Kate Morton - El jardín olvidado

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Una niña desaparecida en el siglo XX…
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, una niña es abandonada en un barco con destino a Australia. Una misteriosa mujer llamada la Autora ha prometido cuidar de ella, pero la Autora desaparece sin dejar rastro…
Un terrible secreto sale a la luz…
En la noche de su veintiún cumpleaños, Nell O’Connor descubre que es adoptada, lo que cambiará su vida para siempre. Décadas más tarde, se embarca en la búsqueda de la verdad de sus antepasados que la lleva a la ventosa costa de Cornualles.
Una misteriosa herencia que llega en el siglo XXI…
A la muerte de Nell, su nieta Casandra recibe una inesperada herencia: una cabaña y su olvidado jardín en las tierras de Cornualles que es conocido por la gente por los secretos que estos esconden. Aquí es donde Casandra descubrirá finalmente la verdad sobre la familia y resolverá el misterio, que se remonta un siglo, de una niña desaparecida.

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Whiskers se irguió y arqueó la espalda. Los gatos, eso silo echaría de menos. Con placer se los llevaría consigo, pero una cosa era alimentar gatos ajenos y otra muy distinta secuestrarlos.

– Vamos, ruidosa -dijo Nell, cosquilleando a la gata debajo de su mentón-. No te preocupes por ese viejo coche.

Whiskers maulló y saltó de la mesa, mirando a Nell de reojo.

– ¿Qué? ¿Crees que alguien ha venido a vernos? No se me ocurre quién, querida. No somos precisamente el epicentro social, en caso de que no te hayas dado cuenta.

La gata se marchó subrepticiamente por la puerta trasera. Nell dejó caer la pila de periódicos.

– Ah, muy bien, señora -dijo-. Tú ganas. Echaré un vistazo. -Acarició la espalda de Whiskers al cruzar el estrecho sendero de cemento-. Te crees muy lista, ¿no?, haciendo que te obedezca…

Nell se detuvo en la esquina de su casa. El coche, una furgoneta, se había, es verdad, detenido frente a su hogar. Acercándose por el camino de cemento, una mujer con grandes gafas de sol de color bronce, y unos diminutos shorts. Detrás, una niña delgada de hombros caídos.

Allí estuvieron, las tres, examinándose unas a otras por unos instantes.

Por fin Nell recuperó la voz, aunque no las palabras que deseaba decir.

– Pensé que habíamos acordado que en el futuro llamarías antes de venir.

– Qué alegría verte, mamá -dijo Lesley haciendo un gesto con los ojos idéntico al que hacía cuando tenía quince años. Había sido un hábito irritante entonces, y seguía siéndolo.

Nell sintió que volvían a brotar los antiguos reproches. No había sido muy buena madre con Lesley, lo sabía, pero era demasiado tarde para repararlo. Lo hecho, hecho estaba y Lesley había salido bien. Había salido, por lo menos.

– Estoy en plena organización de cajas para una subasta -dijo Nell, tragando un nudo en la garganta. No era momento para mencionar su mudanza a Inglaterra-. Tengo cosas por todas partes, no hay donde sentarse.

– Nos arreglaremos. -Lesley chasqueó los dedos en dirección a la niña-. Tu nieta tiene sed, hace un calor horroroso aquí fuera.

Nell miró a la niña, su nieta. Miembros largos, rodillas huesudas, la cabeza inclinada para no ser observada. No había duda, algunos niños eran traídos a este mundo con una cuota extra de dificultades.

Mientras lo pensaba, su mente le trajo el recuerdo de Christian, el muchachito que había descubierto en su jardín de Cornualles. El niño huérfano de honestos ojos pardos. «¿A tu nieta le gustan los jardines?», le había preguntado, y ella, Nell, no había sabido responderle.

– Está bien -dijo-, será mejor que paséis.

48

Mansión Blackhurst, Cornualles, 1913

Los cascos de los caballos tronaron contra la tierra fría y reseca, en dirección al oeste, hacia Blackhurst, pero Eliza no los escuchó. La esponja del señor Mansell había cumplido su trabajo y estaba perdida en una nube de cloroformo, su cuerpo postrado en un oscuro rincón del carruaje…

La voz de Rose, suave y quebrada: «Hay algo que necesito, algo que sólo tú puedes hacer. Mi cuerpo me falla, como siempre ha hecho, pero el tuyo, prima, es fuerte. Necesito que tengas un hijo para mí, un hijo de Nathaniel».

