Clara trajo una tercera taza de té y colocó algunas hojas en cada una.
– Es mi mezcla especial -señaló-. Tres partes de Breakfast y una parte de Earl Gray. -Miró por encima de sus gafas-. Es decir, Breakfast inglés. -Cuando agregó la leche se acomodó en su sillón junto al fuego-. Ya era hora de dar descanso a mis pobres pies. Estuve todo el día de pie, organizando los expositores para el festival de la cosecha.
– Gracias por recibirme -dijo Cassandra-. Éste es mi amigo, Christian.
Christian extendió la mano sobre el arcón para estrechar la de Clara, quien se sonrojó.
– Encantada de conoceros. -Dio un sorbo al té, luego hizo un gesto en dirección a Cassandra-. La señora del museo, Ruby, me habló sobre tu abuela -empezó-. La que no sabía quiénes eran sus padres.
– Nell -apuntó Cassandra-. Ése era su nombre. Mi bisabuelo Hugh la encontró cuando era pequeña, sentada sobre una maleta blanca en el muelle de Maryborough. Era jefe del puerto, y un barco…
– ¿Has dicho Maryborough?
Cassandra asintió.
– Eso es una coincidencia, en verdad. Tengo familia en un lugar llamado Maryborough. En Queen…
– Queensland -precisó Cassandra y se inclinó hacia delante-. ¿Qué familia?
– El hermano de mi madre se mudó allí de joven. Crió a sus hijos, mis primos. -Rió-. Madre decía que se habían asentado allí por el nombre del lugar.
Cassandra miró a Christian. ¿Sería ése el motivo por el que Eliza había puesto a Nell en ese barco en particular? ¿Estaba devolviéndola a la familia de Mary, a la verdadera familia de Nell? En vez de llevar a la niña a Polperro y arriesgarse a que los lugareños la reconocieran como Ivory Mountrachet, ¿había optado por el hermano emigrado de Mary? Cassandra sospechaba que Clara tenía la respuesta, todo lo que necesitaba era azuzarla en la dirección correcta.
– Su madre, Mary, trabajaba en la mansión Blackhurst, ¿no?
Clara tomó un largo sorbo de té.
– Trabajó allí hasta que la despidieron, en 1909. Había estado allí desde niña, casi diez años. La echaron por quedarse embarazada. -Clara bajó la voz hasta volverla un susurro-. No estaba casada, saben, y en esos días no se podía tolerar. Pero no era mala muchacha, mi madre. Era tan honesta como una libra de velas. Ella y mi padre terminaron casándose, como corresponde. Lo hubieran hecho antes si no hubiera enfermado de neumonía. Casi no llega a su propio casamiento. Fue cuando se mudaron a Polperro, recibieron algo de dinero y abrieron la carnicería.
Tomó un pequeño libro rectangular de la bandeja del té. La cubierta estaba decorada con papel de regalo y retazos de tela y botones, y cuando Clara lo abrió, Cassandra se dio cuenta de que era un álbum de fotos. Clara buscó una página que estaba marcada con una cinta y se la pasó por encima del arcón.
– Esa de ahí es mi madre.
Cassandra miró a la joven de ensortijados cabellos y sinuosas curvas, intentando descubrir a Nell en sus facciones. Había tal vez algo de Nell en la boca, una sonrisa que jugaba en los labios cuando menos se lo proponía. Pero así era la naturaleza de las fotos: cuanto más miraba Cassandra, ¡más le parecía que había algo de la tía Phylly en la nariz y los ojos!
Le pasó el álbum a Christian y le sonrió a Clara.
– Era muy bonita, ¿no?
– Ah, sí-dijo Clara con un guiño pícaro-. Muy buena moza, mi madre. Demasiado bonita para sirvienta.
– ¿Sabe si disfrutó de su paso por Blackhurst? ¿Lamentó tener que irse?
– Estaba feliz de irse de la casa, pero triste de dejar a su señora.
Esto era una novedad.
– ¿Ella y Rose se llevaban bien?
Clara sacudió la cabeza.
– No sé nada de ninguna Rose. Era de Eliza de quien solía hablar. La señorita Eliza esto, y la señorita Eliza lo otro.
– Pero Eliza no era la señora de la mansión Blackhurst.
– Bueno, oficialmente no, pero ella era a quien mi madre más quería. Solía decir que la señorita Eliza era la única chispa de vida en un lugar muerto.
