A Cristian Domingo, Laura Galarza, Débora
Mundani y Karina Wroblewski, por ser lectores meticulosos,
implacables y amorosos de los varios borradores de esta novela.
A Guillermo Saccomanno, porque me prestó a Zippo y porque siempre está.
A Juan Martini, Maximiliano Hairabedian,
Facundo Pastor y Ezequiel Martínez, porque me ayudaron
a resolver distintos asuntos de esta historia.
A Nicole Witt, Jordi Roca y su equipo.
A Julia Saltzmann y Gabriela Franco.
A Marcelo Moncarz.
A Eva Cristaldo y Anabella Kocis.
A Paloma Halac.
A mis hijos…
“(…) con sus relatos policiales para el diario,
él cuenta al público qué ocurrió y cómo pero
siempre llega después del choque o del crimen,
tiene que revivirlo imaginativamente con
testimonios e indicios. Nunca, hasta ahora,
el suceso se desenvolvió ante sus ojos ni el
alarido de la víctima entró por sus propios oídos de cronista.”
ANTONIO DI BENEDETTO, “Falta de vocación”, Cuentos claros
“Los restos microscópicos que cubren nuestra
ropa y nuestros cuerpos son testigos mudos,
seguros y fieles, de nuestros movimientos
y de nuestros encuentros.”
EDMOND LOCARD,Tratado de criminalística
“La historia sigue, puede seguir, hay varias conjeturas posibles,
queda abierta, solo se interrumpe.
La investigación no tiene fin, no puede terminar.
Habría que inventar un nuevo género literario: la ficción paranoica.
Todos son sospechosos, todos se sienten perseguidos.”
RICARDO PIGLIA, Blanco nocturno
Los lunes son los días que lleva más tiempo entrar en el Club de Campo La Maravillosa. La cola de empleadas domésticas, jardineros, albañiles, plomeros, carpinteros, electricistas, gasistas y demás obreros de la construcción parece no terminar nunca. Gladys Varela lo sabe. Por eso se maldice, ahí donde está, parada frente a la barrera de la que cuelga el cartel “Personal y proveedores”, detrás de por lo menos otras quince o veinte personas que, igual que ella, intentan entrar. Se maldice por no haber cargado la tarjeta electrónica que le permitiría el acceso directo. Pero es que la tarjeta vence cada dos meses y los horarios en los que se puede hacer el trámite para recargarla coinciden con los horarios en los que ella trabaja para el señor Chazarreta. Y el señor Chazarreta no tiene buen carácter. O al menos no tiene buena cara y a Gladys, esa cara, la intimida. Aunque ella no sabe si el gesto con que él la mira se debe a que es hosco, o seco, o de poco hablar. Pero sea lo que fuere, ésa es la razón por la que no se atrevió hasta ahora a pedirle salir antes o tomarse un rato para ir a la guardia a recargar su tarjeta de ingreso. Por la cara con que la mira. O no la mira, porque en realidad rara vez el señor Chazarreta lo hace. Mirarla. Mirarla a ella. Mira en general, mira alrededor, mira hacia el jardín, o mira una pared en blanco. Siempre con mala cara, serio, como enojado. También, con todo lo que tuvo que pasar, se entiende. Por suerte ella tiene, al menos, el permiso de ingreso firmado, eso sí; entonces tendrá que hacer la cola, como de hecho la está haciendo, pero nadie va a llamar al señor Chazarreta para que autorice su entrada al barrio. Al señor Chazarreta no le gusta que lo despierten, y cada tanto él duerme hasta tarde. Cada tanto se acuesta a cualquier hora. Y toma. Mucho. Gladys cree, o sospecha. Porque ella con frecuencia encuentra un vaso y una botella de whisky en el lugar de la casa donde el señor Chazarreta cayó dormido la noche anterior. A veces es el dormitorio. Otras veces el living, o la galería, o el cine ese que tienen en la planta alta. Tienen no, tiene, porque el señor Chazarreta vive solo desde la muerte de su mujer. Pero de eso, de la muerte de su mujer, Gladys no pregunta, ni sabe, ni quiere saber. Con lo que vio en el noticiero le alcanza. Y lo que dicen algunos no le importa. Ella trabaja en la casa desde hace dos años, y la muerte de la señora fue hace dos años y medio o tres. Tres. Cree, eso le dijeron, no se acuerda la fecha justa. Ella le cumple al señor Chazarreta. Y él le paga bien, puntual, y no le hace problemas si se le rompe un vaso, o mancha alguna ropa con lavandina, o se le quema un poco una tarta. Una sola vez le hizo problema, mucho problema, cuando faltó algo, una foto, pero después el señor se dio cuenta de que no había sido ella, hasta se lo tuvo que reconocer. Perdón no pidió, pero le reconoció que ella no fue. Entonces Gladys Varela, aunque él no lo haya pedido, lo perdonó. Y además trata de no acordarse. Porque no sirve perdonar si uno no se saca la cosa de la cabeza, ella cree. Tiene mala cara, Chazarreta, es eso, pero quién puede pretender que su patrón no la tenga. Mucha desgracia alrededor para no tenerla.
La cola avanza. Una mujer se queja porque la patrona le impidió el acceso al barrio. ¿Por qué?, pregunta a los gritos. ¿Quién carajo se cree que es?, sigue gritando, ¿tanto lío por un queso de mierda? Pero Gladys no puede escuchar qué contesta el guardia de turno, desde el otro lado de la ventanilla, a las preguntas de la mujer que grita. Ella ahora pasa hecha una furia al lado de Gladys. Gladys se da cuenta de que la conoce, del colectivo interno, o de caminar juntas las primeras cuadras, no sabe, pero la conoce, la tiene vista. Todavía quedan tres hombres delante de ella, tres que parecen amigos entre sí, o que se conocen, o que trabajan juntos. A uno de los tres le lleva más tiempo el trámite porque no está registrado, entonces le piden el documento y le sacan una foto, y le precintan la bicicleta con un número de serie para que después salga con la misma bicicleta con la que entró. Y llaman al propietario para que autorice el ingreso. Antes de dejarlo pasar anotan la marca de la bicicleta, y el color, y el rodado, entonces Gladys se pregunta por qué además le precintan un número. ¿Será por si el que entra con la bicicleta encuentra una igualita pero más nueva, en mejor estado y sale con la otra? Demasiada suerte, piensa. Más que conseguir un boleto con número capicúa, o cantar cartón lleno en el bingo. Pero los hombres no se quejan del precinto, ni siquiera preguntan. Es lo que hay, reglas del juego. Aceptan. Y por un lado mejor, piensa Gladys, así uno puede demostrar cuando sale que no se llevó nada que no es suyo, que uno es decente. Mejor que anoten y que después no anden culpando porque sí. En eso está pensando Gladys, en que no anden culpando porque sí, cuando se le acerca la mujer que gritaba hasta hace unos minutos en la cola. Si sabés de algún trabajo, ¿me avisás?, le dice. Y ella le contesta que sí, que le avisa. La otra mujer le muestra su celular y le pide: Anotá. Gladys saca el suyo del bolsillo del buzo y marca los números que la otra le canta. La mujer le pide que marque su número y corte, así a ella también le queda grabado el suyo. Y le pregunta el nombre. Gladys, responde ella. Anabella, dice la otra, anotá: Anabella. Y ella graba ese nombre y ese número. La mujer ya no grita, la furia dio paso a alguna otra cosa. Una mezcla de rencor y resignación. Intercambia números de celular con otras mujeres de la cola; y después se va, callada.
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