– ¿De veras? ¿Estás seguro?
El le sonrió, sosteniendo su mirada por un momento antes de apartarla.
– Ya me conoces. Siempre feliz de poder ayudar.
Cassandra sonrió en respuesta, volviendo su atención a la superficie de la mesa mientras se arrebolaban sus mejillas. Algo en Christian hacía que volviera a sentirse como si tuviera trece años. Y era un sentimiento tan fresco, tan nostálgico -el desplazarse a un tiempo y a un lugar teniendo toda la vida por delante-, que ansió aferrarse a él. Hacer a un lado el sentimiento de culpa de que estar disfrutando de la compañía de Christian era, de alguna manera, ser desleal a Nick y a Leo.
– Pero ¿por qué Eliza iba a esperar hasta 1913 -Christian miró a Ruby y a Cassandra- para llevarse a Nell? Quiero decir, ¿por qué no lo hizo antes?
Cassandra pasó la mano lentamente por la superficie de la mesa. Miró la luz de la vela salpicar su piel.
– Creo que lo hizo porque Rose y Nathaniel murieron en el accidente ferroviario. Mi suposición es que a pesar de sus sentimientos encontrados, estaba dispuesta a mantenerse al margen mientras Rose fuera feliz.
– Pero una vez que Rose murió…
– Exactamente. -Lo miró. Algo en la seriedad de su expresión le dio escalofríos-. Una vez que Rose murió, ella no pudo tolerar que Ivory permaneciera en Blackhurst. Creo que tomó a la pequeña e intentó devolvérsela a Mary.
– Entonces ¿por qué no lo hizo? ¿Por qué la puso en el barco rumbo a Australia?
Cassandra suspiró y la llama de la vela cercana tembló.
– Todavía no he resuelto esa parte.
Tampoco tenía claro cuánto de la historia sabía William Martin cuando conoció a Nell en 1975. Mary era su hermana. ¿No llegó a saber que estaba embarazada? ¿Que había dado a luz a una criatura y luego no la había criado? Y seguramente si supo que estaba embarazada, si hubiera sabido el papel que Eliza jugó en la adopción extraoficial, ¿no se lo habría dicho a Nell? Después de todo, si Mary era la madre de Nell, entonces William era su tío. Cassandra no podía creer que el marino hubiera permanecido en silencio si una sobrina perdida largo tiempo atrás aparecía en su puerta.
Sin embargo, no había mención alguna de ningún tipo de reconocimiento por parte de William en la libreta de Nell. Cassandra había revisado las páginas, en busca de pistas que podía haber pasado por alto. William no había dicho ni hecho nada para sugerir que Nell era pariente suya.
Era posible, claro, que William no hubiera sabido que Mary estaba embarazada. Cassandra había oído de tales hechos, en revistas y en los programas televisivos estadounidenses, muchachas que ocultaban su embarazo durante nueve meses. Y tenía sentido que Mary lo hubiera hecho. A fin de que el intercambio funcionara, Rose debía de haber insistido en la discreción. Ella no podía permitir que la pequeña aldea estuviera al tanto de que el bebé no era suyo.
Pero ¿era posible que una muchacha se quedara embarazada, se comprometiera con su novio, perdiera su trabajo, entregara la criatura, volviera a su vida de siempre, y que nadie supiera de ello? Había algo que Cassandra estaba pasando por alto, sin duda.
– Es como el cuento de hadas de Eliza, ¿no?
Cassandra miró a Christian.
– ¿El qué?
– Todo el asunto: Rose, Eliza, Mary, el bebé. ¿No te recuerda a «El huevo de oro»?
Cassandra negó con la cabeza. El nombre no le resultaba familiar.
– Está en Cuentos mágicos para niñas y niños.
– No en mi copia, debemos de tener ediciones distintas.
– Hubo sólo una edición. Por eso son tan escasos.
Cassandra se encogió de hombros.
– Nunca lo he visto.
Ruby sacudió la mano.
– ¿Qué más da? ¿A quién le importa cuántas ediciones hubo? Cuéntanos la historia, Christian. ¿Qué te hace pensar que trata sobre Mary y el bebé?
