Claudia Piñeiro - Las Viudas De Los Jueves

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Detrás de las paredes perimetrales, más allá de los portones reforzados por barreras y flanqueados por garitas de vigilancia, se encuentra Altos de la Cascada.
Afuera, la ruta, la barriada popular de Santa María de los Tigrecitos, la autopista, la ciudad, el resto del mundo.
En Altos de la Cascada viven familias que llevan un mismo estilo de vida y que quieren mantenerlo cueste lo que cueste.
Allí, en el country, un grupo de amigos se reúne semanalmente lejos de las miradas de sus hijos, sus empleadas domésticas y sus esposas, quienes, excluidas del encuentro varonil, se autodenominan, bromeando, "las viudas de los jueves".
Pero una noche de rutina se quiebra y ese hecho permite descubrir, en un país que se desmorona, el lado oscuro de una vida "perfecta".
"Una novela ágil, escrita en un lenguaje perfectamente adecuado al tema, un análisis implacable de un microcosmos social en acelerado proceso de decadencia." José Saramago
"Una novela coral, sólida y solvente, con un agudísimo retrato psicológico y social, no sólo de la Argentina de hoy sino del mundo acomodado occidental." Rosa Montero
"Una historia atrapante, de ritmo cinematográfico, sobre una clase social a la cual desnuda sin piedad, con la contundencia de un impacto en el estómago."

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El viernes Antonia fue a la feria, a la hora de la siesta, cuando terminó de trapear la cocina. Adentro había dos o tres chicas que conocía de tomar el colectivo los sábados al mediodía. Las saludó, pero no se pusieron a charlar. Estaba la rubia mona, la dueña del garaje donde habían puesto la ropa, y tres mujeres más que conocía de haberlas visto en la casa de su patrona. Charlaban, se reían y tomaban café. Cada tanto se acercaban para contestar cuánto valía alguna prenda. Una de las chicas del colectivo eligió un vestido de seda rojo coral. Era lindo, pero tenía dos manchitas en el ruedo, parecía lavandina. Si fuera azul ella lo arreglaba, una vez se le mancharon de lavandina los pantalones de gimnasia de Romina, les pasó birome, y Mariana nunca se dio cuenta. A Romina se le había ocurrido cuando la vio preocupada por la mancha. Romina siempre la ayudaba, era arisca pero inteligente la chica, no como ella, pensó. Ese rojo era muy difícil. Le cobraron cinco pesos a la chica del colectivo. A Antonia le pareció que si esos eran los precios, la iba a poder comprar. Pero no vio la remera de brillos de su patrona por ninguna parte. Revisó todas las pilas y no la encontró. Se atrevió a preguntar, eran demasiadas las ganas. "Remera negra, creo que no hay ninguna. ¿Vos viste alguna remera negra como para ella, Nane?", le preguntó otra de las señoras. "No, negra no hay. ¿Pero por qué querés negra? Ese color no te va a lucir, te va a apagar. Llévate algo que te levante un poco, que te dé brillo en la cara. Fijate en aquella pila", intervino Teresa. "No es para mí, es para mi nena", dijo Antonia, pero no la escucharon porque ya estaban otra vez charlando entre ellas.

Antonia siguió recorriendo las pilas, pero sin buscar. Si no era la remera negra de la señora, no iba a ser nada. Ella quería esa, la que le iba a regalar a Paulita. "Gracias", dijo y salió con las manos vacías. Durante los días siguientes Antonia pensó varias veces en la remera que no fue suya. Se preguntaba quién se la habría llevado. Ese fin de semana preguntó en el colectivo, pero nadie la había visto. Después se olvidó, "al fin y al cabo una remera no le cambia la vida a nadie", pensó.

