Ignacio García-Valiño - El Corazón De La Materia

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¿Serías capaz de cuestionar tus más firmes creencias para descubrir la verdad sobre la persona que amas?
Lucas Frías es un joven y prometedor científico. Cuando su novia Elena muere en un misterioso accidente, Lucas emprende una investigación para descubrir la naturaleza del suceso a partir de su legado: una valiosa figurilla precolombina, un pasado común con un compañero de excavación y los números de la combinación de una caja fuerte que esconden una fecha clave. Éste será el inicio de un viaje revelador que le llevará de las calles de París al desierto de Atacama, en Chile, y le sumergirá en un inquietante mundo de videntes, mentalistas, peligrosos embaucadores y físicos cuánticos que se mueven al filo de lo racional. Por el camino descubrirá nuevos interrogantes que dinamitarán su escepticismo científico y le harán asomarse al territorio de lo sobrenatural.
El corazón de la materia es, además de una historia de amor, una reflexión sobre los límites de la ciencia y una audaz indagación sobre la realidad de los fenómenos paranormales.
Ignacio García-Valiño cuestiona la fe, la razón científica, los creyentes y los escépticos, para buscar la verdad de lo invisible, pero sobre todo construye una intriga hipnótica y cautivadora, cargada de suspense, que sin duda emocionará a los lectores.

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– Me gusta pensar que si viviera aquí sería feliz -suspiró Andy.

Subíamos lentamente, traqueteando, en el tren cremallera que ascendía a Zermatt desde la ciudad de Visp, donde habíamos estacionado el coche. Atravesamos un escenario de vertiginosas praderas por donde discurrían arroyos de agua cristalina y, más arriba, comenzaban los centelleantes neveros. Mi amigo tomó un par de fotografías, que a buen seguro parecerían dos postales. Estábamos frente a frente, encajonados entre nuestras abultadas mochilas de alpinistas, por cuyos compartimentos laterales asomaban los piolets.

– ¿No lo eres ya? -pregunté.

Casi siempre se le veía sonriente, al menos mucho más que a mí. Y ahora su leve y franca sonrisa brillaba gracias a la vaselina labial con aroma a mora. El sol de los Alpes le arrancaba un infantil arrebol en las mejillas.

– Creo que es debido a este trabajo tan absorbente; no me satisface.

– ¿No te satisface por arduo y absorbente?

Guardó la cámara en su funda y ésta en la mochila.

– Sabes que me gusta trabajar. Tal vez es convicción lo que me falta. No tengo las cosas claras.

– Si tuviéramos las cosas claras no habría trabajo -observé.

A lo lejos reverberó el eco de una campana de bronce. Pero aún no se divisaba el campanario.

– Cierto, pero al menos tú, Lucas, tienes fe en que estamos en la línea adecuada. De que nuestros esfuerzos darán fruto. Y yo lo dudo seriamente.

Me pregunté si Andy albergaba serias dudas de que obtuviéramos pruebas experimentales de los quarks libres, o pseudolibres, o por el contrario, sus dudas iban más allá, si se remontaban a cuestionar la importancia del descubrimiento que, con muchas probabilidades, nos esperaba en un horizonte no muy lejano. Al fin y al cabo, la existencia de los quarks había sido probada matemáticamente con rotundidad, era una pieza esencial del puzzle, de hecho, nuestro modelo estándar de partículas ya funcionaba contando con los quarks (y sin ellos se iba a pique).Todos dábamos por seguro que estaban ahí, dentro del protón, pero eso no era suficiente. Necesitábamos pruebas «palpables». Tal vez el desánimo de Andy emanaba de no conformarse con eso: pedía más. Pedía la síntesis, la unificación, la Trinidad.

– Eres un soñador impenitente -le dije.

– Avanzamos muy despacio -repuso, y no supe si se refería esta vez al tren cremallera.

Una vez más, intenté transmitirle lo que para mí tenía sentido. El sentido radicaba en la escala de la realidad a la que intentamos llegar. La insondable escala de Planck, que alberga las leyes del universo. Me escuchó con afable interés, sonriendo y, al final, en vez de replicar, se limitó a palmearme el hombro con camaradería y gratitud, con lo que me quedé bastante intranquilo.

Observé la nieve virgen. Daban ganas de saltar del compartimento y hundirse en ella. En lo alto fue despejándose la fisonomía del pueblo, con sus casas tradicionales de madera oscura y sus tejados de pizarra gris, inclinados y pulidos. La silueta del Cervino, cuya cima engullía ahora una masa nubosa, me resultaba gratamente familiar: su forma de prisma imperfecto me había acompañado en mi infancia en las cajas de pinturas de colores, pero no acababa de tener claro si eran las de la marca Alpino o las Caran d'Ache. Me pregunté si Andy se encontraba deprimido, o si se deprimiría cuando regresáramos al CERN, y si podría contar con él hasta el final del programa Iones Pesados.