Y Eliza, que había esperado tanto tiempo, que había deseado desesperadamente ser necesitada, que siempre se había sabido una mitad en busca de su doble, no tuvo que pensarlo. «Por supuesto - había dicho -. Claro que te ayudaré, Rose».

Él fue todas las noches durante una semana, tía Adeline, con la asistencia del doctor Matthews, calculó las fechas y Nathaniel hizo lo que se le solicitó. Recorrió el laberinto, fue hacia el lateral de la cabaña, y cruzó el umbral de la casa de Eliza.

En la primera noche, Eliza esperó dentro, yendo y viniendo por la cocina, preguntándose si llegaría, si debería haber preparado algo. Preguntándose cómo se comportaba la gente en semejantes ocasiones. Había accedido a la petición de Rose sin dudarlo, y en las semanas que siguieron había pensado poco en el compromiso que significaba. Estaba demasiado rebosante de gratitud porque Rose por fin la necesitaba. Fue sólo a medida que se acercaba la fecha cuando comenzó a contemplar lo hipotético como real.

Y sin embargo, no había nada que no hiciera por Rose. Se repitió una y otra vez que sus acciones fraguarían su unión para siempre, sin importar lo espantoso que fuera el misterioso acto. Se convirtió en una suerte de mantra, un encantamiento. Ella y Rose estarían unidas como nunca antes. Rose la querría más que nunca, no se apartaría de ella tan fácilmente. Todo era para Rose.

Cuando escuchó la puerta la primera noche, Eliza repitió su mantra, abrió la puerta y dejó entrar a Nathaniel.

El permaneció de pie un tiempo en el vestíbulo, más grande de lo que lo recordaba, más oscuro, hasta que Eliza le indicó el perchero. El se quitó el abrigo, luego le sonrió, casi agradecido. Fue entonces cuando se dio cuenta de que él estaba tan turbado como ella.

La siguió a la cocina, gravitando hacia la seguridad, la solidez de la mesa, se reclinó contra el respaldo de la silla.

Eliza permaneció de pie al otro lado, limpiándose las manos en las faldas, preguntándose qué decir, cómo proceder. Lo mejor era, seguramente, hacer lo necesario y terminar de una vez. No había motivo de alargar la incomodidad. Abrió la boca para decirlo, pero Nathaniel ya estaba hablando…

– … pensé que te gustaría verlo. He estado trabajando en ellos todo el mes.

Entonces vio que él llevaba consigo una cartera de cuero.

La colocó sobre la mesa y retiró una serie de papeles de su interior. Esbozos, observó Eliza.

Comencé con «La caza del hada». Puso la hoja frente a Eliza, y cuando ella la tomó, vio que le temblaban las manos.

Eliza posó su mirada en la ilustración: líneas negras, sombras de líneas entrecruzadas. Una mujer pálida y delgada reclinada sobre el parapeto de una torre fría y oscura. El rostro de la mujer había sido realizado con trazos largos y delgados. Era hermosa, mágica, esquiva, tal como Eliza la describía en el cuento. Y sin embargo, había algo más en el rostro del hada perseguida, en el dibujo de Nathaniel, que impresionó a Eliza. La mujer del boceto se parecía a Madre. No literalmente, había algo en la curva de los labios, los ojos almendrados, las altas mejillas. En algún modo indescriptible, por alguna magia, Nathaniel había capturado a Georgiana en su descripción de los miembros sin vida del hada, su agotamiento, la inusual resignación en sus facciones. Lo más extraño de todo era que, por primera vez, Eliza se daba cuenta de que en su historia sobre el hada perseguida, había estado describiendo a su madre.

Lo miró, examinando sus ojos oscuros que habían visto, de algún modo, dentro de su alma. El sostuvo su mirada, y el fuego del hogar fue entonces algo más cálido entre ambos.

* * *

La circunstancia lo exacerbaba todo. Las voces eran demasiado fuertes, los movimientos demasiado repentinos, el aire demasiado frío. El acto no era tan espantoso como había temido, ni tampoco corriente. Y había algo inesperado en el acto mismo que no podía sino disfrutar. Una proximidad, una intimidad de la que había sido privada durante mucho tiempo. Se sentía parte de un par.

Ella no lo era, claro, y era una traición a Rose siquiera pensar en ello, sin importar la brevedad del pensamiento, y sin embargo… Sus dedos sobre su espalda, su costado, sus muslos. La calidez en donde se encontraban los cuerpos desnudos. Su aliento en su cuello…

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