Claudia Piñeiro - Las Viudas De Los Jueves

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Detrás de las paredes perimetrales, más allá de los portones reforzados por barreras y flanqueados por garitas de vigilancia, se encuentra Altos de la Cascada.
Afuera, la ruta, la barriada popular de Santa María de los Tigrecitos, la autopista, la ciudad, el resto del mundo.
En Altos de la Cascada viven familias que llevan un mismo estilo de vida y que quieren mantenerlo cueste lo que cueste.
Allí, en el country, un grupo de amigos se reúne semanalmente lejos de las miradas de sus hijos, sus empleadas domésticas y sus esposas, quienes, excluidas del encuentro varonil, se autodenominan, bromeando, "las viudas de los jueves".
Pero una noche de rutina se quiebra y ese hecho permite descubrir, en un país que se desmorona, el lado oscuro de una vida "perfecta".
"Una novela ágil, escrita en un lenguaje perfectamente adecuado al tema, un análisis implacable de un microcosmos social en acelerado proceso de decadencia." José Saramago
"Una novela coral, sólida y solvente, con un agudísimo retrato psicológico y social, no sólo de la Argentina de hoy sino del mundo acomodado occidental." Rosa Montero
"Una historia atrapante, de ritmo cinematográfico, sobre una clase social a la cual desnuda sin piedad, con la contundencia de un impacto en el estómago."

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Aplaudí una vez más y con más fuerza, y más de uno debe haber juzgado que estaba borracha. El mago hizo que Ronie cortara una soga en varias partes que luego volvían a estar unidas, y otra vez cortadas, con nudos y sin nudos, y así sucesivamente, más veces de las que la tensión reinante admitía. Luego un truco con argollas que provocó el chiste infalible. "Mira qué bien maneja la argolla, Ronito", dijo Roberto Cánepa sin ninguna sutileza. "Ay, gordo", dijo su mujer a modo de reproche, pero se rió como el resto.

Hasta que llegó el truco final. El mago pidió un billete. Ronie metió la mano en el bolsillo y sacó sólo monedas. "A buen puerto", dijo Insúa y se rió con ganas para que no quedaran dudas de que era una broma, y por lo tanto nadie pudiera ofenderse. Alguien del público amagó abrir la billetera, pero el Tano lo detuvo con un gesto. Sacó un billete de cien y lo extendió hacia el mago sin moverse, desde su lugar, medio enrollado a lo largo, como el billete extendido que terminará en el escote de una odalisca. El mago tuvo que acercarse abriéndose paso entre la gente, mientras el Tano no hacía más esfuerzo que sostenerlo en el aire. El mago tenía las manos transpiradas y el billete se le quedó pegado. "Gracias, señor…, muy amable", dijo y volvió al escenario tratando de no pisar a nadie.

El truco consistía en anotar la numeración del billete, doblarlo, guardarlo en una caja, quemarlo a través de la caja con un cigarrillo, y que luego el billete apareciera sano y salvo. "Años atrás, en lugar de este truco hacía el de la ayudante que la cortaba con el serrucho", dijo mientras preparaba el billete en la cajita, "pero de un tiempo a esta parte el truco del billete genera mucha más tensión en cierto público".

Nos reímos. Fue el primer chiste que sonó bien entonado. Hasta el Tano se rió, y pareció que la tensión aflojaba. El mago siguió con su tarea. Le pidió a Mariana Andrade el cigarrillo que estaba fumando. Lo hizo atravesar la cajita y el billete dentro de ella; el humo se oscureció y aumentó. El cigarrillo atravesó la caja y pasó del otro lado medio machucado. Una gota de sudor corría por el costado de la cara del mago, y temí que el truco hubiera fallado. Pero no. Devolvió el cigarrillo, hizo que Ronie abriera la caja, sacara el billete, lo desdoblara y se lo mostrara al público como tenía que ser: sano, intacto, utilizable. Constató la numeración. Era el mismo billete. Hubo un aplauso final sentido, más que por el truco en sí mismo, por la ¡ certeza de que el show terminaba. El mago le extendió el billete al Tano. "Quédatelo a cuenta. Seguro esto me va a salir más caro que un billete." El billete quedó un instante en el aire, entre ellos dos, y luego el mago lo dobló más prolija y lentamente que cuando hizo el truco, lo metió en su bolsillo, inclinó la cabeza y dijo otra vez: "Gracias, señor, muy amable".

Fuimos los últimos en irnos. Nos acompañaron hasta la entrada. El Tano sostenía a su mujer del hombro en el marco de la puerta, con la misma ambigüedad con que lo había hecho durante toda la noche. "Lo pasamos muy bien, gracias", dije, había que decir. "Estuvo muy ameno, ¿no?", me contestó Teresa. Miré a Ronie esperando que él contestara, pero no lo hizo y enseguida tapé su silencio. "Sí, muy ameno, gracias." Me preocupaba que Ronie no acompañara aunque sea con monosílabos mi saludo. Lo miré otra vez dándole pie. Hubo un pequeño silencio más y luego dijo: "¿Sabes cuál va a ser tu problema acá, Tano?". El Tano dudó. "Que no tenés rival." Los tres nos quedamos en silencio, seguramente ninguno terminaba de entender a qué se refería, y yo por mi parte sentí cierto temor. "No hay nadie que te pueda hacer partido, te vas a terminar aburriendo. Hace falta gente nueva, que juegue un tenis de tu nivel, Tano." El Tano entonces sonrió. Yo también. "Te encargo ese tema con los futuros clientes inmobiliarios, Virginia, punto uno del formulario de admisión: excelente nivel de tenis. Si no, no hay escritura." Otra vez más, antes de que acabara esa noche, festejamos un chiste que no nos hizo gracia. Terminamos de saludar y nos fuimos despacio, haciendo apenas ruido sobre el pasto mojado de rocío. A nuestras espaldas escuchamos la puerta de los Scaglia, cerrándose. Una puerta pesada, con un picaporte que funcionaba con la precisión de un instrumento de relojería.

