Claudia Piñeiro - Las Viudas De Los Jueves

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Detrás de las paredes perimetrales, más allá de los portones reforzados por barreras y flanqueados por garitas de vigilancia, se encuentra Altos de la Cascada.
Afuera, la ruta, la barriada popular de Santa María de los Tigrecitos, la autopista, la ciudad, el resto del mundo.
En Altos de la Cascada viven familias que llevan un mismo estilo de vida y que quieren mantenerlo cueste lo que cueste.
Allí, en el country, un grupo de amigos se reúne semanalmente lejos de las miradas de sus hijos, sus empleadas domésticas y sus esposas, quienes, excluidas del encuentro varonil, se autodenominan, bromeando, "las viudas de los jueves".
Pero una noche de rutina se quiebra y ese hecho permite descubrir, en un país que se desmorona, el lado oscuro de una vida "perfecta".
"Una novela ágil, escrita en un lenguaje perfectamente adecuado al tema, un análisis implacable de un microcosmos social en acelerado proceso de decadencia." José Saramago
"Una novela coral, sólida y solvente, con un agudísimo retrato psicológico y social, no sólo de la Argentina de hoy sino del mundo acomodado occidental." Rosa Montero
"Una historia atrapante, de ritmo cinematográfico, sobre una clase social a la cual desnuda sin piedad, con la contundencia de un impacto en el estómago."

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Mariana bajó al comedor diario y prendió el televisor y un cigarrillo. Ernesto trabajaba en la computadora. Pasó de un canal al otro sin saber qué miraba. Sólo quería que pasara el tiempo, que ya fuera el día siguiente, y el otro, y el otro, y por fin el día en que se olvidara de quiénes habían sido sus hijos, y de dónde venían. Sobre todo la nena. Pedro era otra cosa, tenía apenas tres meses. Enseguida se le borrarían los olores, un aliento particular, una voz, un latido, un golpe. A su bebé lo iría haciendo a su medida. A la nena no. Sus ojos ya habían visto demasiadas cosas. Se le notaba. A Mariana le costaba mantenerle la mirada, le daba miedo. Como si esos ojos oscuros le pudieran mostrar lo que alguna vez vieron.

El despertador sonó a las siete y media. Mariana se levantó, se vistió y bajó a desayunar. Recién entonces le pidió a Antonia que despertara a Romina, le llevara el desayuno y la vistiera. Luego ella subiría a peinarla. Ernesto no las iba a acompañar. El hubiera querido, en esos eventos siempre se conoce a alguien que puede terminar siendo un buen contacto, o un buen cliente, y quería empezar a conocer la comunidad a la que ahora pertenecía. Pero Mariana le pidió que se quedara en casa con Pedro. Había tosido toda la noche, eso la tenía preocupada. Y Mariana preocupada era peor que perder cualquier tipo de negocio, él bien lo sabía.

Mariana subió al cuarto de la nena. La peinó lo mejor que pudo. El pelo de la nena era negro, brilloso, y rígido como alambre. El mismo día que los trajeron desde Corrientes los esperaba un peluquero. Todavía vivían en el departamento de Capital. En menos de cinco minutos la cabeza del bebé lucía totalmente rasurada. Pero con la nena, Mariana no podía hacer lo mismo. Aunque hubiera querido. Aquel día la nena jugaba con los mechones de pelo de su hermano desparramados por el suelo de la cocina, mientras Mariana, a un costado, le daba instrucciones al peluquero. "Tan corto no, tiene un pelo hermoso", dijo él. Mariana dudó, la miró, la nena sentada en el piso tenía la mirada clavada en el mosaico. La escoba de Antonia que barría el pelo muerto de su hermano le raspó la mano. "Córtele las puntas aunque sea, y rebájele un poco la cantidad", dijo Mariana. Pero el peluquero no pudo. En cuanto se acercaba con la tijera la nena entraba en una crisis de nervios. "Parece un gato encerrado", dijo Antonia. "Parece un gato herido", corrigió el peluquero. La nena sintió miedo; Mariana también. Aunque ya había pasado más de un mes de aquella primera tarde juntas, cada vez que Mariana la peinaba, la nena temblaba. "No te muevas que así no te puedo peinar", era todo lo que decía, y la nena hacía tanta fuerza para no moverse que terminaba cansada y dolorida. Le ató el pelo con una cinta escocesa, del mismo escocés que la pollera del uniforme, y le puso dos hebillas de carey marrón a cada costado que brillaban menos que su pelo. Mariana se preguntó dónde habría nacido. Y dónde sus padres. Que la hubieran ido a buscar a Corrientes no aseguraba nada. El nene sí, la madre estuvo internada en el hospital de Goya. Pero decían que la mamá no era de ahí. La nena podía ser correntina, pero también misionera, o chaqueña, o tucumana. Se inclinó por Tucumán. Mariana podía imaginársela dentro de unos años, robusta y maciza como una mujer tucumana que trabajaba en la casa de su amiga Sara como doméstica. Pedro también era robusto, pero poco a poco no se le iba a notar. Con suerte quizá no sean hijos del mismo padre y la genética lo beneficie, pensó. Medio hermano. Con la cabeza rasurada casi no se parecían. De bebé le pasaría la maquinita, una vez por semana si hiciera falta. Y de grande, pelo bien corto como Ernesto, y si era robusto mejor, lo pondrían de pilar en el equipo de rugby del colegio. Además la alimentación que recibiría sería siempre sana y la mejor, y eso ayudaría, pensó. Y deporte, mucho deporte. La nena, por más que se la pusiera a dieta o la matara a ejercicios, tenía los tobillos como macetas, y eso, Mariana lo sabía, no había forma de solucionarlo.

