Sucedió que en esa época Madre no tenía inquilino - una desagradable disputa sobre alquileres pendientes -, así que no puso pegas a que la dama la viera. Le dijo que subiera y se tomara su tiempo, incluso puso la tetera al fuego. Tan inusual en ella como pudiera imaginarse.
Madre la miró mientras subía las escaleras, luego me llamó deprisa. Sube tras ella, dijo, y asegúrate de que no baje demasiado pronto. Estaba habituada a las órdenes de Madre, y a sus castigos si desobedecía, así que hice lo que me pidió y seguí a la dama escaleras arriba.
Para cuando llegué al descanso, había cerrado la puerta del cuarto a su paso. Podía haberme sentado en donde estaba y asegurarme de que no decidiera bajar demasiado pronto, pero era curiosa. No podía, ni aunque me fuera la vida, imaginar por qué había cerrado la puerta. Como dije, no había ventanas en ese cuarto, y la puerta era la única manera de que entrara luz.
Había un agujero en la base de la puerta, carcomida por las ratas, así que me acosté en el suelo lo más pegada que pude, y la observé. Observé mientras permanecía de pie en medio del cuarto, girando para verlo todo, y observé cuando se dirigió hacia la vieja y rota chimenea. Se sentó en el borde, y con un brazo revisó su interior, y luego se sentó lo que pareció una eternidad. Por fin, retiró el brazo, y en sus manos tenía un tarro de arcilla. Debí de hacer un ruido en ese momento - estaba sorprendida - porque ella alzó la vista, con los ojos abiertos, enormes. Contuve la respiración y tras un momento ella volvió a concentrarse en el tarro, lo sostuvo contra su oreja y lo sacudió levemente. Pude ver por su expresión que se sentía feliz con lo que escuchaba. Después se lo guardó en un bolsillo especial que tenía cosido a su vestido y comenzó a avanzar hacia la puerta.
Me apresuré a bajar y le dije a Madre que ella venía. Me sorprendió ver que Tom, mi hermano menor, estaba de pie junto a la puerta, respirando agitado, como si hubiera corrido una gran distancia, pero no tuve tiempo de preguntarle adonde había ido. Madre estaba observando las escaleras, por lo que hice lo mismo. La dama descendió, le agradeció que la hubiera dejado mirar y le dijo que no podía quedarse a tomar el té, porque tenía poco tiempo.
Entonces, al llegar abajo, vi que había un hombre de pie en las sombras, a un lado de la escalera. Un hombre con graciosos anteojos, de los que no tienen patillas, sólo un pequeño puente que pellizca la nariz. Estaba sosteniendo una esponja en la mano, y cuando ella llegó al pie de la escalera la apretó contra su nariz y ella cayó al instante, en sus brazos. Debí de gritar entonces, porque recibí una bofetada de Madre.
El hombre me ignoró y arrastró a la dama hacia la puerta. Con la ayuda de Padre la alzó hasta el carruaje, se despidió, le entregó a Madre un sobre que sacó de su chaqueta y se fue.
Me gané un tirón de orejas, más tarde, cuando le conté a Madre lo que había visto. Por qué no me lo dijiste, niña tonta, me regañó. Podía haber sido algo de valor. Podíamos habérnoslo quedado por nuestros esfuerzos. De nada hubiera servido que le recordara que el hombre de los caballos negros ya le había pagado muy bien por la dama. En lo que a Madre se refiere, nunca se tenía suficiente dinero.
No volvía ver a la dama, y no sé qué pasó con ella después de que nos dejara. Siempre estaba pasando algo en nuestro rincón junto al río, cosas que no vale la pena recordar.
No sé cuánto le ayudará esta carta con su investigación, pero Nancy dice que daba lo mismo que se lo dijera como que no. Así que lo hice. Espero que encuentre lo que está buscando.