– La verdad es que «El huevo de oro» es un cuento raro; siempre me lo pareció. Diferente a los otros cuentos de hadas, más triste y con una estructura moral más endeble. Es sobre una reina malvada que obliga a una joven dama a entregar su huevo de oro mágico para sanar a la princesa enferma. La dama, al principio, se resiste, porque cuidar del huevo es el trabajo de su vida -su derecho de nacimiento, creo que dice- pero la reina insiste hasta disuadirla, porque está convencida de que, si no lo hace, la princesa sufrirá de tristeza eternamente y el reino se verá maldito con un invierno perpetuo. Hay un personaje que hace de intermediario en la transacción, la criada de la dama. Ella trabaja para la princesa y la reina, pero cuando llega el momento trata de convencer a la dama de que no entregue el huevo. Es como si se diera cuenta de que el huevo es parte de la dama, y que sin él la dama no tendrá propósito, motivo para vivir. Que es lo que sucede, exactamente: ella entrega el huevo y arruina su vida.
– ¿Tú crees que la criada de la dama era Eliza? -dijo Cassandra.
– Casa con la historia, ¿no crees?
Ruby apoyó su mentón en el puño.
– Déjame ver si lo entiendo, ¿dices que el huevo era la niña? ¿Nell?
– Sí.
– ¿Y Eliza escribió la historia como modo de expiar su culpa?
Christian sacudió la cabeza.
– No tanto culpa. La historia no parece lidiar con la culpa, sino más bien con la tristeza. Por ella y por Mary. Y de alguna manera, por Rose. Los personajes de la historia hacen todos lo que consideran correcto, es sólo que no puede haber final feliz para todos.
Cassandra se mordió el labio, pensativa.
– ¿De veras crees que un cuento de hadas para niños puede ser autobiográfico?
– No exactamente autobiográfico, no en sentido literal, a menos que haya tenido algunas experiencias muy locas. -Alzó las cejas al pensarlo-. Supongo que Eliza se basó en fragmentos de su propia vida al volverlos ficción. ¿No es eso lo que hacen los escritores?
– No lo sé. ¿Eso hacen?
– Traeré «El huevo de oro» mañana -dijo Christian-. Así podrás juzgar por ti misma. -La cálida luz ocre de la vela acentuaba sus mejillas, haciendo que brillara su piel. Sonrió con timidez-. Sus cuentos de hadas son la única voz que le quedaba a Eliza. ¿Quién sabe qué otra cosa estará intentando decirnos?
* * *
Después de que Christian se marchara de regreso al pueblo, Ruby y Cassandra prepararon sus sacos de dormir sobre los colchones de gomaespuma que él les había traído. Habían decidido quedarse en el piso inferior para aprovechar el calor del horno todavía tibio, apartando a un lado la mesa para hacer sitio. El viento marino soplaba gentilmente a través de las rendijas de las puertas, sobre los zócalos. La casa olía a tierra húmeda, más de lo que Cassandra había notado durante el día.
– Ésta es la parte en la que nos contamos mutuamente historias de fantasmas -susurró Ruby, girándose pesadamente para mirar a Cassandra. Sonrió, su rostro en sombras bajo la luz parpadeante-. Qué divertido. ¿Te he dicho lo afortunada que eres por tener una cabaña con fantasmas en el borde de un acantilado?
– Una o dos veces.
Sonrió con algo de atrevimiento.
– ¿Y qué me dices de lo afortunada que eres por tener un «amigo» como Christian, guapo, inteligente y amable?
Cassandra se concentró en la cremallera de su saco de dormir, y la cerró con una precisión y cuidado que sobrepasaba en mucho a la tarea.
– Un «amigo» que obviamente cree que tú haces que el sol brille.
– Oh, Ruby. -Cassandra sacudió la cabeza-. No piensa así. Es que le gusta ayudar en el jardín.
Ruby enarcó las cejas, divertida.
– Claro, claro, le gusta el jardín. Por eso se ha pasado estas semanas trabajando por nada.
– ¡Es verdad!
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