En los primeros momentos, como era de esperar, me abrumó un tanto con sus muestras de efusividad, no porque no pudiera corresponder a su alegría, sino porque, dado que no soy tan expresivo como él, y mucho más lento de reacciones, en comparación parecía no conseguir estar a tono con el momento. Me agradó ver que no había cambiado, salvo que estaba un poco más delgado y con muchas más canas, además de bastante ojeroso, y los ojos un punto irritados, como si llevara varias noches sin dormir. En su alegría por el reencuentro advertí un punto de fuga en otra dirección opuesta. Él también y me examinó de la cabeza a los pies y mi incipiente barriga le mereció una piadosa sonrisa.
– Veo que hace mucho que no subes un cuatromil .
– Acertaste. ¿Y tú?
– Bueno, hice el obligado ascenso al Aconcagua. Cinco días de caminata atravesando montañas, hasta llegar al campamento base. Técnicamente no reviste gran dificultad, el problema es respirar allá arriba. Necesitas dos o tres días para aclimatarte.
Encontraba demasiado áridos los Andes. Echaba de menos los bosques alpinos. El Valais, aquellos majestuosos anfiteatros. Desde arriba, el mundo era un océano verde.
Vivía en el 195 de la calle Morandé, esquina Agustinas, en un apartamento muy céntrico y espacioso, a veinte minutos de mi hotel. Estaba decorado con gusto, pero nada más entrar percibí cierto aire de provisionalidad. Había libros por todas partes, incluso por el suelo. Reinaba el desorden: cajas de cartón apiladas en las esquinas, una alfombra enrollada apoyada en la pared, cierto amontonamiento en las mesas. En un principio supuse que estaba de mudanza, hasta que me explicó, con una sonrisa triste, que su pareja le había dejado un par de semanas atrás, pero aún no se había llevado sus pertenencias
– Aún estoy a tiempo de quemarlas. -Sonrió.
La mesa estaba puesta. Un rato después despachábamos, unas sabrosas costillas de cordero patagón. El cuchillo se hundía en la carne aromática, y mi estómago reaccionó como si llevara tres días sin comer. Ese cordero no le habría gustado a Elena. No le gustaba el cordero cuando sabía demasiado a cordero. Le gustaba la ternera, siempre y cuando no supiera demasiado a ternera. Si tenía un gusto indefinido entre ternera y cordero no le importaba, tampoco había problema si el cordero o la ternera podían pasar por buey, mientras no supiera demasiado a buey. Con un besugo que supiera mucho a besugo no había problema.
– Así que me has pillado en plena crisis -dijo Andy-, pero qué bueno que hayas venido, Lucas.
– ¿Llevabais mucho tiempo juntos?
– Once meses, todo un récord. Considerando, claro, que mi mejor marca anterior estaba en cinco. Ya puedo presumir de tener relaciones estables.
– Si hubiera esperado un poco más, habríais podido celebrar vuestro primer año.
Observé un póster de Freddie Mercury de 60 por 120 centímetros, convenientemente enmarcado. Él adivinó mis pensamientos:
– Montreux. -Sonrió.
– Exacto. Aquel pub con nombre de jefe sioux, ¿cómo era…?
– The Chief Horse Galopping.
– Eso es, The Chief Horse Galopping, como si lo estuviera viendo, con esa estatua del indio emplumado a la entrada.
Brindamos por Montreux y por los viejos tiempos.
Nuestro paso por Montreux fue fortuito, cuatro años atrás. Se encontraba en la ruta hacia Les Diablerets, al norte del Ródano, que planeábamos escalar, pero el mal tiempo nos obligó a esperar allí. Yo estaba un tanto frustrado, pero Andy, inmune al desaliento, me convenció para regresar al día siguiente y tomárnoslo con calma. Y aquí entra en escena aquel pub, The Chief Horse Galopping. Llevábamos un par de horas conversando y levantando cervezas, envueltos en una cálida atmósfera de humo, cuando entró el mismísimo Freddie Mercury, acompañado de unos amigos. Como fan absoluto, Andy dio el correspondiente bote en la silla al reconocerlo, a pesar de sus gafas de sol y su gorra beisbolera. A partir de entonces, fue imposible hablar de nada cabal con Andy, pendiente todo el tiempo de la mesa que ocupaba su ídolo. Precisamente, saco del bolsillo un llavero con su figura, que me mostró muy orgulloso.