Suya,
Señorita Harriet Swindell
Brisbane, Australia, 1976
El jarrón de Fairyland Lustre había sido siempre su favorito. Nell lo había encontrado en un puesto de compraventa décadas antes. Cualquier comerciante de antigüedades que supiera de su oficio habría sabido de su valor, pero el jarrón de Fairyland Lustre era diferente. No era el valor material, aunque ya era bastante alto, sino lo que representaba: la primera vez que Nell había encontrado un tesoro en un lugar improbable. Y como un buscador de oro que guarda la primera pepita sin importarle el valor, Nell no había querido deshacerse del jarrón.
Lo guardaba envuelto en una toalla, protegido en un rincón oscuro en lo más alto de su armario, y cada tanto lo bajaba y desenvolvía, sólo para echarle una ojeada. Su belleza, las hojas verde oscuro pintadas en los lados, las hebras de oro que rodeaban el diseño, las hadas Art Noveau ocultas entre el follaje, tenían el poder de refrescarle la piel.
Sin embargo, Nell estaba decidida: había llegado el momento en el que podía vivir sin su jarrón. Podía vivir sin todos esos objetos preciosos. Había tomado una determinación y eso era todo. Envolvió el jarrón en otra capa de papel de periódico y lo guardó cuidadosamente en la caja con los demás objetos. Para llevar al stand el lunes, con un precio para la venta. Y si sentía un ápice de arrepentimiento, sólo tenía que pensar en el objetivo final: tener suficiente dinero para comenzar de nuevo en Tregenna.
Estaba ansiosa por volver. Su misterio se volvía cada vez más sorprendente. Había tenido, por fin, noticias del detective, Ned Morris. Éste, una vez concluida su investigación, le había enviado un informe. Nell se encontraba en el stand cuando un nuevo cliente, Ben no sé qué, apareció llevando la carta consigo. Cuando Nell vio los sellos extranjeros, la caligrafía del sobre, pulcra y llana, como si estuviera escrita utilizando el borde de una regla, sintió que algo fluía bajo su piel. Apenas pudo contenerse para desgarrarla con los dientes, allí mismo. Tuvo que guardar la compostura, excusarse como le fue posible, y ocultarse carta en mano en la pequeña cocina, al fondo.
El informe era breve, le había llevado a Nell sólo un par de minutos leerlo, y su contenido la dejó más confundida que antes. De acuerdo con las investigaciones del señor Morris, Eliza Makepeace no había viajado a ningún lugar en 1909 o 1910. Había permanecido en su cabaña todo el tiempo. Incluía varios documentos para sostener su afirmación -una entrevista a alguien que aseguraba haber trabajado en Blackhurst, una variada correspondencia que había tenido con un editor en Londres, toda enviada y recibida en la Cabaña del Acantilado-, pero Nell no los había leído inmediatamente, no hasta más tarde. Había quedado demasiado sorprendida por la noticia de que Eliza no había ido a ninguna parte. Que había permanecido allí todo el tiempo, en la cabaña. William había estado tan seguro. Había desaparecido de la vista de la gente, durante doce meses, más o menos. Cuando regresó, había cambiado, como si una chispa se hubiera extinguido. Nell no comprendía cómo los recuerdos de William podían encajar con el descubrimiento del señor Morris. Tan pronto como regresara a Cornualles volvería a hablar con William. A ver si él tenía alguna idea.
Nell se pasó el dorso de la mano por la frente. Un día muy caluroso, pero así era Brisbane en enero. Los cielos podían estar de un azul brillante como una perfecta cúpula de cristal, pero tendrían una tormenta por la noche, no había duda alguna. Nell había vivido lo suficiente como para saber cuándo las nubes furiosas se congregaban en los rincones.
En la calle, Nell escuchó un coche detenerse. No lo reconoció como uno de los coches de sus vecinos: demasiado ruidoso para ser el Mini de Howard, demasiado agudo para el Ford de Hogan. Se escuchó un horrible ruido cuando el coche se subió al bordillo demasiado rápido. Nell sacudió la cabeza, agradecida de no haber aprendido nunca a conducir, nunca había necesitado un automóvil. Le parecía que sacaban a relucir lo peor de la gente.
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