Fue en Zermatt, tomando una raclette con patatas cocidas cuando Andy me habló de su propósito de escribir un libro de divulgación que tratara de conciliar la mecánica cuántica con nuestra sustancia interior. Así lo dijo: nuestra sustancia interior. Me pareció una idea apasionante y audaz, y extremadamente difícil, si no imposible.

Un año después -y entonces, Andy ya había abandonado el CERN, para mi gran disgusto- me envió por correo algunos pasajes de su manuscrito. Halagado por su inmerecida confianza en mi criterio, me pareció conveniente animarle a concluirlo, aunque su texto me desconcertó. No cabía duda de que escribía muy bien, tenía el don de la claridad, no tanto el del rigor y la exactitud. Observé que Andy era de esas personas a las que les molesta la sencillez explicativa del azar y necesitan que todo tenga una causa más profunda y que todo esté relacionado e interconectado. En varias ocasiones citó una «conciencia cósmica», que definía vagamente como una unidad de todo el cosmos que posee una conciencia y que busca, contrariando a la entropía, una mayor complejidad. Para abreviar, podía haberla llamado Dios. En el último capítulo, inconcluso, se esbozaba lo que podía ser la continuación del libro, una especie de física de lo etéreo, una termodinámica del espíritu. Los estados de la energía, los estados cuánticos del alma. En el prefacio se definía a sí mismo como un psiconauta, pero no especificaba el significado de este término, que hacía pensar en argonauta del universo psicomental. Ondas, corrientes, pensamientos. El campo cuántico de la mente. Me quedé con las ganas de seguir leyendo, pero el manuscrito concluía ahí, súbitamente, en la página 112, como si en el paso de las preguntas a las teorías explicativas hubiera sufrido un bache creativo. Transmitía una sensación de lirismo. Elena se interesó por el manuscrito y lo leyó de una tacada; su reacción fue mucho más entusiasta que la mía.

«Querido psiconauta: ¡has pasado de la escala de Planck a la escala de Jacob! Te deseo suerte en esta nueva aventura», le escribí.

Me preguntaba qué habría sido de Andy y de su libro.

Pensé que hablar con alguien sobre la prueba de selección a la que me enfrentaba al día siguiente me ayudaría a afrontar la tensión. Elena había confiado en ella. ¿Por qué no habría de hacerlo yo? Si ya me había abierto al mundo de las videntes, el siguiente paso era abrirme al universo psicomental, creer en los psicólogos.

Quedamos en un bar cerca de su casa, un bar de copas normal y corriente. Sabiendo que a Annette le gustaba beber, no me equivoqué al suponer que prefería hacerlo acompañada. Con el segundo whisky me animé a explicarle mi situación. Y, mientras lo hacía, vi que todo estaba unido: los quarks, mi crisis con Elena, la conferencia de Turín, Barry Ledig, la pistola humeante con la que le disparé, el puesto al que optaba en Brookhaven, el accidente de Elena. Cuando terminé, llevaba mediado el tercer whisky.

Era evidente, sin necesidad de que me psicoanalizara, que me sentía culpable y que por eso mismo no me juzgaba digno del puesto. Y dado que Annette sabía de qué calaña estaba hecho, pensé que hasta me daría la razón.

No lo hizo. Sí me hizo, en cambio, muchas preguntas sobre Brookhaven, sobre el puesto, sobre lo que me atraía de ese trabajo. Se interesó por los quarks, de los que ni siquiera había oído hablar. Me dejó que le hablara de algunos quarks, como «encanto», «arriba», «abajo», «fondo», y los demás, y de los colores que habíamos inventado para identificarlos y combinarlos. Y alzó las cejas cuando le dije que los quarks están confinados a perpetuidad, en tripletes, dentro del protón, y que, cuanto más se los trata de separar, mayor se vuelve la fuerza que los une.

– ¿Por qué? -inquirió-. Quiero decir… ¿qué los aprisiona?

– El vacío.

– ¿Y qué es el vacío? ¿Es algo? ¿La nada?

– El vacío, en teoría, es algo muy dinámico. Contiene partículas virtuales que aparecen en pares, luego se aniquilan y vuelven a desaparecer. El vacío no está vacío, sino frecuentado por…, digamos, criaturas extrañas. -Escarbé el aire con los dedos.

– ¡Qué vacío más lleno! Creía que el vacío es un absoluto. Y esas criaturas extrañas, ¿qué son?

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