– Ve y enséñaselo -le dije entre hipidos de risa-. Seguro que le conmueve.
Dicho y hecho: se presentó sonriente, llavero en ristre como un lunático con un péndulo. Sus carcajadas se oyeron en todo el local. Le hicieron un sitio junto a Freddie, y ya no pude escuchar nada más, sólo veía que Andy hablaba, gesticulando mucho, y ellos escuchaban atentos, aprobadores, y de vez en cuando se reían con las bromas de Andy; uno de ello hizo un gesto al barman, que trajo más bebida, y poco a poco comprendí que no le habían hecho un sitio porque estuvieran aburridos y necesitaran un bufón del cual reírse, sino que realmente, Andy les había caído muy simpático, especialmente al rockero, a Freddie. Los estuve observando un rato desde la barra, en la línea visual de Andy; confiando en que me hiciera un guiño, un ademán cómplice o me presentara a sus nuevos amigos, pero estaba tan absorto en Freddie, en sus palabras, en su rostro, que se olvidó completamente de mí. Durante un rato me estuve preguntando qué les habría contado Andy, de qué hablaban, de qué reían. Al cabo de una hora, aburrido de beber solo, decidí retirarme y dar un paseo por los alrededores del lago Leman, aprovechando que el cielo se había despejado y lucía una luna casi llena. Llegué hasta el castillo de Chillon, que resplandecía con una luz fantasmal en la ribera.
Aquella noche no regresó al hotel. En vano le esperé hasta que me venció el sueño. Cuando desperté a la mañana siguiente y vi que su cama seguía vacía me quedé perplejo. No lograba explicármelo. No había en el grupo una sola mujer, entonces, ¿con quién había pasado la noche? De pronto, la evidencia me golpeó el cráneo como un coco que cae de un cocotero. «Idiota -me dije-, acabas de enterarte de que tu amigo es gay.»
«La mejor experiencia de mi vida -dijo al llegar, desaliñado y con la expresión feliz de quien no ha dormido apenas-. Es tierno, y mucho más inseguro en la cama que en el escenario. Es maravilloso.»
Antes de enterarme de su orientación sexual habíamos vivaqueado a cuatro mil metros, nos habíamos calentado juntos alrededor de una hoguera, y nos habíamos abrazado por encima de la línea de las nubes. Y en ninguno de aquellos momentos sospeche nada. Me tuve que enterar porque se folló a Freddie Mercury. Esta anécdota todavía nos hacía reír al recordarla.
– La noche que pasé con Freddie Mercury : ahí tienes un buen tema para tu próximo libro. O mejor: Cómo Freddie Mercury me reveló el Tercer Ojo .
– Pobre hombre -dijo, recuperando la seriedad-, qué pronto murió. Tenías que haber estado en el concierto que se celebró en su memoria en abril del año pasado en el estadio de Wembley. Fue apoteósico. Hubo artistas de todo el mundo, los mejores. No cabía un alfiler en el estadio. Todos unidos en un mismo sentimiento, cantando a voz en grito I Want to Break Free . Ya lo creo que sí. Meses después viajé a Montreux, esta vez solo. Muy solo. Me acordé de ti, y también de él. Ya sabes que soy un nostálgico. Me pregunté por dónde andarías. Aquel pub ha desaparecido. En su lugar hay una agencia inmobiliaria. Pero han erigido una estatua a Freddie, junto al lago Leman. Te gustaría verla, tiene pose de torero victorioso, con una mano en alto. Hasta su estatua es sexy. Él solía pasar muchas temporadas allí, en Montreux, y había fundado su propio estudio de grabación. Por eso Montreux quiere recordar al gran Freddie.
En aquella época, Andy Harris ya estaba madurando la idea de dejar el CERN, los quarks, todo eso, pero prefirió no comentármelo. En estos años, su vida había hecho un gran recorrido. Se había convertido en un escritor de éxito con su primer libro de divulgación científica, The Matter of Mind , de cuya quinta edición me había reservado un ejemplar. Sentí el mordisco de la envidia, sana o insana, la envidia de su entusiasmo por un proyecto que todavía desconocía.
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