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Anna Gavalda: El consuelo

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Anna Gavalda El consuelo

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Charles Balanda tiene 47 años y una vida que a muchos les parecería envidiable. Casado y arquitecto de éxito, pasa las horas entre aviones y aeropuertos. Pero un día se entera de la muerte de Anouk, una mujer a la que amó durante su infancia y adolescencia, y los cimientos sobre los que había construido su vida empiezan a resquebrajarse: pierde el sueño, el apetito y abandona planes y proyectos. Será el recuerdo de Anouk, una persona tremendamente especial que no supo ni pudo vivir como el resto del mundo, lo que le impulsará a dar un giro radical y cambiar su destino.

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– No hay problema -añadió Alexis-, yo ya he tenido bastante folclore en mi vida…

Buscaron a Lucas, que jugaba al escondite con los muertos.

– ¿Sabes…? Era sincero cuando me llamaste la primera vez… Y sigo pensando que…

Le indicó con un gesto que no importaba, que no hacía falta que se justificara, que…

– Pero cuando vi todo lo que hacían ellos por ese chucho, me…

– ¿Balanda? Me gustaría que hicieras el viaje conmigo… Su amigo asintió.

* * *

Más tarde, mientras volvían por la carretera.

– Dime una cosa… ¿vas en serio con Kate?

– Qué va. En absoluto. Sólo me pienso casar con ella y adoptar a todos esos niños. Y ya que estoy, también a los animales… Pienso elegir a la llama como dama de honor.

Reconoció esa risa.

Al cabo de unos cuantos pasos silenciosos.

– ¿No crees que se parece a mi madre?

– No -se protegió.

– Sí… Yo encuentro que sí. Es igual. Sólo que más fuerte…

15

Pasó a recogerlo a la estación y fueron directamente al vertedero. Vestían los dos camisa blanca y chaqueta clara.

Cuando llegaron, ya había ahí dos tíos grandotes quitando la lápida.

Con las manos a la espalda y sin pronunciar una sola palabra, los observaron subir el ataúd a la superficie. Alexis lloraba, Charles no. Recordaba lo que había consultado la víspera en el diccionario:

Exhumar, v. tr. Volver a la actualidad cosas ya olvidadas. Desenterrar, recordar, rememorar, resucitar, revivir.

Los encorbatados de las pompas fúnebres se encargaron del resto de la operación. La llevaron hasta el coche y cerraron las puertas con los tres dentro.

Estaban sentados uno en frente del otro y separados por una extraña mesa baja de madera de abeto…

– De haberlo sabido, me habría traído una baraja -bromeó Alexis.

– No, por favor… ¡Aún habría sido capaz de hacernos trampas!

En los baches y en las curvas apoyaban instintivamente la mano sobre aquella que iba sujeta y requetesujeta para que no resbalara. Y, una vez que ya estaban allí, las manos, me refiero, las dejaban largo rato y, con el pretexto de seguir con los dedos los dibujos de la madera, la acariciaban a escondidas.

Hablaron poco entre ellos y de temas sin importancia. Del trabajo de ambos, de sus problemas de espalda, de dolores de muelas, de la diferencia de precio entre un puente de un dentista de ciudad y de otro de campo, del coche que se tenía que comprar, de los mejores concesionarios de automóviles de ocasión, del abono de aparcamiento en la estación y de esa grieta en el hueco de la escalera de Alexis… De lo que había opinado el perito y del modelo de carta que Charles le daría para el seguro.

Ni uno ni otro, era obvio, tenía ganas de exhumar nada más que el cuerpo de esa mujer que los había querido tanto.

Aunque en un momento dado, y tenía que sacar él el tema porque era siempre él quien determinaba los ambientes y tamizaba la iluminación, evocaron el recuerdo de Nounou.

No. El recuerdo, no; la presencia más bien. La vitalidad, el brío de ese personajillo enjoyado que siempre les traía un bollo relleno de chocolate a la salida del colegio.

– Nounou… ya estamos hasta las narices de bollos con chocolate… ¿La próxima vez no nos puedes traer otra cosa?

– ¿Y el mito qué, pequeñines míos? ¿Y el mito qué? -contestaba él, sacudiendo con la mano las migas de las pecheras de sus camisas-. Si os traigo otra cosa, terminaréis por olvidaros de mí, mientras que así, ya lo veréis, ¡os dejo migas para toda la vida!

Ya lo veían, sí.

