Ignacio García-Valiño - El Corazón De La Materia

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¿Serías capaz de cuestionar tus más firmes creencias para descubrir la verdad sobre la persona que amas?
Lucas Frías es un joven y prometedor científico. Cuando su novia Elena muere en un misterioso accidente, Lucas emprende una investigación para descubrir la naturaleza del suceso a partir de su legado: una valiosa figurilla precolombina, un pasado común con un compañero de excavación y los números de la combinación de una caja fuerte que esconden una fecha clave. Éste será el inicio de un viaje revelador que le llevará de las calles de París al desierto de Atacama, en Chile, y le sumergirá en un inquietante mundo de videntes, mentalistas, peligrosos embaucadores y físicos cuánticos que se mueven al filo de lo racional. Por el camino descubrirá nuevos interrogantes que dinamitarán su escepticismo científico y le harán asomarse al territorio de lo sobrenatural.
El corazón de la materia es, además de una historia de amor, una reflexión sobre los límites de la ciencia y una audaz indagación sobre la realidad de los fenómenos paranormales.
Ignacio García-Valiño cuestiona la fe, la razón científica, los creyentes y los escépticos, para buscar la verdad de lo invisible, pero sobre todo construye una intriga hipnótica y cautivadora, cargada de suspense, que sin duda emocionará a los lectores.

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Annette se quedó pensando en lo que acababa de decir. Arriba sonaba In The Closet . Tanto bullicio empezaba a resultar irritante.

– Muchas veces -dijo- las personas que se suicidan dedican los últimos días a resolver asuntos pendientes, a dejar las cosas más o menos atadas. ¿Tomó alguna disposición Elena antes del accidente?

Iba a decir que el día anterior envió un paquete a un amigo, un paquete que contenía una carta y una reliquia india, pero no quise ponérselo más fácil. Para mí, una prueba solvente de un suicidio es una soga colgando de un travesaño, un bote vacío de pastillas o una carta de despedida.

– Lo que está claro -agregó- es que Elena nunca le habría legado a su madre un segundo suicidio. De darse el caso, se habría encargado de «blanquearlo».

Estaba agotado. La fiesta de arriba hacía difícil continuar.

– De acuerdo, lo dejaremos aquí.

Tras más de una hora conversando, nos pusimos en pie. Tenía los miembros entumecidos por la tensión. Tal vez me habría ayudado a relajarme esgrimir una silla y destrozar con ella el escaso mobiliario de su consulta. Qué mejor terapia en ese momento.

Una vez en la calle, noté que me temblaban las piernas. Caminé un rato por el bulevar Diderot con el ánimo encogido, aturdido por las luces, los sonidos del tráfico, los escaparates iluminados, la gente que paseaba en todas las direcciones; iba sumido en oscuras reflexiones, caminando en línea recta, cruzando calles, sin rumbo; todo me parecía hostil, yo mismo me había convertido en hostil para mí mismo. Sólo trataba de evitar volver a la soledad del hotel, de crear silencio en mi cabeza.

Me había convertido en un paseante realmente peripatético. Siempre intenté evitar los pensamientos introspectivos -son deprimentes- pero esta vez no pude eludirlos. Mientras caminaba realicé un análisis demoledor de mi vida, de mis relaciones personales. Fracasé con mi hermano, fracasé con mi pareja, apenas tenía verdaderos amigos. Había buscado refugio en la ciencia, porque la emoción más fuerte que soy capaz de sentir habitualmente es la curiosidad. La ciencia siempre nos brindó un hogar a quienes, desterrados, vivimos al este de la campana de Gauss. Y ahora ni siquiera tenía trabajo.

A las diez me senté en el escalón de una plaza, hundí la cara entre las manos y lloré. Lloré garganta adentro con los ojos secos.

15

A1 día siguiente almorcé un kebab con mi hermano Pablo. No nos habíamos visto desde la Navidad pasada. Sin embargo, esto no hizo el encuentro más emocionante. Ninguno de los dos aceptó ser invitado por el otro a comer en un buen restaurante. Él declinó mi invitación por un innecesario complejo de hermano pobre, y yo la suya porque no podía permitírselo. Pablo sabía que no había ido a París para ayudarle, y que nunca ejercí de samaritano, ni ahora lo pretendía, pero siempre fue extremadamente susceptible a ello, porque no dejaba de percibirme como el hermano mayor que no aprueba su forma de vida. Es cierto que nunca lo consideré un artista con talento, pero tampoco solía meterme en sus asuntos. «El genio de la familia», me llamaba con sarcasmo. Esto nos llevó a varios enfrentamientos y no creo equivocarme si deduzco que se marchó tan lejos para no tener que rendir cuentas de sus fracasos. En nuestro almuerzo derrochó optimismo, satisfacción y sea esforzó por hacerme creer que al fin había encontrado su estilo propio, su medio de expresión artística y un hueco en los circuitos comerciales que él denominaba serios, esto es, que anteponen el verdadero arte a las modas y mercaderías. Por supuesto, no le creí una sola palabra. Evité formularle preguntas concretas sobre los locales o galerías donde pensaba exponer su obra. Sabía, por mi madre, que solía instalarse en un puesto al aire libre en la place du Tertre, en Montmartre, junto a la basílica del Sacré Coeur, un lugar donde no acude nadie que busque lo que Pablo llamaba arte serio. Lo que interesa a los cientos de turistas que pululan por ahí es adquirir estampas coloristas con la torre Eiffel al fondo, pintorescos rincones del Barrio Latino o escenas urbanas con sabor a art nouveau .

