Claudia Piñeiro - Las Viudas De Los Jueves

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Detrás de las paredes perimetrales, más allá de los portones reforzados por barreras y flanqueados por garitas de vigilancia, se encuentra Altos de la Cascada.
Afuera, la ruta, la barriada popular de Santa María de los Tigrecitos, la autopista, la ciudad, el resto del mundo.
En Altos de la Cascada viven familias que llevan un mismo estilo de vida y que quieren mantenerlo cueste lo que cueste.
Allí, en el country, un grupo de amigos se reúne semanalmente lejos de las miradas de sus hijos, sus empleadas domésticas y sus esposas, quienes, excluidas del encuentro varonil, se autodenominan, bromeando, "las viudas de los jueves".
Pero una noche de rutina se quiebra y ese hecho permite descubrir, en un país que se desmorona, el lado oscuro de una vida "perfecta".
"Una novela ágil, escrita en un lenguaje perfectamente adecuado al tema, un análisis implacable de un microcosmos social en acelerado proceso de decadencia." José Saramago
"Una novela coral, sólida y solvente, con un agudísimo retrato psicológico y social, no sólo de la Argentina de hoy sino del mundo acomodado occidental." Rosa Montero
"Una historia atrapante, de ritmo cinematográfico, sobre una clase social a la cual desnuda sin piedad, con la contundencia de un impacto en el estómago."

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Los tres edificios son de ladrillo a la vista, con amplias ventanas. Las medidas de seguridad se ven en cada detalle: todo en planta baja para evitar escaleras y ventanas en alto, picaportes redondos, vidrios de alta seguridad, aire acondicionado y calefacción central. Tiene tres canchas de rugby y dos de hockey, gimnasio, un quincho, salón de actos circular con gradas, una sala de video, laboratorios, salón de arte y de música. La biblioteca fue quedando chica, el colegio en su crecimiento le fue mordiendo pedazos para armar nuevas aulas, pero hay un proyecto de agrandarla en cuanto se pueda. Esperé sentada en la recepción. Los sillones de pinotea me resultaban duros. La secretaria me acercó un café y me pidió disculpas por la demora. Ronie no me quiso acompañar. "Debe ser una estupidez, Virginia, no me hagas cancelar mis cosas para ir a charlar con una psicopedagoga." Y sus cosas eran algún proyecto o negocio millonario que no terminaba de concretarse, mientras yo cancelaba dos citas de la inmobiliaria que podrían haber producido una comisión que pagara las facturas de los servicios del mes. Terminé mi café, miré el reloj. Apenas habían pasado cinco minutos de las nueve cuando se abrió la puerta de la dirección. Las mujeres me sonrieron y me hicieron pasar, pero a pesar de sus sonrisas no parecían relajadas sino todo lo contrario. Dijeron dos o tres cosas de forma y luego fueron al punto. Tenían una reunión de docentes a continuación de la mía y no querían retrasarse. Me miraban de un modo tal que sentí, antes de que hablaran, que me compadecían. "Es un tema delicado, Virginia", dijo la directora, "prefiero que te explique Silvia, que te lo va a contar mejor que yo". Y la psicopedagoga me explicó. "Juani está inventando historias muy raras. Estamos preocupadas." No entendí. "Historias… de connotación sexual, por llamarlas de alguna manera", trató de aclarar la directora. Quedé confusa. "Probablemente por influencia de algún tipo de sobreexcitación no adecuada para la edad", explicó otra vez la psicopedagoga. "¿Podrían ser más gráficas?" Lo fueron. Abrieron el cuaderno de Juani y me pidieron que leyera yo misma. Se trataba de una redacción. Su maestra le había pedido que escribiera bajo el título "Mis vecinos". Y Juani había escrito acerca de los Fernández Luengo. "Los para el lado de las canchas de tenis. Los de la Path Finder negra y el Alfa Romeo Azul", los llamaba en su composición llena de faltas de ortografía. Contaba que sabía que tenían dos hijos que iban a su colegio aunque no se acordaba de los nombres. Y un perro del que sí sabía cómo se llamaba: Kaiser. "Así le gritan, ¡Kaiser, salí de ahí!, ¡Kaiser, deja eso o te rompo el (beep) a patadas!" Me alegré de que hubiera puesto beep y no culo, pero la alegría me duró poco. A Mónica, la mujer de Fernández Luengo, ni la nombraba. Se concentraba en él. En Fernández Luengo padre. "Yo al que más conozco es al papá de la familia porque es al que más veo. Me levanto y lo miro por mi ventana que está frente a su escritorio", decía. Contaba en su composición que lo veía siempre trabajar hasta tarde en la computadora, que siempre estaba prendida, de día y de noche. Y seguía: "A veces Fernández Luengo se saca la ropa y se vuelve a sentar delante de la compu sin nada. Deja la ropa tirada en el piso, hecha un bollo". Se quejaba de que en esa casa se pudiera mientras que a él lo obligábamos a ponerla en un tacho en el baño. Y remataba en el último párrafo: "Cuando está desnudo ya no agarra el mouse, baja las manos y se las mete entre las piernas. Yo lo veo de atrás o medio de costadito. Se toca y se toca. Se mueve como una hamaca y al final se queda quieto. Una noche mientras hacía eso entró Kaiser y le empezó a ladrar y mi vecino le tiró un zapatazo. Otra vez, en vez del zapatazo, se le tiró él encima, a Kaiser, y no lo largaba. Fin". Debajo había una ilustración de un señor gordo y desnudo montado arriba de un perro.

