Kate Morton - El jardín olvidado

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Miró por la ventana en dirección a la ensenada. La línea de árboles, el mar más allá. Extendiéndose para siempre y para siempre y para siempre.

Adeline se obligó a no mirar hacia la izquierda. La cabaña estaba oculta a la vista, pero saber que ella estaba allí era suficiente. Sentía su horrible atracción, y eso le helaba la sangre.

Una cosa era segura. Eliza no sería informada, no hasta después del funeral. Era imposible que Adeline pudiera soportar ver a esa muchacha viva y sana cuando Rose no lo estaba.

* * *

Tres días más tarde, mientras Adeline, Linus y los sirvientes se congregaban en el cementerio en un extremo de la propiedad, Eliza dio un último paseo en torno a la cabaña. Ya había enviado un baúl por adelantado al puerto, por lo que poco tenía que cargar. Sólo un pequeño bolso de viaje con su cuaderno y algunos efectos personales. El tren partía de Tregenna a mediodía y Davies, quien tenía que recoger un envío de plantas nuevas del tren de Londres, se había ofrecido a llevarla a la estación. Él era el único a quien le había dicho que se marchaba.

Eliza miró su pequeño reloj de bolsillo. Quedaba tiempo para una última visita al jardín oculto. Había dejado el jardín para el final, limitando adrede el tiempo que tendría disponible para pasarlo allí, por miedo de que si se permitía más sería incapaz de apartarse de allí.

Pero debía hacerlo. Debía hacerlo.

Eliza recorrió el sendero y se acercó a la entrada. En donde una vez estuvo la puerta sur, ahora sólo había una herida abierta, un agujero en el suelo y una enorme pila de piedras esperando ser utilizadas.

Había sucedido durante la semana. Eliza había estado desbrozando cuando fue sorprendida por un par de fornidos obreros que se acercaron por el frente de la cabaña. Su primer pensamiento fue que estaban perdidos, luego se dio cuenta de lo absurdo de semejante idea. La gente no llegaba accidentalmente a la cabaña.

– Lady Mountrachet nos envía -dijo el más alto de los hombres.

Eliza estaba de pie, secándose las manos en las faldas. No dijo nada, mientras esperaba a que continuara.

– Dice que esta puerta debe ser retirada.

– No hay motivo -dijo Eliza-. Es extraño, porque a mí no me ha dicho nada.

El hombre más menudo rió, el más alto la miró sumiso.

– ¿Y por qué hay que quitar la puerta? -preguntó Eliza-. ¿La van a reemplazar con otra?

– Vamos a tapiar el hueco -señaló el hombre más alto-. Lady Mountrachet dice que ya no es necesario el acceso desde la cabaña. Vamos a cavar un agujero y poner nuevos cimientos.

Por supuesto. Eliza debería haber imaginado que su periplo por el laberinto, quince días atrás, tendría repercusiones. Cuando todo fue pactado y decidido cuatro años antes, las reglas habían sido muy claras al respecto. Mary había recibido dinero para comenzar de nuevo en Polperro y a Eliza se le prohibió cruzar más allá de la puerta del jardín hacia el laberinto. Pero al final había sido incapaz de resistirse.

Daba lo mismo, puesto que Eliza ya no seguiría en la cabaña. Sin acceso a su jardín, no creía que pudiera tolerar la vida en Blackhurst. Ciertamente no ahora que Rose ya no estaba.

Pasó sobre los escombros donde una vez hubo una puerta, rodeando el agujero, y cruzó al jardín oculto. El olor a jazmín todavía era penetrante, y el manzano estaba dando frutos. Las enredaderas habían avanzado hacia el centro del jardín, trenzándose para formar una fronda de hojas.

Sabía que Davies lo cuidaría, pero no sería lo mismo. Ya tenía bastante trabajo con el resto, y el jardín ocupaba gran parte de su tiempo y de su amor.

– ¿Qué pasará contigo? -dijo Eliza con suavidad.