Le sacó las hebillas y se las volvió a poner. Un poco más alto. La nena la miraba casi sin parpadear. Mariana le contó del nuevo colegio, de la oportunidad que se le abría, de que uno no es nadie si no se maneja en inglés, de lo mucho que iba a tener que esforzarse. Después no le contó más, le pareció que no la escuchaba. Tomó la mochila de la nena y salió. La nena la siguió unos pasos atrás. Cuando pasó frente al cuarto de Pedro se escurrió dentro. "Chau, bebe", escuchó Mariana desde el pasillo. Fue a buscarla. "No lo despiertes, estuvo tosiendo toda la noche", dijo. Cuando ya estaban al pie de la escalera agregó: "Se dice bebé, no bebe". "Bebe", volvió a decir la nena sin acento, y Mariana ya no dijo nada.

Los alumnos formaban en el patio. Mariana averiguó cuál era la fila de primer grado y la dejó allí. La observó desde lejos. Era la más alta. La más grandota. Y la más oscura. El sol de la mañana rebotaba sobre su cabello. Mariana se puso a un costado. Algunos padres se quedaban hasta que se izara la bandera. Una mujer a su lado le hablaba. Ella también era nueva. Se acababan de mudar a la zona, como ellos. "¿Ustedes de qué colegio vienen?", preguntó. Mariana fingió no escuchar. Contó las cabezas de todas las chicas en la fila de primero "A". Seis rubias, ocho castañas claras, dos castañas oscuras. Y la nena. "¿La tuya cuál es?", insistió la mujer a su lado. "Aquella", dijo Mariana sin señalar. "¿La rubiecita del moño azul?" "No, la morocha grandota." La mujer buscó con la mirada y antes de que la encontrara, Mariana agregó: "Es adoptada". Empezaron a sonar las primeras estrofas del Himno.

7

La primera señal de que formaríamos parte de grupo de amigos más reducido de los Scaglia nos llegó unos meses después de su mudanza. Yo estaba entrando a la ducha, apurada, había citado a un cliente para mostrarle una casa que salía a la venta, y me había quedado dormida. El uno a uno había reactivado el mercado. Yo no entendía bien por qué, si lo terrenos valían cada vez más en dólares; nunca entendí demasiado de variables económicas y efecto cruzados, pero la gente que podía invertir estaba contenta, y yo también. Sonó el teléfono. Salí corriendo a atender pensando que era mi cliente. Casi me resbalo con los pies mojados. Era Teresa. "Los queremos invitar a casa el miércoles a la noche, Virginia, a eso de las nueve. Vamos a ser unas diez parejas amigas y nos gustaría que ustedes vinieran, es el cumpleaños del Tano."

Antes de esa primera invitación, Ronie se había cruzado al Tano un par de veces en la cancha de tenis, y en una oportunidad habían tomado algo juntos después de un partido. Yo no los había vuelto a ver desde la escritura; en la etapa de la construcción sólo se los veía rodeados de arquitectos, y aunque estuve tentada de cruzarme varias veces, la actitud, sobre todo la del Tano, desalentaba cualquier acercamiento. Por lo que supe, no era la única intimidada. Estaba claro que el Tano era quien elegía con quién quería juntarse y con quién no. Uno no podía tomar la iniciativa de acercársele a menos que él diera una clara señal. Y rechazar una invitación suya tampoco era una decisión fácil de tomar. Les había llevado flores el día de la mudanza, con una tarjeta que decía: "Cuenten conmigo para lo que necesiten, su vecina, Virginia". A todos mis clientes, apenas mudados, les mandaba flores con esa tarjeta. Era un intento de tratar de correrme del rol de agente inmobiliario después de que se concretaban las operaciones, por eso firmaba Virginia, y no Mavi, el apócope de María Virginia que había adoptado para identificarme profesionalmente. Si no, los amigos nunca dejaban de ser potenciales clientes, y los clientes no pasaban de potenciales amigos. Lo tengo escrito en mi libreta roja. Todo se mezcla muy raro en La Cascada. Será porque en este lugar la definición del término amistad es demasiado amplia, tanto, que termina siendo estrecha.

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