Quedé demudada. Las mujeres me miraban. No sabía qué decir. " Juani está viendo mucha televisión sólito?" Sí, siempre miró televisión solo, desde chico. "¿Puede ser que haya visto algún canal condicionado sin que ustedes se enteraran?" "No estamos abonados." "¿Acostumbra mentir con cosas así o es la primera vez?" "No sé." "¿Revisan el historial de la computadora?" "¿Qué es el historial?" Ellas tampoco sabían bien, pero la profesora de computación les había sugerido que me preguntaran. "¿Puede haber tenido acceso a páginas pornográficas?" "No sé, en casa no tenemos computadora, yo tengo la de la inmobiliaria." "¿Y en casa de algún amigo?" "¿Toma mucha Coca Cola antes de ir a dormir?" "¿Alguna situación familiar que pudiera estar influyendo?" Estaba mareada. Presión baja, confusión, desconcierto, algo de todo eso, o todo eso junto me estaba nublando la vista y haciendo perder el equilibrio. "¿Un vaso de agua?" "No, gracias." Me aconsejaron hacer una consulta con una psicóloga. Más que un consejo fue casi una orden. "Dado lo delicado del tema, tenemos que actuar cuanto antes. El tiempo es fundamental en una cosa así, tenemos que resolverlo lo más rápido posible, antes de que nadie venga a quejarse" "¿A quejarse quién? ¿Fernández Luengo?" "No, Fernández Luengo no se va a enterar. Cómo le vamos a decir una cosa así. Ni a él ni a nadie. Pero algunos de los compañeros de Juani vieron el dibujo. Y no podemos asegurar que ellos no lo comenten. Los padres sienten miedo ante estas cosas, sienten que puede haber algún tipo de amenaza sobre sus hijos, y nosotros les tenemos que dar la seguridad de que sus chiquitines no corren ningún riesgo." ¿Chiquitines, dijo? "¿Y qué riesgo pueden correr?" "Por el momento nosotros creemos que ninguno que no podamos controlar, si no Juani ya no pertenecería a este colegio." La enunciación de esa posibilidad fue un cachetazo. "Avísanos en cuanto tengas el informe de la psicóloga. ¿Alguna otra duda?" Di las gracias y me fui. "Estale un poco más encima", me aconsejó la psicopedagoga antes de salir. Y me vino a la cabeza la imagen garabateada de Fernández Luengo encima de su perro.

Ese día no fui a trabajar. Por momentos me sentía culpable, por momentos avergonzada. Por momentos sentía bronca. Sacaba el papel donde Juani había hecho lo que había hecho y no lo podía creer. Conseguí el nombre de una psicóloga, pero no llegué a llamarla. No sabía cómo empezar a contarle. Ni siquiera a Ronie. Llamaba y cortaba. Por momentos no me acordaba si tenía que consultar a una psicopedagoga o a una psicóloga. Comí sola con Juani, Ronie volvía tarde. No pude hablarle tampoco a él del tema. Lo miraba y me preguntaba qué habría hecho mal yo. O Ronie. O los dos. Seguramente muchas cosas. Juani se fue a acostar. "Estale más encima." Y lo cierto era que últimamente estaba poco encima de Juani, trabajaba todo el día, hasta tarde, mostrando casas, alabando terrenos, consiguiendo hipotecas, y el chico se iba criando "a la buena de Dios", como diría mi madre. Es cierto que "la buena de Dios" en lugares como Altos de la Cascada difiere sustancialmente de "la buena de Dios" en otras partes. Acá se puede dejar a los chicos más solos sin preocuparse por los peligros que inquietan a madres puertas afuera. No hay posibilidades de que alguien te secuestre dentro del barrio; ni de que nadie se meta en tu casa a robarte; un chico de la edad de Juani puede ir y venir del club house a cualquier hora en bicicleta, solo; si se quedan en el salón juvenil siempre hay un profesor cuidándolos y los guardias haciendo su ronda; están acostumbrados a entrar a la casa de cualquier vecino, aunque apenas lo conozcan, o a subirse a cualquier auto. Es un ambiente de mucha confianza. La frase "no hables con extraños" acá no funciona. Si alguien vive en Altos de la Cascada no es un extraño, o no lo será en el corto plazo. Y si vino de visita fue chequeado en la barrera de acceso y eso da cierta seguridad. O ilusión de seguridad. A medida que avanzaba la última década del siglo nosotros nos protegíamos con más vehemencia rejas adentro. Cada vez más requisitos para autorizar que alguien ingrese, cada vez más personal de seguridad en la puerta, cada vez armas más grandes exhibidas a quien quisiera verlas. Desde hacía un par de meses se pedía, confidencialmente, el prontuario de todo jardinero, albañil, pintor y demás trabajadores que entraran con regularidad al country, a partir de que se descubrió que un electricista contratado en mantenimiento había purgado una condena por una violación diez años atrás y nosotros ni enterados. Incluso estaba previsto cambiar el alambrado perimetral por un sólido paredón de tres metros de altura. Primero se había evaluado la posibilidad de doble alambrado, uno de púa en el exterior y otro más coqueto en la parte interna, pero a la mayoría de los socios no les pareció suficiente. Una pared, para que nadie pudiera no sólo pasar sino tampoco vernos, ni ver nuestras casas, ni nuestros autos, eso era lo que todos queríamos. Y que nosotros tampoco viéramos hacia afuera. Aunque el paredón todavía no estaba aprobado, por una cuestión estética. Discutían si ladrillo o bloques de concreto hacía más de cinco meses.

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