Excitada por el recuerdo, Nell volvió a acariciar la portada. El libro había sido un regalo de Eliza. Lo abrió con cuidado en el lugar donde la cinta marcapáginas había permanecido durante sesenta años. Era de color púrpura oscuro, sólo levemente desflecada en donde la tela había comenzado a deshacerse, y marcaba el comienzo de una historia titulada «Los ojos de la vieja». Nell comenzó a leer sobre la joven princesa que no sabía que era una princesa, que viajó cruzando el mar hacia la tierra de objetos perdidos para traer de regreso la visión perdida de la vieja. Le resultaba lejanamente familiar, como un cuento disfrutado en la infancia. Nell colocó la cinta en el nuevo lugar y cerró el libro, dejándolo sobre la repisa de la ventana.
Frunció el ceño y se acercó. Había un espacio en el lomo en donde había estado la cinta.
Nell volvió a abrir el libro; las páginas se abrieron automáticamente por «Los ojos de la vieja». Pasó el dedo por el interior del lomo…
Faltaban algunas páginas. No muchas, sólo cinco o seis, apenas si se notaba, pero así y todo, faltaban.
El corte era limpio. No había bordes desgarrados, junto a la encuadernación. Tal vez fue hecho con un cortaplumas.
Nell cotejó el número de páginas. Pasaban de la cincuenta y cuatro a la sesenta y uno.
El hueco ocupaba perfectamente el espacio entre dos relatos…
El huevo de oro
Por Eliza Makepeace
Hace mucho tiempo, cuando buscar era encontrar, vivía una joven dama en una pequeña cabaña en la frontera de un reino grande y próspero. La dama tenía pocos recursos y su cabaña estaba escondida tan profundamente en los oscuros bosques que no era visible a simple vista. Había quienes, hacía mucho, habían sabido de la pequeña cabaña con su hogar de piedra, pero tales gentes habían muerto hacía ya mucho, y la Madre Tiempo había arrojado un velo de olvido en torno a la cabaña.
Además de los pájaros que venían a cantar a su ventana, y los animales del bosque que iban en busca del calor de su hogar, la dama estaba sola. Sin embargo nunca se sentía solitaria o infeliz, porque estaba muy ocupada para andar buscando compañía que nunca tuvo.
En lo más profundo del corazón de la cabaña, detrás de una puerta especial con un brillante cerrojo, había un objeto muy preciado. Un huevo de oro cuyo brillo, se decía, era tan resplandeciente, tan hermoso, que quienes posaban en él sus ojos quedaban ciegos al instante. El Huevo de Oro era tan arcaico que nadie podía recordar exactamente su antigüedad, y durante infinitas generaciones la familia de la dama había estado a cargo de su cuidado.
La dama no cuestionaba esta responsabilidad, porque sabía que era su destino. El huevo debía ser mantenido a salvo y bien escondido. Más importante aún, la existencia del huevo debía ser mantenida en secreto. Muchos años antes, cuando el reino era nuevo, grandes guerras habían tenido lugar por el Huevo de Oro, porque la leyenda aseguraba que tenía propiedades mágicas y podía garantizar a su poseedor lo que su corazón deseara.
Así fue, pues, que la dama continuó su custodia. Durante el día se sentaba en la pequeña rueca junto a la ventana de la cabaña, cantando feliz con los pájaros que se congregaban para verla trabajar. Durante la noche ofrecía refugio a sus amigos animales y dormía al calor de la cabaña, calentada por dentro por el brillo del Huevo de Oro. Y ella siempre recordaba que no había nada más importante que proteger el derecho de nacimiento.
Entretanto, muy lejos, en el gran palacio del reino, vivía una joven princesa que era buena y bella, pero muy infeliz. Su salud era delicada y no importaba por dónde su madre, la Reina, buscara la magia o medicina, nada podía hallarse que sanara a la Princesa. Había quienes murmuraban que de pequeña un malvado boticario la había maldecido con eterna mala salud, pero nadie se atrevía a decir tales cosas en voz alta. Porque la Reina era una soberana cruel cuya ira sus súbditos temían justamente.
