo. Se reía masticando el hielo que se pega a la crema labial. Bufaba como un asno, pero nunca protestaba.

De todas las horas que pasé con Andy Harris, las que más recuerdo son las de nuestras escaladas, su puntillosidad en los preparativos y su locuacidad en el viaje de vuelta a Ginebra. Solía decir que la experimentación en los gigantescos aceleradores no era el camino para alcanzar la cima, y utilizaba la palabra cima - top - con un doble sentido ( top es el nombre que recibe uno de los quarks que perseguíamos).

Conservo un álbum de fotos de nuestras aventuras alpinas y de aquellos incomparables paisajes: los bosques de pino negro de Zermatt, los grandes chalets de madera con los balcones repletos de geranios, los glaciares, lagos y torrentes, las aristas afiladas por las que transitábamos, el Cervino, con su afilado colmillo buscando el cielo.

A Andy le gustaba mucho este ensayo de Schrödinger. Solía recomendarlo. Por eso lo compré en cuanto lo vi en la librería y me dispuse a leerlo, como si fuera una manera de ir acercándome a él, de anticipar nuestro encuentro.

A mis treinta y cinco años mi vida carecía de rumbo. Dicen que a partir de los treinta un físico deja de ser creativo. Sin embargo, el mismo Schrödinger tenía treinta y ocho años y era un simple profesor de física en Zurich cuando, en la Navidad de 1925, se tomó unas vacaciones: dejó a su esposa en casa, alquiló durante veinte días una casa en los Alpes suizos y se encerró allí con sus cuadernos de notas, un artículo de De Broglie sobre las partículas y las ondas y, no lo olvidemos, con una amiga vienesa. En esos días se había propuesto sacar la teoría cuántica de la crisis en que se hallaba sumida y, al mismo tiempo, disfrutar de una breve pasión. Veinte días febriles con sus veinte noches para colmar la copa. Unas semanas después de estas vacaciones publicó su famosa ecuación diferencial de ondas que revolucionó la física, y todavía nos causa asombro y admiración.

Mente y materia es una recopilación de textos que Schrödinger leyó en el Trinity College de Cambridge allá por el 56, donde destilaba sus ideas sobre el mundo y la mente. No hallé en sus páginas una pista que me permitiera intuir por qué Andrew nos abandonó, pero me sorprendieron las ideas del autor, pues, pese a investigar la naturaleza de la materia, no era en absoluto materialista, ni reduccionista, sino que creía en el mundo espiritual. Afirmó que la conciencia no está alojada físicamente en el cerebro. Afirmó: «Todas las mentes son una sola».Y también: «Fuera de la mente no hay nada». Me pareció una temeridad semejante afirmación nacida de uno de los mayores genios de la física.

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