Hasta que llegó Halloween. Mariana había comprado caramelos para darles a los chicos que golpearan la puerta esa noche. A Romina le había comprado un disfraz de bruja para que saliera a decir "Sweet or trick"por las puertas vecinas, pero desde que había llegado del colegio se había encerrado en su cuarto y Mariana no estaba dispuesta a rogarle. Pedro todavía era muy chico para salir a pedir y lloraba cuando veía gente disfrazada. A la puerta de los Andrade golpearon varias veces. Hijos de amigos, compañeros del colegio de Romina, "chicos con ganas de divertirse sanamente", le dijo Mariana a su hija a modo de reproche. Los caramelos los compraba en el súper unos días antes, y los guardaba en el mueble del living, donde se escondía todo lo que Mariana no quería que se consumiera. Para las nueve de la noche ya habían pasado tres grupos de chicos. A las nueve y cuarto tocaron el timbre otra vez. Antonia fue a atender con la orden de repartir los caramelos que quedaban y despacharlos. A Mariana no le gustaba que interrumpieran a la hora de la cena. Del otro lado se encontró con un grupo de nenas que bajaban del baúl de una cuatro por cuatro que manejaba Nane Pérez Ayerra. Ella también se bajó y le dijo a Antonia que llamara a la señora. Se lo tuvo que decir dos veces porque Antonia, inmóvil, no podía hacer otra cosa que mirar a su hija, una nena de unos ocho años, disfrazada de bruja, con uñas plateadas y colmillos filosos, un hilo de pintura roja corriendo desde su boca, que llevaba puesta una pollera negra larga hasta el piso, y la remera de las piedritas brillantes que había sido de su patrona. "Te quería mostrar esto", le dijo Nane a Mariana cuando ésta se asomó. "¡No te creo que es mi remera!" Antonia dijo: "Sí, es", pero nadie la escuchó. "Viste cómo son las chicas a esta edad, la vio cuando acomodaba las cosas para la feria y se encaprichó que la quería para la Noche de Brujas, así que la saqué de la venta. Pero ella sabe que después de Halloween me la tiene que devolver, ¿no?" La nena no contestó, seguía cargando su canastita con los caramelos de la bolsa que Antonia sostenía. "La dejo sacarse el gusto y en la próxima feria la pongo a la venta." "Ay, si le gusta tanto dejala que se la quede. Es un regalo de la tía Mariana", le dijo y se agachó a darle un beso. "Bueno, pero si es así, vas; tener que elegir una de tus remeras y dármela a cambio, porque todos tenemos que aprender a ser solidarios desde chiquitos si queremos que este mundo cambie, ¿o no?", le dijo su madre, pero la chica no pudo contestar porque tenía la boca ocupada por un caramelo de dulce de leche gigante que no podía terminar de masticar. Antonia estuvo todo el tiempo parada allí, mirando la remera. Contó cinco piedritas brillantes que faltaban en los círculos concéntricos Pero por suerte no era en lugares muy destacados dos en un costado, casi llegando a la costura, dos cerca del dobladillo, y una debajo del busto. Le dio pena, antes no le faltaba ninguna. Aunque así, con menos piedritas, en la próxima feria iba a estar más conveniente, como decía su patrona. La mercadería fallada siempre vale menos, pensó.

10

Un verano, la plaza de juegos de Altos de la Cascada apareció totalmente renovada. Eligieron hacer los cambios esa época del año porque es cuando hay menos gente en el barrio, y muchos de los que están son personas de paso que alquilan una de nuestras casas para sus vacaciones mientras nosotros veraneamos en alguna otra parte. Los que peor negocio hicieron ese año fueron los que viajaron a Pinamar, que ese verano estuvo alterado por el asesinato del fotógrafo que había retratado al empresario de correos privados paseando por la playa. La Comisión Infan til presentó al Consejo de Administración un informe detallado de cada juego que sería reemplazado. El club crecía en distintos sectores y no podía ser que la plaza se hubiera quedado detenida en el tiempo, argumentaban como punto destacado de su presentación. Y cerraban la nota con la frase: "No seamos ciegos, los niños son nuestro futuro". Se contrataron dos arquitectos especialistas en plazas infantiles, los mismos que habían diseñado las plazas de varios countries de la zona y de dos shopping centers; dibujaron un proyecto, se pidieron tres presupuestos y se aprobó el más conveniente. Finalmente los juegos de hierro y madera que estaban desde los primeros tiempos del barrio se cambiaron por juegos de plástico estilo Fisher Price. Daba pena cuando la gente de mantenimiento bajaba el tobogán más grande que alguna vez haya visto ningún chico de La Cascada. Pero en el informe quedaba claro que los elegidos para reemplazarlos eran más modernos, más seguros, que necesitaban menos mantenimiento. Y los cambiaron. Pusieron nuevas plantas bordeando todo el camino de la plaza, y reemplazaron los bebederos de chorrito, con los que a pesar del enchastre tanto se divertían los chicos en verano, por dispensen de agua mineral. Eso no estaba en el proyecto original, pero se incorporó a partir de un programa de televisión donde denunciaron que las napas de la zona podían estar contaminadas con alguna sustancia que nunca apareció en los análisis.

Junto con los nuevos juegos, la plaza también empezó a sonar distinto. Las voces en el arenero habían ido cambiando de a poco, sin que nadie lo notara, hasta que un día se hicieron oír. Eran las mismas risas y gritos de chicos, pero las voces adultas hacían la diferencia. Hasta principios de los noventa predominó el canto de alguna provincia del interior y la tonada paraguaya. Era el tiempo de "la patrona", o del "che, patrona". Pero a partir de los noventa la tonada peruana fue tapando las otras. Tapando a pesar de ser una voz más dulce, más calma, y más educada. "Bota eso que te vas a ensuciar…" "Este muchachito es un demonio." "Esta niñita anda siempre calata." "Yo le vi, esa muchachita entreveraba la arena y molestaba a los otros." Pero todo dicho en un tono bajo, como si no quisieran incomodar. Y entre medio, como siempre, las risas y los gritos que subían y bajaban por los distintos circuitos de colores.

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