Kate Morton - El jardín olvidado

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Una niña desaparecida en el siglo XX…
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, una niña es abandonada en un barco con destino a Australia. Una misteriosa mujer llamada la Autora ha prometido cuidar de ella, pero la Autora desaparece sin dejar rastro…
Un terrible secreto sale a la luz…
En la noche de su veintiún cumpleaños, Nell O’Connor descubre que es adoptada, lo que cambiará su vida para siempre. Décadas más tarde, se embarca en la búsqueda de la verdad de sus antepasados que la lleva a la ventosa costa de Cornualles.
Una misteriosa herencia que llega en el siglo XXI…
A la muerte de Nell, su nieta Casandra recibe una inesperada herencia: una cabaña y su olvidado jardín en las tierras de Cornualles que es conocido por la gente por los secretos que estos esconden. Aquí es donde Casandra descubrirá finalmente la verdad sobre la familia y resolverá el misterio, que se remonta un siglo, de una niña desaparecida.

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Abrió la puerta y la empujó para abrirla. Se acercaba el invierno y la cabaña estaba fría. El aire inmóvil flotaba espeso y pesado en el vestíbulo. Nell llevó la maleta al piso superior, al dormitorio. Le agradaba mirar hacia el mar plateado; durante su última visita le había echado el ojo a una pequeña silla de mimbre en un rincón del cuarto que serviría muy bien a sus propósitos. El mimbre se había desprendido en el respaldo, pero eso no era impedimento. Nell acomodó la silla junto a la ventana, se sentó con cuidado y abrió la maleta blanca.

Hojeó los papeles en su interior: las notas de Robyn sobre la familia Mountrachet, los datos facilitados por el detective que había contratado para averiguar el paradero de Eliza, búsquedas y correspondencia de los abogados locales sobre su compra de la Cabaña del Acantilado. Nell encontró la carta que describía los límites de la propiedad y la volvió para estudiar el plano catastral. Podía ver con claridad la zona que el joven Christian le había dicho que era su jardín. Se preguntó quién habría tabicado la entrada, y por qué.

Mientras se lo preguntaba, el papel cayó de las manos de Nell y revoloteó hasta el suelo. Se inclinó para tomarlo y algo le llamó la atención. La humedad había curvado el zócalo, soltándolo de la pared. Un pedazo de papel estaba metido detrás. Nell tomó una esquina con sus dedos y lo sacó.

Un pequeño pedazo de cartulina, descolorido, en el que había sido dibujado el rostro de una mujer, flanqueado por un arco de zarzas. Nell reconoció en él el retrato que había visto en el museo de Londres. Era Eliza Makepeace, pero había algo diferente en este boceto. A diferencia del retrato de Nathaniel Walker en Londres que la hacía aparecer intocable, éste era de una naturaleza más íntima. Algo en los ojos sugería que este artista había estado más familiarizado con Eliza que Nathaniel. Líneas firmes, ciertas curvas, y la expresión: algo en sus ojos compelía y confrontaba a Nell.

Alisó la superficie de la cartulina. Pensar que había estado allí escondido durante tanto tiempo… Sacó el libro de cuentos de hadas de la maleta. No estaba segura exactamente de por qué lo había traído con ella a la cabaña, sólo que le había parecido una agradable simetría el llevar las historias a su casa, de regreso al mismo lugar en donde Eliza Makepeace las había escrito. Sin duda una tontería, increíblemente sentimental, pero así era. Ahora Nell estaba contenta de haberlo hecho. Abrió la tapa y guardó el dibujo dentro. Allí estaría a salvo.

Se reclinó contra la silla y pasó los dedos por la cubierta del libro, el cuero suave y el relieve central con la ilustración de una dama y un fauno. Era un libro hermoso, tan hermoso como cualquiera de los que habían pasado por el negocio de antigüedades de Nell. Y estaba muy bien conservado, las décadas pasadas al cuidado de Hugh no le había causado daño alguno.

Aunque eran épocas más tempranas las que quería recordar, Nell se halló volviendo mentalmente una y otra vez a Hugh. En particular, las noches en las que le había leído las historias del libro de cuentos de hadas. Lil se había preocupado, convencida de que serían demasiado escabrosas para una niña, pero Hugh había comprendido. Por las noches, después de cenar, cuando Lil estaba recogiendo las cosas, él se dejaba caer en su silla de mimbre y Nell se acurrucaba en su regazo. El agradable peso de sus brazos en torno a ella mientras tomaba el libro, el leve olor a tabaco de su camisa, los ásperos bigotes en la cálida mejilla que le enredaban el cabello.