No fue un almuerzo agradable, sino bastante tenso, en el que tomamos nuevamente conciencia de la distancia real que hay entre nosotros. Quiso que habláramos de Elena, pero yo cambié de tema enseguida. Hubo, no obstante, un momento en que me dirigió una mirada fraternal, cuando le confesé que estaba sin trabajo.

– ¿No me digas? ¿Algo ha ido mal?

– Me peleé con mi jefe.

– ¿En serio? ¿Tú? Nadie lo diría.

– Le asesté un buen puñetazo.

– ¡Dios! ¡Estás desconocido!

Se echó a reír. Le reconfortaba saber que a mí también podían irme mal las cosas, cuando se supone que yo, «el genio de la familia», estaba a salvo de ese género de problemas. Eso, y la pérdida de Elena, me hizo valedor de su confianza (o más bien aplacó su envidia), pero me pareció una razón mezquina para quererme más, por lo que me apresuré a explicarle que, en realidad, estaba esperando conseguir un puesto en un laboratorio próximo a Nueva York.

Antes de despedirse me declaró que, en el fondo, los dos nos parecíamos bastante, porque habíamos escogido una dedicación fuera de lo convencional y fuera de España: él con la bohemia artística, yo con la física, territorios privados que no todo el mundo comprende ni aprecia. Asentí sin entusiasmo.

Llovía a través de la luz. Atardecía en el ventanal. El cielo brillaba como una pátina de plata vieja. Desempañando el cristal de mi habitación, observaba el latigazo de la lluvia en las lápidas del cementerio de Montparnasse. Lápidas grises, cenotafios de mármol negro y relumbrante. El vaho también es un estado de ánimo.

Una hora después, aprovechando que había escampado, bajé a dar un paseo por el camposanto. Hojas de arce y plátano flotaban en los charcos marrones por donde cruzaba mi silueta desfigurada. Desde el otro lado de los muros llegaba el estruendo del tráfico. Bajo esta tierra yacen hombres insignes, hombres que escribieron páginas inmortales. Era un buen pasatiempo ir descubriendo a lo largo del recinto las lápidas de los nombres más destacados:

André-Marie Ampére, a quien debemos la unidad amperio. Léon Foucault, a quien debemos la demostración más elegante de la rotación de la Tierra.

Louise Weber, «La Goulue», bailarina de can-can.

Mientras cenaba en un restaurante del bulevar de Montparnasse, pensé en esos muertos egregios, royalement foutus , e invoqué a la difunta abuela de la viajera elegante y profesora de instituto que leía a Henry James; la abuela resucitada, toda vestida de negro.

«Suicidio blanqueado.» Habían transcurrido dos días desde que Annette había pronunciado esas dos palabras y desatado en mí una nueva tormenta interior.

Me parecía evidente que sentía un profundo afecto por Elena. ¿Amor, incluso? Se conocieron en un concierto de música antigua. Las dos fueron solas y ocupaban asientos contiguos. Debieron de charlar en los entreactos. Compartían gustos musicales. A la salida tomaron un café, cuando apenas se conocían. ¿Era normal? A mí nunca se me ocurriría ir a tomarme un café con un tipo al que acabo de conocer en un concierto. Entre mujeres no resulta tan extraño; ellas son, en general, más sociables. Elena era muy abierta y no es de extrañar que obrara así. Al fin y al cabo estaba bastante sola en París. ¿Qué hacía al terminar de dar sus clases en la Sorbona? Pasear, leer, ir a conciertos, supongo. Era lógico que deseara conversar con alguien afín, al menos en gustos musicales. Pero también existía la posibilidad de que Annette fuera lesbiana y la amara.

A las seis de la tarde un taxi me dejó ante el portal de su consulta, pero no me decidí a entrar. Me había tratado con dureza, me había hostigado. Irresoluto, me revolvía como un venado herido.

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