La hija de la Reina, sin embargo, era lo más preciado de su madre. Cada mañana, la Reina la visitaba en su lecho, pero, horror, cada mañana la Princesa estaba igual: pálida, débil y agotada.
– Es todo lo que deseo, Madre -susurraba-, fuerza para caminar por los jardines del castillo, bailar en los bailes del castillo, nadar en las aguas del castillo. El estar bien es lo que mi corazón desea.
La Reina tenía un espejo mágico con el que observaba las idas y venidas del reino, y día tras día preguntaba:
– Espejo mío, mejor amigo, muéstrame el sanador que pondrá fin a este horror.
Pero cada día el espejo daba la misma respuesta:
– No hay nadie, Reina mía, en toda la comarca, que pueda sanarla con las labores de sus esfuerzos.
Pero un día sucedió que la Reina estaba tan agobiada por el estado de su hija que olvidó hacerle a su espejo la pregunta de siempre. En cambio, comenzó a sollozar, diciendo:
– Espejo mío, que tanto admiro, muéstrame cómo satisfacer el deseo del corazón de mi hija.
El espejo guardó silencio por un momento, pero dentro de su centro de cristal comenzó a formarse una imagen, una pequeña cabaña en medio de un oscuro bosque, con el humo brotando de una chimenea de piedra. Al otro lado de la ventana se sentaba una joven dama, haciendo girar la rueca y cantando con los pájaros en el marco de la ventana.
– ¿Qué es esto que me muestras? -dijo sin aliento la Reina-. ¿Es esta joven una sanadora?
La voz del espejo fue grave y sombría:
– En los oscuros límites de las fronteras del reino hay una cabaña. Dentro hay un huevo de oro que tiene el poder de conceder a su poseedor lo que su corazón desee. La dama a quien ves es la guardiana del Huevo de Oro.
– ¿Cómo puedo obtener el huevo de ella? -dijo la Reina.
– Ella cumple su cometido por el bien del reino -dijo el espejo-, y no consentirá fácilmente.
– ¿Entonces qué debo hacer?
Pero el espejo mágico no tenía más respuestas, y la imagen de la cabaña se desvaneció y sólo quedó el espejo. La Reina alzó el mentón y miró el reflejo de la punta de su larga nariz, sosteniendo su mirada hasta que una leve sonrisa se formó en sus labios.
A la mañana siguiente temprano, la Reina llamó a la criada de más confianza de la Princesa. Una muchacha que había vivido en el reino toda su vida, y en quien la Reina confiaba para llevar a cabo cualquier tarea que fuera necesaria para asegurar la salud y felicidad de la Princesa. La Reina dio órdenes a la criada para que fuera a buscar el Huevo de Oro.
La criada partió cruzando el reino en dirección a los bosques oscuros. Durante tres días y tres noches caminó hacia el este y para el crepúsculo del tercer día, llegó a los límites del bosque. Entró pasando sobre las ramas caídas y abrió un sendero a través del follaje, hasta que por fin, de pie en un claro frente a ella, vio una pequeña cabaña de donde un dulce humo brotaba de la chimenea.
La criada golpeó a la puerta y esperó. Cuando se abrió, una joven dama estaba de pie al otro lado, y aunque sorprendida de ver a una visitante a su puerta, una generosa sonrisa se esparció por su rostro. Se hizo a un lado e invitó a la criada a entrar.
– Estás cansada -dijo la dama-. Vienes de lejos. Ven y siéntate al calor del fuego.
La criada siguió a la dama y se sentó sobre un almohadón junto al fuego. La dama de la cabaña le dio un cuenco de caldo caliente y se sentó en silencio tejiendo, mientras su invitada comía. El fuego crepitaba en el hogar y el calor de la habitación hizo que la criada tuviera mucho sueño. Sus ganas de dormir eran tan fuertes que se habría olvidado de su misión si la dama de la cabaña no hubiera dicho:
– Eres bienvenida, desconocida, pero debes perdonarme si te pregunto si hay algún motivo para tu visita.
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