Caminamos unos pasos más en silencio y cuando me sentí protegida por la distancia dije: "Te apuesto que la está cagando a pedos por lo del mago". Ronie me miró y negó con la cabeza. "Te apuesto que está pensando en un buen rival para el tenis."

8

Los primeros años en Altos de la Cascada Virginia se dedicó a criar a Juani y a disfrutar del deporte, de las caminatas bajo los árboles, de las nuevas amistades. Era una más de nosotros. Si nos vendió o alquiló alguna casa o terreno en aquella etapa fue seguramente una operación aislada en la que intervino sólo porque conocía a alguna de las partes. Se empezó a dedicar más oficialmente al negocio inmobiliario seis años después, cuando Ronie se quedó sin trabajo. Habían sido muchos años dedicados a administrar los campos de una familia amiga, así que le correspondió una indemnización interesante que les permitiría vivir sin demasiados problemas por un tiempo. Un plazo más corto o más largo según el nivel de gastos que llevaran de ahí en adelante. Y Ronie se lo tomó así, como un tiempo sabático e indeterminado. Antes de que ese tiempo expirara, él estaría generando otro ingreso, pensó. Pero Mavi no pensaba lo mismo, aunque no se lo dijera. Sospechaba las dificultades con las que se encontraría su marido a la hora de ponerse a buscar un nuevo empleo y no quería ver sangrar sus ahorros sin ninguna entrada que ayudara a aminorar la hemorragia. Reducción de gastos, le dijeron a Ronie, y al mes habían traído a un ingeniero agrónomo recién recibido a aprender lo que él había hecho durante tantos años sin título. El que para esa misma época y como espejos contrarios se había asegurado trabajo era nuestro presidente, el de la Nación, que gracias a la reforma de la Constitu ción que cambiaba a cuatro años su mandato, podía ser reelecto. Ronie no tuvo la misma suerte. Aunque en ese año signado por la muerte perder el trabajo era mal de muchos, pero no el peor castigo. Menos de un año después del atentado a la mutual judía, se mataba el hijo del presidente al caer su helicóptero, explotaba Fabricaciones Militares en Río Tercero matando a siete personas, y se iban ídolos como el boxeador que había tirado a su mujer por la ventana, o el primer campeón argentino de fórmula uno, que todo Balcarce despidió encendiendo el motor de su automóvil en el momento del entierro. Pero la muerte, la nuestra, la cercana, todavía estaba bastante lejos por aquella época.

"Mavi Guevara" fue la primera inmobiliaria manejada por alguien que conocía realmente La Cascada. Y a quien nosotros conocíamos. María Virginia Guevara. Virginia; nosotros nunca la llamábamos ni por el nombre completo ni por el abreviado, como si eso marcara una diferencia, porque el María Virginia correspondía a un pasado que desconocíamos y el Mavi era un nombre impuesto para los negocios. Antes de que Virginia apareciera oficialmente en el rubro, las casas las vendíamos y comprábamos por intermedio de inmobiliarias de San Isidro, Martínez, incluso de Capital, con un manejo impersonal, donde nadie conocía a nadie y los agentes nos mostraban los inmuebles como si fueran separables del piso en el que estaban plantados. Virginia instaló un estilo distinto. Nadie como ella sabía de los tesoros que guardaba cada casa. Ni de los defectos. Sabía que acá las calles no son rectas paralelas como en la ciudad, que su trazado no responde a patrones establecidos. Después de mostrar tres casas, el empleado de una inmobiliaria cualquiera podía confundir el este con el oeste, y terminar llamando a la guardia porque Altos de la Cascada se le convertía en un laberinto del que no podía salir ni siquiera volviendo sobre sus propios pasos. Como al Hansel del cuento que los pájaros le comieron las miguitas de pan, a los forasteros La Cascada les devora el sentido de orientación, los atrapa en su trazado de caminos donde todo parece igual y diferente al mismo tiempo. Virginia podría salir con los ojos cerrados. Cualquiera de nosotros podría. Sabemos de memoria detrás de qué arboleda sale el sol. Detrás de la casa de quién se pone. En verano o en invierno, que no es lo mismo. A qué hora canta el primer pájaro, por dónde pueden cruzarse un murciélago o una comadreja. Ese era uno de los puntos que más tenía en cuenta Virginia a la hora de mostrar un inmueble: los murciélagos y las comadrejas. Potenciales vecinos, desprevenidos, pueden creer que al llegar a Los Altos llegaron al Paraíso, y si se les cruza un animal de ese estilo, sin haber sido advertidos previamente, no se reponen del susto. A murciélagos o comadrejas no los detienen ninguna de las tres barreras, ni los alambrados perimetrales. Después uno se acostumbra, hasta les tomas simpatía, pero el primer impacto es fuerte, como una desilusión. Los que venimos de la ciudad traemos muchas fantasías, pero también muchos miedos. "Y para el negocio inmobiliario es bueno que mantengan las fantasías y que se saquen los miedos", tiene escrito Virginia en su libretita de apuntes en el capítulo dedicado a "Murciélagos, comadrejas, y otros bichos de La Cas cada". "Al menos hasta el día de la escritura", agregó entre paréntesis. Una libretita roja, con espiral, una especie de bitácora de su aprendizaje del negocio inmobiliario que llevaba a todas partes. Una liebre, en cambio, sí que estaba bien conceptuada al momento de mostrar una casa, sobre todo a una familia con chicos, "esa suele ser la parte de la naturaleza que les gusta ver".

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