– ¿Por qué pensaba que era un lugar muerto?
– Los que ahí vivían eran como muertos, decía mi madre. Todos tristes por una razón u otra. Todos queriendo cosas que no debían o no podían tener.
Cassandra pensó en esta observación sobre la vida en la mansión Blackhurst. No era la impresión que había recibido al leer los cuadernos de Rose, aunque por cierto Rose, con su concentración en los vestidos nuevos y las aventuras de su prima Eliza, era sólo una voz en una casa que debía haber tenido el eco de otras. Ésa era la naturaleza de la historia, por supuesto: quimérica, parcial, inaccesible, un relato realizado por los triunfadores.
– Sus patrones, milord y milady, eran ambos desagradables, según mi madre. Recibieron lo suyo al final, ¿no?
Cassandra frunció el ceño.
– ¿A quién se refiere?
– Ellos dos. Lord y lady Mountrachet. Ella murió al mes o dos después de su hija, un envenenamiento de la sangre, creo. -Clara sacudió la cabeza y bajó la voz, en tono conspirador, casi con regocijo-. Muy desagradable. Mi madre escuchó decir a los criados que daba miedo en los últimos días. El rostro retorcido, de modo que parecía sonreír como un espíritu maligno, escapando de su lecho de enferma para acechar por los pasillos con un gran manojo de llaves en la mano, cerrando todas las puertas y hablando sobre un secreto que nadie debía saber. Loca como una cabra, al final, y él no mucho mejor.
– ¿Lord Mountrachet también murió envenenado?
– Oh no. Él no. Perdió su fortuna viajando a lugares lejanos. -Bajó la voz-. Lugares donde se practicaba el vudú. Dicen que trajo recuerdos que harían que se le pusieran a uno los pelos de punta. Según parece, se volvió loco. El personal se marchó, todos menos una cocinera y un jardinero que habían estado ahí toda la vida. Según mi madre, cuando el viejo murió nadie se dio cuenta sino días después. -Clara sonrió, de modo que sus ojos se cerraron-. Eliza, en cambio, se escapó, ¿no? Eso es lo importante. Viajó cruzando el mar, dijo mi madre. Eso siempre la ponía contenta.
– Aunque no fue a Australia -dijo Cassandra.
– No sé adónde, si les digo la verdad -dijo Clara-. Sólo sé lo que mi madre me contó: que Eliza se escapó a tiempo de esa casa horrible. Se fue como siempre había planeado y nunca regresó. -Mantuvo un dedo en alto-. De ahí es de donde vienen esos dibujos, los que tanto le gustaron a la dama del museo. Eran de ella, de Eliza. Estaban entre sus cosas.
Cassandra tenía en la punta de la lengua la pregunta de si Mary se los había quitado a Eliza, pero se contuvo. Se dio cuenta de que podía ser interpretado como una grosería sugerir que la querida y difunta madre había robado cosas valiosas de su patrona.
– ¿Qué cosas?
– Las cajas que mi mamá compró…
Ahora era Cassandra la que estaba confundida.
– ¿Le compró unas cajas a Eliza?
– No a Eliza. De Eliza. Después que se marchara.
– ¿A quién se las compró?
– Fue una gran subasta. Yo misma la recuerdo. Mi madre me llevó de pequeña. Se celebró en 1935, yo tenía quince años. Después que el viejo lord murió, un pariente lejano de Escocia se decidió a vender la propiedad, esperando conseguir algo de dinero, durante la Depresión, sin duda. Sea como fuere, mi madre lo leyó en el periódico y vio que estaban planeando vender algunas otras cosas. Creo que le hacía ilusión pensar que podía ser dueña de un pedacito del lugar en donde había sido tratada tan mal. Me llevó consigo porque decía que me haría bien ver dónde había comenzado. Quiso que estuviera agradecida de no haber sido sirvienta, alentarme a esforzarme en la escuela para conseguir más de lo que ella consiguió. No puedo decir que lo consiguiera, pero lo cierto es que me impresionó mucho. La primera vez que veía algo así. No tenía idea de que hubiera quienes vivían de esa manera. Uno no ve semejante grandeza por estos parajes. -Asintió para indicar su acuerdo con ese estado de cosas, luego hizo una pausa y alzó la vista-. Ahora, ¿por dónde iba?
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