¿En qué podía ayudarme? Bien, tenía algo así como un millón de preguntas; verbigracia, ¿es el tiempo reversible? ¿Qué es el tiempo? ¿Cómo se puede ver el futuro? ¿Se la tiró realmente el Polvazo?
En lugar de eso, le pregunté simplemente cómo lo hacía. Ella se echó a reír y antes de entrar en conversación puso un disco titulado El misterio de las voces búlgaras , tras lo cual se sentó junto a mí y me miró con expresión aprobadora y magnánima. Una corriente de voces entrelazadas comenzó a envolvernos suavemente.
Me explicó que ejercer de sibila es peligroso, además de irresponsable. Ella prefería interpretar el presente y guiar a las personas en el sendero de la felicidad.
– El futuro puede verse, pero no cambiarse, Lucas. Hay unos versos de Borges: «el porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer». -Me observaba con una dulce sonrisa, como si pudiera entender lo que pasaba por mi cabeza en ese momento-. Yo no tengo una bola de cristal. La clarividencia consiste en descubrir lo que ya sabemos, pero hemos olvidado. Incursionarnos en ese olvido. Todo está dentro de nosotros. La luz y la sombra, el pasado y el futuro… -Esbozó un amplio arco en el aire.
»Quiso practicar conmigo, hacer un ejercicio. En aquella ocasión conectamos nuestras mentes en la oscuridad. Ella proponía, como en un juego de búsquedas. Ella proponía y yo la guiaba, en silencio. Nos sentamos en el suelo tocándonos las espaldas, para estar en contacto pero no vernos la cara, en total concentración. Yo trataba de recibir los mensajes de su pensamiento, ella tenía lápiz y papel, por si podía registrar lo que ocurría, al final escribió esa fecha; dijo que se la transmití con una voz interior, tras concentrarnos en su futuro, en su último día; no sé si la vi yo o la vio ella, pero al final creí que había sido un simple ejercicio de telepatía, no de precognición. Una fecha cualquiera que había pasado de una mente a otra, sin más trascendencia. Traté de quitarle importancia a esa fecha, ni yo misma creía que fuera cierta, pero me di cuenta de que, jugando juntas, habíamos ido más allá de las reglas, más allá de lo razonable. Estaba un poco asustada, las dos lo estábamos; esa fecha era demasiado cercana, no podía ser cierta. Le aconsejé que lo olvidara, pero ella se lo tomó en serio; había experimentado una conexión psíquica con su futuro, con su final, para ella la experiencia había sido real. Lo fue, por desgracia. Y no pudo evitarlo. Nadie puede escapar al destino. Por eso es mejor no tratar de leerlo con antelación.
La gata de pelaje abullonado maulló sobre una silla y movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
Rebuscando en una vieja caja de pasta de papel reciclado donde guardábamos nuestra correspondencia antigua encontré esta carta.
21 de febrero de 1989
Querido Lucas:
Me encuentro algo perdida en medio del desierto del valle de Camarones, en la zona norte de Chile, casi limítrofe con la frontera con Perú. Es pasada la medianoche y hace un frío de muerte. Me cubre una frazada de alpaca y escribo a la luz de las velas, en unos barracones provisionales que hemos montado por aquí. La localidad más próxima es San Pedro de Atacama. Tendrías que ver estos paisajes. Inmensas colinas de tierra calcinada, semejantes a dunas salpicadas de pequeños arbustos y cactus, que suben y bajan hasta el mar. Creo que tú sabrías apreciar muy bien la belleza salvaje de estos páramos. A lo lejos se divisa el Pacífico, como una continuación del cielo. Y si miras con prismáticos hacia el este, divisas en la lejanía, medio diluida en la calima, la impresionante cordillera de los Andes. Fui buscando el paraíso perdido de los chinchorro y he acabado perdida en el paraíso. El clima es aquí extremo. La aridez desértica es absoluta. Durante el día, el sol abrasa. Los primeros días me quemé el cuello, a pesar de las cremas, y no paraba de sudar. Creí que no llegaría a soportarlo. Ahora lo sobrellevo mucho mejor, y hacia la media tarde, cuando empiezan a caer en picado las temperaturas, me siento incluso feliz. Ando a cada trecho bebiendo litros y litros de agua, y estoy bronceada como una negrita. Me he jurado no hablarte de mi trabajo, por no seguir tu ejemplo, así que no esperes que lo haga. Puedo decirte, eso sí, que disfruto de cada día que paso aquí. Los compañeros del equipo son gente maravillosa.
Por lo demás, llevamos una vida bastante nómada; nos desplazamos de un asentamiento a otro con las mochilas, la cámara de fotos, la brújula, nuestros enseres que tintinean en los costados de la mochila (escalímetro, cucharillas, linternas, palas y escobillas), y un auténtico cargamento de agua mineral. Parecemos una tropa perdida en medio del desierto. La gente nos mira con curiosidad, ya que por aquí no suelen pasar turistas. Sentimos como si, bajo el suelo que pisamos, esté el latido de las momias chinchorro: todo el valle está sembrado de ellas. La primera que se encontró la desenterró un perro en una playa, así que imagínate. Hay un millar de secretos ocultos bajo la tierra.
