© Título: El pacto de las viudas
© Víctor Álamo de la Rosa
ISBN: 978-84-120029-0-4
Depósito Legal: GC-138-2019
Primera edición: Marzo 2019
Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com
Correcciones y estilo: Laura Ruiz Medina
Ilustración portada: Juan Castaño
Maquetación: David Márquez
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Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa por escrito del editor. Todos los derechos están reservados.
Agradecimiento al Excmo. Cabildo Insular de El Hierro por su colaboración
Dedico esta novela a mi maestro y amigo el escritor Juan José Delgado, en paz descanse, con quien pude discutir flecos y andanzas de esta obra antes de su prematuro fallecimiento en 2017. Pero también quiero dedicarla a mi esposa Gema y a mi hijo Pablo Álamo de la Rosa, que vino a mi mundo para hacerlo mejor en 2011, y a Elisa y a Yurena Martín, quienes me ayudaron con sus correcciones. Tuve la ocurrencia de escribir esta novela en 2009. En una década siempre ocurren cosas que no caben en una dedicatoria. Menos mal.
Cálmate, mi rey, te lo ruego. Mira:
es la boca de la gruta. No hagas ruido, y entra.
Comete el buen crimen que ha de darte
esta isla para siempre, y yo, tu Calibán,
seré tu eterno adorador.
(La tempestad, William Shakespeare)
No te cansa esta carrera, Danilo, y eso que fumas demasiado y frisas los cuarenta. No te distraen los silbidos de los cuerpos que vuelan desde las azoteas para estrellarse contra las mallas que techan las calles y así proteger a los viandantes. No te cansas, Danilo, Danilo Porter, corriendo Gran Vía arriba, a pesar de que hoy el aire contaminado parece más denso que nunca. Sigues y sigues, aunque ahora en tus oídos se pronuncien nítidos los latidos de tu corazón, advirtiéndote del exceso atlético.
Cruzas la esquina con la calle Fuencarral y aminoras el ritmo de tu carrera, menos mal, porque ves a Eleonore a unos trescientos metros. Sabemos que solo quieres seguirla a una prudente distancia para que no te descubra, que no quieres que tu exmujer sepa que la espías, Danilo, Danilo Porter, todavía enamorado a pesar de la odiosa separación.
Quizá el amor explique tus fuerzas, que no te agote la carrera que emprendiste cuando te pareció vislumbrarla entre la multitud que a esas horas de la mañana transita las calles del centro de Madrid.
El amor.
Acaso el amor sí que pueda explicarlo todo. Acaso explique que a tus pulmones fumadores ni siquiera les haga falta un descanso, que no reclamen aire, sino que se basten con la adrenalina que regala el enamoramiento, la pasión más feroz.
El amor todo lo explica, es cierto, tendrás razón y habrá que dártela. En realidad, preocupado con no perder de vista a tu Eleonore, hoy ni siquiera reparas en el exagerado número de cuerpos de suicidas que saltan desde las azoteas o desde las ventanas más altas para estamparse contra las redecillas tendidas sobre las calles por el ayuntamiento. Esa obsesión tuya por Eleonore te matará, Danilo. Hace más de un año que te divorciaste y sigues espiándola, como si en tu vida no hubiera ya más norte. Aunque ahora camines, aunque ahora ya no necesites correr para no perderla de vista, nosotros sabemos que no está bien, que lo lógico es que sigas haciendo tu vida y que continúes con tus investigaciones y que un día conozcas a otra mujer que pueda hacerte feliz, al menos tan feliz como pudo hacerte Eleonore hasta que las cosas se torcieron, haciéndose tristes añicos.
Se te dijo bien claro que estos espionajes no te harían ningún bien. Ninguno, aunque ahora vuelvas a correr porque has visto cómo Eleonore ha enfilado la calle Preciados, andando con buen paso porque se le debe de estar haciendo tarde. Desde esta distancia ves que camina distraída, hundida en sus pensamientos, sin percatarse de que una familia de suicidas ha saltado desde aquel balcón para caer a pocos metros de su propia cabeza. Padre, madre, hijo, los tres cogidos de la mano. Menos mal que estas mallas de goma son efectivas, suficientemente sólidas como para retener el peso de todo tipo de cuerpos y evitar que caigan sobre las aceras o el pavimento, escachando vehículos y viandantes. El propio Danilo Porter, venga, confiésalo ahora y no seas mentiroso, dudó de su efectividad cuando el ayuntamiento de Madrid decidió instalarlas en todas las calles donde hubiera edificios de más de dos pisos. Y funcionan, la verdad, son útiles, aunque ese hecho ahora mismo a ti no te interese porque solo piensas en que no tienes ni pajolera idea de hacia dónde se dirige tu Eleonore. No paras de preguntarte si habrá quedado con alguien, si tendrá una cita con algún pretendiente. Ni siquiera te distrae de tus cavilaciones obsesivas el desagradable ruido de la nuca de ese suicida al astillarse casi ahí mismo, sobre el techo de goma, a escasos dos metros de tu cabeza. El desagradable crack de sus vértebras, el pequeño espasmo epiléptico que precede a su muerte. Tu único faro es la silueta de Eleonore, aunque, sin querer justificarte, habrá que confesar que no eres el único a quien el espectáculo de los suicidas no interesa, no conmueve. Nadie, a esas horas tempranas de la mañana, hormigueramente ocupados en sus trajines laborales, presta atención a los cuerpos que vuelan. Nadie. Los vuelos son demasiado breves, segundos que son nada. Es moneda corriente en los tiempos que corren. Es el día a día en las ciudades. A la noche, los operarios del ayuntamiento recogerán los cadáveres y los trasladarán a los hornos crematorios de las afueras. Así es desde hace por lo menos un lustro, esta jodida pandemia campando a sus anchas. Pero en tu cabeza no hay espacio para seguir investigando sino para Eleonore, aunque Eleonore no te llame no te busque no te escriba no te eche de menos. Eres tú, erre que erre, con toda la perseverancia que imprime el amor intacto. Ay, Danilo Porter, ¿hacia dónde te conducirán tus arrebatos, tus demonios, tus fantasmas?
Corres de nuevo y te estás arriesgando porque no más de cien metros te separan ahora de Eleonore, aunque ella esté de espaldas. Si se diera la vuelta podría descubrirte. Consulta su teléfono móvil, busca algo, un número, una dirección. Acaso escribe un wasap, Porter, algo tan simple, corta por tu bien esa espiral de paranoias. No sufras, no dejes que las pirañas de los celos te mordisqueen la compostura. Respira hondo, enciende un cigarrillo, baja de la nube en la que estás y apártate raudo para que circule esa ambulancia, ¿no ves el repicar acuciante de las sirenas? Pega tu cuerpo a ese edificio, no te vayan a atropellar y tenemos un disgusto. Con toda seguridad, hacia el final de la calle Preciados, se habrá roto la malla y algún suicida estará boqueando sus estertores sobre la acera, despanzurrado, ajeno a la algarabía de mascotas callejeras que menudean entre sus vísceras para darse un festín. Ojo, Danilo Porter, que, a pesar de la confusión, Eleonore parece volver a reanudar su camino. Síguela. Persíguela. Llegados a este punto, no deberías defraudarnos.
Uno.
Dos.
Tres.
Cada tres segundos alguien se quita la vida:
Uno,
dos,
tres.
Mentiríamos si no confesáramos que el principio del fin fue aquel crecer desmesurado de sus pechos, aquellos pequeños senos que en apenas un año pasaron de considerarse limones o peras a llamarse melones, sin otra posible transición frutera con que paliar el vértigo de la vergüenza.
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