Kate Morton - El jardín olvidado

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Una niña desaparecida en el siglo XX…
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, una niña es abandonada en un barco con destino a Australia. Una misteriosa mujer llamada la Autora ha prometido cuidar de ella, pero la Autora desaparece sin dejar rastro…
Un terrible secreto sale a la luz…
En la noche de su veintiún cumpleaños, Nell O’Connor descubre que es adoptada, lo que cambiará su vida para siempre. Décadas más tarde, se embarca en la búsqueda de la verdad de sus antepasados que la lleva a la ventosa costa de Cornualles.
Una misteriosa herencia que llega en el siglo XXI…
A la muerte de Nell, su nieta Casandra recibe una inesperada herencia: una cabaña y su olvidado jardín en las tierras de Cornualles que es conocido por la gente por los secretos que estos esconden. Aquí es donde Casandra descubrirá finalmente la verdad sobre la familia y resolverá el misterio, que se remonta un siglo, de una niña desaparecida.

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Llegaron a un claro en donde una pequeña cabaña había sido devorada por la vegetación.

– Ah, qué hermosa casita -dijo la Princesa-. Me pregunto quién vive allí.

La criada apartó el rostro, temblando bajo el extraño frío que flotaba en el claro.

– Nadie, mi Princesa. Ya no vive nadie. El reino prospera, pero no hay vida en los bosques oscuros.

45

Cabaña del Acantilado, Cornualles

Eliza sabía que extrañaría la línea de la costa, ese mar, cuando se marchara. Aunque llegara a conocer otro, sería distinto.

Otros pájaros y otras plantas, olas susurrando sus historias en idiomas desconocidos. Pero ya era hora. Había esperado el tiempo suficiente para nada. Lo hecho, hecho estaba y no importaba lo que ahora pensara, el remordimiento que la había atrapado en la oscuridad, que la había desvelado mientras daba vueltas y vueltas y maldecía su participación en el engaño; tenía escasa salida salvo seguir adelante.

Eliza bajó por última vez los estrechos escalones de piedra hasta el muelle. Un pescador estaba todavía preparándose para el día de trabajo, apilando canastas de mimbre y rollos de sedal en su bote. Al acercarse, los delgados y musculosos miembros y las bronceadas facciones se aclararon, y Eliza se dio cuenta de que era William, el hermano de Mary. El más joven de una familia de pescadores de Cornualles, se destacaba entre el grupo de valientes y atrevidos pescadores de modo que los relatos de sus aventuras se expandían como la hierba junto a la orilla.

Él y Eliza habían sido una vez amigos, él la había mantenido en vilo con sus locas historias de la vida en alta mar, pero una fría distancia había crecido entre ambos desde hacía unos años. Desde que Will había sido testigo de lo que no debía, había desafiado a Eliza pidiéndole que explicara lo inexplicable. Había pasado un largo tiempo desde que hablaron por última vez y Eliza extrañaba su compañía. El saber que pronto dejaría Tregenna le infundió determinación para hacer a un lado su pasado, y con una sostenida espiración se acercó.

– Sales tarde esta mañana, Will.

Él alzó la vista y enderezó su gorra. Sus mejillas deterioradas por el clima se enrojecieron, y respondió envarado.

– Y usted temprano.

– Hoy quiero empezar pronto. -Eliza estaba ahora junto al bote. El agua lamía gentilmente su casco y el aire estaba cargado de olor a salmuera-. ¿Alguna novedad de Mary?

– No desde la semana pasada. Sigue feliz en Polperro, como esposa del carnicero.

Eliza sonrió. Era un genuino placer saber que Mary estaba bien. Después de todo lo que había pasado, no merecía nada menos.

– Ésas son buenas noticias, Will. Pienso escribirle una carta hoy por la tarde.

Will frunció un poco el ceño. Bajó la mirada a sus botas y pateó el muro de piedra del muelle.

– ¿Qué sucede? -dijo Eliza-. ¿He dicho algo malo?

William espantó a un par de gaviotas hambrientas, que pretendían robarle su carnada.

– ¿Will?

Él la miró de costado.

– Nada malo, señorita Eliza, sólo… debo decir que, si bien estoy contento de verla, también estoy un poco sorprendido.

– ¿Por qué?

