Ignacio García-Valiño - El Corazón De La Materia

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¿Serías capaz de cuestionar tus más firmes creencias para descubrir la verdad sobre la persona que amas?
Lucas Frías es un joven y prometedor científico. Cuando su novia Elena muere en un misterioso accidente, Lucas emprende una investigación para descubrir la naturaleza del suceso a partir de su legado: una valiosa figurilla precolombina, un pasado común con un compañero de excavación y los números de la combinación de una caja fuerte que esconden una fecha clave. Éste será el inicio de un viaje revelador que le llevará de las calles de París al desierto de Atacama, en Chile, y le sumergirá en un inquietante mundo de videntes, mentalistas, peligrosos embaucadores y físicos cuánticos que se mueven al filo de lo racional. Por el camino descubrirá nuevos interrogantes que dinamitarán su escepticismo científico y le harán asomarse al territorio de lo sobrenatural.
El corazón de la materia es, además de una historia de amor, una reflexión sobre los límites de la ciencia y una audaz indagación sobre la realidad de los fenómenos paranormales.
Ignacio García-Valiño cuestiona la fe, la razón científica, los creyentes y los escépticos, para buscar la verdad de lo invisible, pero sobre todo construye una intriga hipnótica y cautivadora, cargada de suspense, que sin duda emocionará a los lectores.

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Me senté en un banco frente al portal y me quedé fumando un rato, viendo entrar y salir gente de una pâtisserie . Me di cuenta de que estaba ahí por una razón absurda: necesitaba demostrarle mi inocencia.

A las siete, Annette salió del portal y echó a caminar sin verme. La seguí. Llevaba un elegante abrigo de trabillas hasta los mulsos, color hueso, y un sombrero del mismo color. Avanzaba a paso ágil en dirección a la place Saint-Georges. Me pregunté adónde se dirigiría. ¿Tal vez a una cita con otra, mujer?

Le gustaba andar. Como casi todas las mujeres hermosas, miraba al bies su reflejo en los escaparates. No tomaba atajos. Le gustaban las zonas abiertas, los bulevares. Seguía un itinerario prefijado. Atravesamos el bulevar Cliché, después tomamos por Rochechouart. Penetramos en un barrio de calles estrechas llenas de asimetrías y galerías interiores, donde se respiraba mucha animación. Esprit de village . Me preguntaba, cómo se traduciría esta expresión. ¿Espíritu de pueblo? Suena a «pueblerino». No nos caracterizamos por amar los pueblos, en España. Los franceses, en cambio, adoran la province , la campagne .

En la rue Chaptal se internó en una galería abovedada, flanqueada por pequeños comercios y cafés. La seguí a través de arcadas modernistas. Finalmente, entró en una tienda llamada La musique du Vermeer. Era un local de luthería artística. Desde fuera parecía un gran anticuario musical. Colgados a diferentes alturas, sus paredes sustentaban una exótica colección de instrumentos antiguos de cuerda: vihuelas, laúdes de diferentes tipos, bajos de viola, cítolas, tiorbas, guitarras barrocas, zanfonas… El techo era de artesonado, con vigas oscuras de madera y hasta la araña que iluminaba el local parecía de, otra época.

Había un pequeño café enfrente, haciendo esquina con una bifurcación de la galería interior. Ocupé una de las mesas que formaba un ángulo entre el pórtico y una exótica tienda de bonsáis, desde donde podía observar a Annette discretamente. Annette conversó un rato con el luthier, cuya tupida barba roma le alargaba la delgada cara y le acortaba el cuello. Al cabo de un rato, éste le entregó una bella tiorba. Annette la asió con la desenvoltura de quien está muy familiarizado con el instrumento, recorrió con los dedos sus dos mástiles unidos, observó el encordado y la caja de resonancia y lo encontró a su gusto: sonrió y asintió al luthier, que permanecía expectante, con las manos detrás de la espalda.

Con aire serio, concentrado, Annette se sentó en el borde de una otomana, separando un poco las rodillas para acomodar la caja en el muslo. El mástil formaba una diagonal con su torso. Y de sus dedos comenzó a brotar una armónica cascada de acordes que se escucharon claramente a través de la puerta abierta y la vidriera.

Durante un rato me quedé escuchando en mi mesa cómo punteaba una melodía de John Dowland: Galliard to Lachrimae . Con el esfuerzo de una diletante, pero la hondura de una verdadera intérprete, sus manos se deslizaban por el mástil a medida que iba entregándose a la melodía.