Miró al manzano y sintió un agudo dolor en su pecho, como si le hubieran arrancado una parte de su corazón. Recordaba el día que plantó el árbol con Rose. Tantas esperanzas que tenían, tanta fe en que todo saldría bien. Eliza no podía soportar pensar que Rose ya no estaba en este mundo.

Algo llamó entonces la atención de Eliza. Un trozo de tela sobresaliendo de debajo de las hojas del manzano. ¿Había dejado allí un pañuelo la última vez que había estado? Se agachó y miró entre las hojas.

Había una pequeña, la niña de Rose, dormida sobre la blanda hierba.

Como si la hubieran despertado de un hechizo, la pequeña se desperezó. Parpadeando, abrió los ojos hasta que éstos se concentraron en Eliza.

No saltó ni se asombró ni se comportó en modo alguno como podía haberse esperado de un niño sorprendido por un adulto al que no conocía bien. Sonrió, agradablemente. Luego bostezó. Después salió a gatas de debajo de la rama.

– Hola -dijo, poniéndose de pie frente a Eliza.

Eliza la miró, sorprendida y complacida por la indiferencia de la niña ante todos los rígidos dictados de la buena conducta.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Leyendo.

Eliza enarcó las cejas, la niña todavía no tenía cuatro años.

– ¿Puedes leer?

Vaciló, luego un gesto de asentimiento.

– Muéstramelo.

La pequeña se puso de rodillas y se escurrió debajo de la rama del árbol. Sacó su propia copia de los cuentos de hadas de Eliza. La copia que Eliza había llevado a través del laberinto. Abrió el libro y comenzó una perfecta lectura de «Los ojos de la vieja», siguiendo con el dedo, intensamente, el texto.

Eliza ocultó una sonrisa cuando notó que el dedo y la voz no estaban en sincronía. Recordó su propia habilidad durante la infancia para memorizar sus historias favoritas.

– ¿Y por qué estás aquí? -preguntó.

La niña hizo una pausa en su lectura.

– Todos se han ido. Los vi desde la ventana, en negros carruajes brillantes, por el camino, en línea, como hormigas ocupadas. Y yo no quería quedarme sola en la casa. Por eso vine aquí. Me gusta estar aquí, más que en cualquier parte. En tu jardín. -Bajó su mirada al suelo. Sabía que había cruzado una línea.

– ¿Sabes quién soy? -preguntó Eliza.

– Tú eres la Autora.

Eliza sonrió levemente.

La niña se volvió más atrevida, inclinó la cabeza a un lado de modo que su larga trenza cayó sobre su hombro.

– ¿Por qué estás triste?

– Porque vine a decir adiós.

– ¿A quién?

– A mi jardín, a mi antigua vida. -Había una intensidad en la mirada de la pequeña que Eliza hallaba subyugante-. Me voy a la aventura. ¿Te gustan las aventuras?

La niña asintió.

– Yo también me iré pronto a una aventura, con mamá y papá. Vamos a Nueva York en un barco gigante, más grande que el del capitán Ahab.

– ¿A Nueva York? -Eliza trastabilló. ¿Era posible que la pequeña no supiera que sus padres estaban muertos?

– Vamos a cruzar el océano, Abuela y Abuelo no vendrán con nosotros. Ni tampoco esa horrible muñeca rota.

¿Era ése un punto sin retorno? Miró los ojos honestos de una niña que no sabía que sus padres habían muerto, y a quien esperaba una vida con la tía Adeline y el tío Linus como guardianes.

Más tarde, cuando Eliza recordó el momento, le pareció que no fue tanto ella quien tomó la decisión, sino que ésta ya le había venido dada. Por algún extraño proceso de alquimia, Eliza había sabido con total y absoluta claridad que la niña no podía quedarse sola en Blackhurst.

Abrió su mano, observando su palma extendida hacia la pequeña, como si supiera exactamente lo que iba a hacer. Apretó los labios hasta encontrar su voz.

– Ya me han contado lo de tu aventura. De hecho, he venido a buscarte. -Las palabras fluyeron ahora con facilidad. Como si fueran parte de un plan trazado de antemano, como si fueran verdad-. Voy a acompañarte parte del camino.

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