Entonces Adeline esperó. Seguía esperando. Yendo de un lado a otro por la alfombra turca, alisando sus faldas, reprendiendo a los criados, mientras, todo el tiempo, planeaba cómo deshacerse de Eliza.
* * *
Eliza había accedido a no acercarse nunca a la casa y así había hecho. Pero observaba. Y se dio cuenta de que incluso cuando había ahorrado lo suficiente para comprar un pasaje en barco, y viajar a tierras lejanas, algo la retenía. Era como si, con el nacimiento de la criatura, el ancla que Eliza había buscado toda su vida se hubiera enterrado en las tierras de Blackhurst.
La atracción de la niña era magnética, y por ello se quedó. Pero cumplió su promesa para con Rose y se mantuvo alejada de la casa. Encontró otros lugares para esconderse y desde los cuales observar.
Así como lo había hecho de pequeña, acostada sobre la repisa del altillo que ocupaba en casa de la señora Swindell. Mirando el mundo girar a su alrededor mientras permanecía inmóvil, lejos de la acción.
Porque con la pérdida de la criatura, Eliza descubrió que había caído en el centro de su antigua vida, su antiguo ser. Había hecho a un lado su derecho de nacimiento, y abandonado, en el proceso, su propósito vital. Escribía raramente, sólo un cuento de hadas que juzgó digno de incluir en la colección. Una historia sobre una mujer joven que vivía sola en un bosque oscuro, que tomaba la decisión equivocada por buenos motivos y se destruía a sí misma en el ínterin.
Los pálidos meses se volvieron largos años, y luego, una mañana de verano de 1913, el libro de cuentos de hadas le fue enviado por el editor. Eliza lo llevó consigo a la cabaña de inmediato, arrancó el envoltorio para dejar al descubierto el tesoro encuadernado en cuero. Se sentó en la mecedora, abrió el libro y lo llevó a su rostro. Olía a tinta fresca y a goma de pegar, como un libro de verdad. Y allí, dentro, estaban sus historias, sus queridas creaciones. Volvió las gruesas y frescas páginas, cuento por cuento, hasta que llegó a «Los ojos de la vieja». Lo leyó por completo y al avanzar recordó el extraño, vivido sueño en el jardín, la sensación de que la niña en sus entrañas era importante para el relato.
Y Eliza supo en ese instante que la niña, su niña, debía poseer una copia de ese cuento, que ambas estaban de alguna manera conectadas. Por eso envolvió el libro en papel de embalar, esperó su oportunidad, y luego hizo lo que había prometido no hacer: cruzó la puerta al final del laberinto y se acercó a la casa.
* * *
Motas de polvo, cientos de ellas, danzaban en un rayo de luz que había aparecido entre dos barriles. La pequeña sonrió y la Autora, el acantilado, el laberinto, mamá, huyeron de sus pensamientos. Extendió un dedo, intentó atrapar una mota. Rió ante el modo en que las motas se acercaban antes de volver a alejarse.
Los ruidos de más allá de su escondite estaban cambiando. La pequeña niña podía escuchar el ruido de movimientos, voces teñidas de excitación. Se inclinó hacia el velo de luz y apretó el rostro contra las frías maderas de los barriles. Con un ojo espió los muelles.
Piernas, zapatos y dobladillos de vestidos. Las colas de brillantes serpentinas agitándose de un lado al otro. Astutas gaviotas, buscando migas en la cubierta.
Una sacudida y el enorme barco se quejó, un quejido largo y profundo desde el fondo de su vientre. Las vibraciones pasaron a través de los maderos de cubierta hasta llegar a las yemas de los dedos de la pequeña. Un momento de tensión en el que se descubrió conteniendo el aliento, las palmas contra el cuerpo, después el barco dio un salto, se apartó del muelle. Se escuchó el pitido de la sirena y una oleada de saludos, gritos de «¡Buen viaje!». Estaban en camino.