Permanecí inmóvil, tan absorto en capturar la vibrante acústica de la tiorba que dejé de escuchar la animación de la galería y la marea de ruidos de fondo. Durante unos momentos, mi ventana perceptiva se cerró como un zoom sobre el encuadre de Annette, al otro lado del polvoriento cristal, que reverberaba con los reflejos de las luces del pasaje, se cerró sobre esa mujer que, ligeramente inclinada hacia delante, iba desgranando arpegios, tonalidades limpias, restañando las cuerdas con una punzada de emoción que me alcanzaba en oleadas.

A tal punto me quedé absorto y paralizado que, cuando terminó y se giró en mi dirección, situándome en su línea de visión, fui incapaz de reaccionar, o apartar la mirada antes de que se cruzara con la suya: me descubrió. Con mejores reflejos que yo, fingió no haberme reconocido, se giró hacia otra parte y reanudó su conversación con el luthier.

Me marché enseguida, abochornado. Pero algo había cambiado. Había pulsado un staccato : mi clave de acceso al corazón.

16

En mi cuarto día en París me mudé al hotel Royal Elysées, en la avenida Victor Hugo, cortesía del Laboratorio Nacional de Brookhaven. Al poco de dejar las maletas, recibí una llamada de bienvenida de Mr. Walter. Me deseaba una feliz estancia y mucha suerte en la prueba del día siguiente. Tampoco esta vez especificó en qué consistía. «Sólo puedo decirle que será corta. En menos de quince minutos habrán terminado los tres candidatos.»

Tanto secreto me intrigaba. ¡En quince minutos o menos se proponía despacharnos a los tres! No podía tratarse de una entrevista. O bien tenía una fórmula rápida e infalible para averiguar quién de nosotros era el más cualificado, o bien lo había decidido ya. No iba a dedicar más de cinco minutos a cada uno, a menos que nos recibiera de forma simultánea. Probablemente, se trataba de esto último.

Uno de los tres, el inglés, trabajaba en el Instituto de Tecnología de California en Pasadena. Del otro nada sabía. No estaba seguro de tener alguna cualidad que me distinguiera. No estaba seguro de poder ganar, ni de querer ganar. Tal vez la muerte de Elena había malogrado esta perspectiva, destruyendo mi ilusión por un puesto que unos meses antes había sido el sueño de mi vida. Porque mi viaje a Brookhaven, Long Island, fue mi última mentira a Elena. Una mentira que, al ser desvelada por otro, la llenó de rabia, despecho y tal vez desesperación.

Antes de aquello, lo que más ansiaba era volver a los colisionadores, a la QCD, a los quarks. Barry Ledig, en Brookhaven, me ofrecía un trabajo a mi medida. Me fascinaron las instalaciones, el Booster Accelerator y el Tandem-to-Booster line , el gran detector Solenoidal Tracker . Quería ese puesto, luché por él, pero aún me faltaba la última prueba, y me encontraba desmoralizado y con ánimo de perdedor.

Una luz invernal se destilaba del cielo encelajado y se reflejaba en el Sena. Annette y yo cruzamos el puente de la Tournelle y llegamos a la pequeña isla de Saint-Louis, en medio del río.

Antes de dejar el hotel de Montparnasse recibí una inesperada llamada telefónica de ella. Le había dejado un número de contacto a su secretaria. Quería hablar conmigo.

– Es como una pequeña ciudad dentro de la gran ciudad, con una vida propia -aseveró, mientras paseábamos-.Y al final de la tarde se respira un ambiente muy tranquilo. Las gentes que viven aquí, en estas casas, son bastante peculiares. Se toman tan en serio eso de que habitan en una isla que cuando cruzan el puente dicen que van «al continente».Y no bromean. A los parisinos los ven como foráneos. De esta manera quieren preservar su personalidad autóctona.

Un viento frío nos traía el olor a agua sucia y gasóleo del muelle. Caminamos despacio por el adoquinado de sus callejuelas breves, angostas. Había restaurantes muy acogedores, tiendas de antigüedades y de arte, boutiques, pequeños cafés.

– En esta isla soy doblemente extranjera, porque ni siquiera soy parisina. Llegué aquí a los dieciocho años procedente de Santiago de Chile, para estudiar Medicina. Me alojé en casa de mi abuela, que entonces trabajaba de abogada, y hace bastante tiempo que se regresó a Santiago.

Sorprendía la tranquilidad de esa zona: a pesar de estar tan cerca de la gran ciudad -a un lado del río la Bastilla y al otro el Instituto del Mundo Árabe y, enfrente, Notre Dame- era cierto que uno no tenía la sensación de hallarse en un barrio residencial, sino en una isla lejana, donde los ruidos llegan atemperados, desde el muelle Saint-Gabriel.

– Cursé la especialidad de psiquiatría, y allí me topé con Freud y salí corriendo. Así que comencé psicología. Y aquí estoy, ganándome la vida a costa de los problemas ajenos. Un trabajo tan bueno como cualquier otro.

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