– Todos lamentamos escuchar la noticia. -Alzó el mentón y se rascó la barba que enmarcaba su aguda mandíbula-. Sobre el señor y la señora Walker, sobre su partida…

– A Nueva York, sí. Se van el mes que viene. -Nathaniel había sido quien informó a Eliza. Había ido a verla una vez más a la cabaña. Otra vez con Ivory. Era una tarde de lluvia y por eso la niña tuvo que esperar dentro. Había ido arriba, al cuarto de Eliza, lo mismo daba. Cuando Nathaniel le habló a Eliza de sus planes, suyos y de Rose, de comenzar de nuevo al otro lado del Atlántico, ella se enfureció. Se sintió abandonada, utilizada. Incluso más que antes. Ante la idea de Rose y Nathaniel en Nueva York, la cabaña le pareció, de pronto, el lugar más desolado en el mundo; la vida de Eliza, la más desolada que pudiera vivir una persona.

A poco de la partida de Nathaniel, Eliza recordó el consejo de mamá sobre que debía rescatarse a sí misma, y entonces decidió que había llegado el momento de poner sus propios planes en marcha. Había sacado un pasaje en un barco que la llevaría a su propia aventura, lejos de Blackhurst y de la vida que había llevado en la cabaña. También había escrito a la señora Swindell, diciéndole que iba a visitar Londres el mes entrante y se preguntaba si podía visitarla. No había mencionado el broche de mamá -Dios mediante, seguiría escondido a salvo en el tarro de arcilla dentro de la inutilizada chimenea-, pero ella quería recuperarlo.

Y con el legado de Madre podría comenzar una nueva vida, una vida propia.

William se aclaró la garganta.

– ¿Qué sucede, Will? Pareciera que hubieras visto un fantasma.

– Nada de eso, señorita Eliza. Es que… -Sus ojos azules la miraron. El sol estaba muy alto y tuvo que parpadear-. ¿Es posible que usted no lo sepa?

– ¿Que no sepa qué? -Se encogió levemente de hombros.

– Lo del señor y la señora Walker… el tren a Carlisle.

Eliza asintió.

– Han estado en Carlisle estos últimos días. Vuelven mañana.

Los labios de William formaron una línea sombría.

– Y volverán mañana, señorita Eliza, sólo que no como usted cree. -Suspiró y sacudió la cabeza-. Se ha corrido la voz por todo el pueblo, en los periódicos. Pensar que nadie se lo ha dicho… Hubiera ido yo mismo si sólo… -Le tomó las manos, un gesto inesperado que hizo que su corazón se agitara como sólo un gesto de intimidad lograba hacerlo-. Hubo un accidente, señorita Eliza. Un tren chocó con otro. Algunos de los pasajeros… el señor y la señora Walker… -Suspiró, la miró a los ojos-. Me temo que ambos murieron, señorita Eliza. En un lugar llamado Ais Gill.

Continuó, pero Eliza no lo escuchaba. Dentro de su cabeza una brillante luz roja lo cubría todo, de modo que todas las sensaciones, todos los ruidos, todos los pensamientos, quedaron bloqueados. Cerró los ojos y se desplomó, ciega, a un profundo pozo sin fondo.

* * *

Era todo lo que Adeline podía hacer para continuar respirando. Una pena tan espesa que le ennegrecía los pulmones. Las noticias le habían llegado por teléfono el martes por la noche. Linus estaba encerrado en su cuarto oscuro, por lo que Daisy fue enviada para que lady Mountrachet atendiera la llamada. Un policía, al otro lado de la línea, la voz crujiendo, cruzando los kilómetros que separaban Cornualles de Cumberland, le asestó el golpe devastador.

Adeline se había desmayado. Al menos, eso supuso ella que había sucedido, porque lo siguiente de lo que se acordaba era de despertar en su cama, con un peso asfixiante en su pecho. Un segundo de confusión y luego recordó; el horror volvió a nacer.

Era bueno que hubiera un funeral que organizar, procedimientos a seguir, o de lo contrario Adeline no habría salido a la superficie. Porque no importaba que le hubieran vaciado el corazón, dejándole una cascara seca y sin valor, había ciertas cosas que se esperaban de ella. Como madre doliente no podía verse esquivando sus responsabilidades. Se lo debía a Rose, su joya más querida.

– Daisy -dijo con voz quebrada-, tráeme papel para escribir. Necesito preparar una lista.

Mientras Daisy se apresuraba por el cuarto en penumbra, Adeline comenzó a hacer la lista mentalmente. Los Churchill debían ser invitados, claro está, lord y lady Huxley, los Astor, los Heuser… Los parientes de Nathaniel serían informados más adelante. Dios sabía que Adeline no tenía las fuerzas para incorporar a esa gente al funeral de Rose.

Tampoco permitiría que la niña asistiera: una ocasión tan solemne no era lugar para alguien de su naturaleza. Ojalá hubiera estado en el tren con sus padres, que un principio de resfriado no la hubiera mantenido en cama. Porque ¿qué iba a hacer Adeline con la niña? Lo último que necesitaba era un recordatorio constante de la ausencia de Rose.

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