Nell suspiró hondo. Hugh la había tratado bien, a ella y a Lil. De todos modos, los apartó de su mente y retrocedió aún más en su memoria. Porque había una época anterior a Hugh, un tiempo antes del viaje en barco a Maryborough, la época de Blackhurst y la cabaña y la Autora.

Ahí: una silla de jardín, blanca, de mimbre, sol, mariposas. Nell cerró los ojos y agarró sus recuerdos por la cola, dejó que le arrastraran a un cálido día de verano, un jardín en donde las sombras se derramaban frescas sobre la hierba. El aire lleno del aroma de las flores cálidas de sol…

La niñita fingía ser una mariposa. Una corona tejida de flores le coronaba la cabeza y ella estaba extendiendo los brazos a los costados, corriendo en círculos, haciendo como que volaba, mientras el sol le calentaba las alas. Se sentía tan bien mientras el sol volvía plateado el algodón blanco de su vestido…

– Ivory.

Al principio la pequeña no la escuchó, porque las mariposas no hablan el idioma de los hombres. Cantan en un tono más dulce con palabras tan hermosas que los adultos no las pueden escuchar. Sólo los niños saben cuándo llaman.

– Ivory, ven rápido.

Había una severidad en la voz de mamá que hizo que la niña girara y revoloteara en dirección a la blanca silla del jardín.

– Ven, ven -dijo mamá, extendiendo los brazos, llamándola con las pálidas puntas de sus dedos.

Con una felicidad tibia que se expandía bajo su piel, la niñita se acercó. Mamá tomó en sus brazos la cintura de la niñita y apretó sus fríos labios contra la piel de detrás de la oreja.

– Soy una mariposa -dijo la niña-. Este banco es mi crisálida…

– Shhh. Ahora quieta. -El rostro de mamá seguía apretado contra ella y la pequeña se dio cuenta de que estaba mirando algo que estaba más allá. Se volvió para ver qué era lo que tanto llamaba su atención.

Una dama se les acercaba. La niña entrecerró los ojos frente al sol para poder discernir ese espejismo. Porque esa dama era diferente a las otras que venían a visitar a mamá y a la abuela, las que se quedaban para tomar el té y jugar al bridge. Esta dama parecía una niña que se hubiera estirado hasta alcanzar la altura de un adulto. Vestía un vestido de algodón blanco y sus cabellos rojos estaban atados con descuido.

La niñita miró buscando el carruaje que debía de haber llevado a la dama hasta la entrada, pero no había ninguno. Parecía que se hubiera materializado en el aire, como por arte de magia.

Entonces la niña se dio cuenta. Contuvo la respiración, llena de asombro. La dama no venía caminando desde la entrada, sino que venía desde el interior del laberinto.

La pequeña tenía prohibido entrar en el jardín. Era una de las primeras y más serias reglas; tanto su madre como la abuela le estaban recordando siempre que el camino era oscuro y lleno de innombrables peligros. Tan seria era la orden que incluso papá, en quien se podía confiar, no se atrevía a desobedecerla.

La dama se dirigía apresuradamente hacia ellas, a medias caminando, a medias dando saltitos. Llevaba algo consigo, un paquete envuelto en papel marrón, bajo el brazo.

Los brazos de su mamá se apretaron en torno a la cintura de la pequeña, de modo que el placer se volvió incomodidad.

La dama se detuvo ante ellas.

– Hola, Rose.

La pequeña sabía que ése era el nombre de mamá, y sin embargo no respondió al saludo.

– Sé que no debo venir. -Una voz como de plata, con una hebra de telaraña, que a la niña le hubiera gustado sostener entre sus dedos.

– Entonces, ¿por qué lo has hecho?

La dama quiso entregarle el paquete, pero mamá no lo tomó. Volvió a apretarla.

– No quiero nada de ti.

– No lo traje para ti. -La dama dejó el paquete en el banco-. Es para tu pequeña.

* * *

El paquete contenía el libro de cuentos de hadas. Ahora Nell lo recordaba. Después se produjo una discusión entre su madre y su padre: ella había insistido en que se deshicieran del libro, y él acabó por acceder, llevándoselo consigo. Sólo que no lo tiró. Lo guardó en su estudio, junto a una gastada copia de Moby Dick. Y se lo leyó a Nell, cuando se sentaba con él, cuando su madre estaba enferma y no se enteraba.

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