Todavía estaré cuatro meses más por aquí, en labores de catalogación. Está siendo una experiencia apasionante. ¡Me encuentro rodeada por las momias más antiguas del mundo! Menos mal que, de momento, no se mueven. La sequedad extrema del clima ha posibilitado que se conserven en relativo buen estado. Pero además, este desierto me fascina. ¡Parece tan irreal! Uno se encuentra de veras consigo mismo. Uno siente a Dios en esta vastedad infinita. Creo que a ti te gustaría.
Estoy aprendiendo mucho y disfrutando de esta gran oportunidad. Te echo muchísimo de menos.
La luz de la vela se me apaga con este viento frío cargado de arena. Voy a dejarte ya antes de quedarme a oscuras. Un beso, otro beso.
ELENA
Las cartas nunca se leen de la misma forma dos veces, y menos aún cuando entre la primera y la segunda lectura han transcurrido varios años y quien la escribió ha dejado de existir. Por lo demás, ninguna alusión a Gustavo Valenzuela ni a la máscara de jade.
Dejar de trabajar y pasar a ser un desempleado no era algo que contribuyera a sentirme mejor. Sin embargo, me había sacudido de encima al Proyectazo, no volvería a pisar ese laboratorio, y a fin de cuentas esto parecía un pequeño paso en la dirección correcta. Me obligaba a buscar un nuevo trabajo, a tomar decisiones, a no quedarme parado. Todavía estaba pendiente de resolución el puesto en el Laboratorio Nacional de Brookhaven, dado que la prueba de selección no pudo cerrarse al tener que regresar a Madrid tras el accidente que costó la vida a Elena.
Por entonces recibí una llamada telefónica del señor Walter Jefferson, jefe del departamento de Selección de Personal del laboratorio de Brookhaven y hombre de confianza de Barry Ledig, para recordarme que la siguiente semana tendría lugar en una oficina de París la última prueba. Me confirmó que éramos tres candidatos para el puesto de subdirector, y que los dos que no lo consiguieran tendrían, no obstante, asegurada una plaza en la División Experimental del RHIC. Tras confirmar la reserva en un hotel exclusivo, me facilitó la dirección de la oficina de Montparnasse en la que debía presentarme el 9 de diciembre. Preguntado sobre el formato de la prueba, fue en extremo reservado. Tenía un acento yo diría que escocés. Tras desearme una buena estancia en París, me dictó un par de teléfonos de contacto, uno de Brookhaven y otro de París por si surgía cualquier eventualidad.
Una mujer con clase es algo difícil de definir, y desde luego que ésta lo era. Llevaba un rato observándola en la sala de embarque para el vuelo a París, divirtiéndome con su paciencia ante las impertinencias de un crío de unos cinco años que no paraba de darle manotazos a El País , mientras su madre, donde quiera que estuviera, no tomaba cartas en el asunto. La mujer le pidió muy educadamente al niño que no tirase de su periódico, se lo pidió primero en español y luego en perfecto francés, e incluso le ofreció algunas páginas sueltas del periódico, si era eso lo que quería. El niño aceptó el ofrecimiento y se entretuvo un minuto rasgándolas, pero pronto volvió a la carga, esta vez interesado en su bolso abierto, de donde asomaba algo envuelto en papel de aluminio. Ella retiró el bolso, le conminó dulcemente a portarse bien y buscó con la mirada a su madre, a alguna mujer de alrededor que pudiera parecerlo; o que estuviera en actitud vigilante, y llegó a la misma conclusión que yo: que era la mujer dormida de la última bancada, la única viajera que tenía, como él, la tez ligeramente oscura de los magrebíes. Me preguntaba hasta dónde llegaría la paciencia de la mujer, y en qué momento perdería los nervios, así que casi me alegré cuando al pasar al bies, con un gesto veloz, el crío sacó del bolso el objeto que brillaba, adivinando que se trataba de comida. Durante unos segundos pareció calibrar las opciones: salir tras él e intentar recuperarlo, exigirle en tono imperioso que se lo devolviera… En lugar de eso, optó por invitarle con un gesto a que se sentara a su lado. Ni siquiera fue un gesto autoritario, sino más bien maternal. Para mi sorpresa el niño obedeció la indicación. Ella le miró con preocupación. «¿Tienes hambre, pequeño?, As-tu faim? » El crío asintió y la mujer le ayudó a desenvolver el sándwich y sonrió al ver con qué apetito se lo comía, sin moverse de su lado. Por suerte había preparado otro y antes de que el crío se lo quitara, comenzó a mordisquearlo a su lado, con lo que la estampa de los dos fue perfecta: uno zampando vorazmente, la otra comiendo con admirable delicadeza, sin dejar caer una sola miga sobre la lámina de papel aluminio que dispuso en el regazo. Tenía unas manos finas y unas uñas cuidadas, y una sonrisa suave y perfecta. Iba vestida con sencillez y elegancia, de azul marino, y aunque era más de diez años mayor que yo, me pareció atractiva. Por eso me alegré de que nos tocaran asientos contiguos en el avión. Tenía ganas de conversar con ella sobre lo que fuera. No fue difícil empezar, pues ella ya había advertido cómo observaba la escena, y aludí bromeando al hecho de que ella misma se acercara a despertar a la madre de la criatura cuando comenzó el embarque. Lo hizo también con delicadeza, posando una mano en su hombro y llamándola señora y mademoiselle .
Читать дальше