– Un día tendríamos que ir a verlo con los niños -propuso Alexis más alegre.

– Pfff… -suspiró, exagerando ese «pfff» (era un pésimo actor)-, ¿tú sabes dónde está?

– No… Pero podríamos preguntárselo a…

– ¿A quién? -replicó el fatalista-. ¿Al Círculo de Amigos de los Viejos Mariposones?

– ¿Cómo se llamaba…?

– Gigi Rubirosa.

– ¡Joder, sí, eso es! ¿Y todavía te acuerdas?

– Pues no, justamente. He estado tratando de acordarme desde que recibí tu carta, pero me acaba de volver a la memoria en este preciso momento.

– ¿Cuál era su verdadero nombre?

– Nunca lo supe…

– Gigi… -murmuró Alexis pensativo-, Gigi Rubirosa…

– Sí, Gigi Rubirosa, el gran amigo de Orlanda Marshall y de Jackie la Moule…

– ¿Cómo te acuerdas de todo eso?

– Nunca olvido nada. Por desgracia.

Silencio.

– Bueno… nada de lo que merece la pena recordar…

Silencio.

– Charles… -murmuró el ex yonqui.

– Calla.

– Tendrá que salir, sin embargo…

– Vale, pero otro día, ¿eh? Una vez tú y una vez yo… Es que es verdad, joder -fingió enfadarse-, ¡qué pesados sois los Le Men con vuestros psicodramas! ¡Lleváis así cuarenta años! ¡¿¿¿Y qué pasa con el descanso de los vivos, eh???!

Levantó del suelo su maletín. Tras un segundo de vacilación, lo dejó delante de él, sacó sus proyectos y le demostró a Anouk, apoyándose sobre ella, que no, tu vois, je n’ai pas changé, je suis toujours ce jeune homme étranger qui, etc. [7]

A Nounou le había gustado esa canción más que a nadie…

Y los manuales de instrucciones, mira, siempre los hay a montones… También los recuerdos y los anhelos… Et la vie separe ceux qui… ni ni ni… Tout doucement, sansfaire de bruit…[8]

Lo de Cora Vaucaire era diferente. La había conocido bien…

– ¿Qué estás tarareando?

– Chorradas.

* * *

Era casi la una cuando llegaron al pueblo. Alexis propuso a los enterradores invitarlos a almorzar en el bar.

Éstos vacilaron. Tenían prisa y no les gustaba dejar la mercancía al sol.

– Vamos… si es un momento nada más… -insistió.

– Luego podrán marcharse a tumba abierta -bromeó.

– Nadie se enterará de que se han entretenido un rato, somos una tumba -añadió Alexis.

Y ambos se partieron de risa como los dos jóvenes idiotas que nunca habían dejado de ser.

Tras el último sorbo de cerveza, volvieron a sus cuerdas y sus poleas.

* * *

Cuando Anouk estuvo de nuevo al fresco, Alexis se acercó a la fosa, se quedó parado, bajó la cabeza y…

– ¿Le importa apartarse, señor? -lo turbaron.

– ¿Cómo?

– Mire, es que ahora ya sí que tenemos la hora pegada… Así que vamos a meter el otro ahora mismo, y así ya podrá recogerse luego…

– ¿El otro qué? -se sorprendió Alexis.

– Pues… el otro…

Alexis se dio la vuelta, descubrió un segundo ataúd apoyado sobre unos caballetes junto a la familia Vanneton-Marchanboeuf, volvió a dar un respingo y captó la sonrisa de su amigo.

– ¿Qué… quién es?

– Vamos… Haz un esfuerzo… ¿Es que no ves las boas y los lazos rosas en las asas?

Alexis se derrumbó, y tardó mucho en consolarlo de esa sorpresa.

– ¿Có… cómo lo has hecho? -tartamudeó, mientras los profesionales guardaban su material.

– Lo compré.

– ¿Eh?

– Para empezar recordaba muy bien su nombre. También es que le he dado bastante al coco estos últimos meses… Luego fui a ver a su sobrino y lo compré.

– No te entiendo.

– No hay nada que entender. Estábamos sentados bebiendo una copa, hablando; el normando no estaba de acuerdo, se le hacía raro, decía, y a mí me hacía gracia que esta gente que se había metido tanto con él cuando estaba vivo se mostrara de pronto tan delicada con sus restos mortales… Entonces me puse a la altura de su zafiedad y saqué el talonario.

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