* * *
Llegaron a Londres de noche. La oscuridad caía pesada y espesa en los pliegues de la calle, mientras avanzaban desde la estación de tren hacia el río. La pequeña estaba cansada - Eliza la había tenido que despertar cuando llegaron a su destino -, pero no se quejó. Sostuvo la mano de Eliza y la siguió pisándole los talones.
Esa noche, compartieron una cena de caldo y pan en su habitación. Ambas estaban cansadas del viaje y hablaron poco, cada una observando a la otra, con curiosidad, por encima de las cucharas. La pequeña preguntó una vez por su mamá y su papá, pero Eliza sólo dijo que los encontraría al final del viaje. No era cierto, pero era necesario: haría falta tiempo para decidir la mejor forma de darle la noticia de la muerte de Rose y Nathaniel.
Después de cenar, Ivory se quedó rápidamente dormida en la única cama del cuarto, y Eliza se sentó junto a la ventana. Miró alternativamente la calle oscura, llena de caminantes apresurados, y a la niña dormida, agitándose leve debajo de las sábanas. A medida que pasaban las horas, Eliza se acercó a la niña, observando el rostro de cerca, hasta que por fin se arrodilló gentilmente a su lado, tan cerca que podía sentir el aliento de la niña en su cabello y contar las diminutas pecas en su rostro dormido. Y qué perfección la de su rostro, qué gloriosa piel marmórea y labios rosados. Era el mismo rostro, se dio cuenta Eliza, la misma expresión que había observado en los primeros días de vida de la niña. El mismo rostro que había visto con tanta frecuencia en sueños.
Fue arrebatada entonces por una urgencia, una necesidad - un amor, supuso que era - tan feroz, que cada grano de su ser estaba imbuido de esa certeza. Era como si su propio cuerpo reconociera a la niña a la que había dado vida con tanta facilidad como reconocía su propia mano, su rostro en el espejo, su voz en la oscuridad. Con tanto cuidado como le fue posible, Eliza se tumbó a su lado en la cama y acurrucó su cuerpo para acomodarse junto a la pequeña dormida. Así como había hecho en otro tiempo, en otra habitación, contra el cálido cuerpo de su hermano Sammy.
Por fin, Eliza había llegado a su hogar.
* * *
El día que el barco zarpaba, Eliza y la pequeña fueron en busca de algunos artículos. Eliza compró algunas prendas de vestir, un cepillo y una maleta en la cual guardar todo. En el fondo de la maleta puso un sobre con algo de dinero y una hoja de papel con la dirección de Mary en Polperro - más valía prevenir que curar -. La maleta era del tamaño perfecto para que la llevara un niño; Ivory estaba excitada. La aferró con fuerza mientras Eliza la conducía por el muelle repleto de gente.
Movimiento y ruidos por todas partes: silbantes locomotoras, el vapor brotando como nubes, las grúas subiendo carritos de bebé, bicicletas y fonógrafos a bordo. Ivory rió cuando pasaron una procesión de cabras y ovejas chillonas en dirección a la bodega del barco. Estaba vestida con el más bonito de los dos vestidos que Eliza le había comprado, y bien parecía una niña de buena familia que llegara a despedir a su tía que partía a un largo viaje. Cuando llegaron a la pasarela, Eliza entregó su tarjeta de embarque al oficial.
– Bienvenida a bordo, señora - dijo, asintiendo de modo tal que su gorra se sacudió.
Eliza devolvió el saludo.
– Es un placer haber encontrado pasaje en su espléndida nave - declaró -. Mi sobrina está de lo más excitada por mi causa. Mire, si incluso ha traído su pequeña maleta para pretender que viaja.
– ¿Le gustan los grandes barcos, señorita? - El oficial miró a la pequeña.
Ivory asintió y sonrió con dulzura, pero no dijo nada, tal como Eliza le había indicado.
Читать дальше