Kate Morton - El jardín olvidado

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Una niña desaparecida en el siglo XX…
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, una niña es abandonada en un barco con destino a Australia. Una misteriosa mujer llamada la Autora ha prometido cuidar de ella, pero la Autora desaparece sin dejar rastro…
Un terrible secreto sale a la luz…
En la noche de su veintiún cumpleaños, Nell O’Connor descubre que es adoptada, lo que cambiará su vida para siempre. Décadas más tarde, se embarca en la búsqueda de la verdad de sus antepasados que la lleva a la ventosa costa de Cornualles.
Una misteriosa herencia que llega en el siglo XXI…
A la muerte de Nell, su nieta Casandra recibe una inesperada herencia: una cabaña y su olvidado jardín en las tierras de Cornualles que es conocido por la gente por los secretos que estos esconden. Aquí es donde Casandra descubrirá finalmente la verdad sobre la familia y resolverá el misterio, que se remonta un siglo, de una niña desaparecida.

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* * *

Mientras Adeline esperaba el regreso de Daisy, el tiempo se movía con lentitud, pesado como un niño petulante colgado de sus faldas. Era culpa de Eliza que Rose estuviera muerta. Su visita no autorizada por el laberinto había precipitado los planes para Nueva York, y por lo tanto adelantado el viaje a Carlisle. Si Eliza se hubiera quedado en el otro extremo de la propiedad como había prometido, Rose nunca habría estado en ese tren.

La puerta se abrió y Adeline respiró hondo. Por fin, la criada estaba de regreso, el cabello cubierto de hojas, barro en la falda, y sin embargo venía sola.

– ¿Dónde está ella? -preguntó Adeline. ¿Había salido en su busca? ¿Había usado Daisy la cabeza por una vez y enviado a Eliza directa a la cala?

– No lo sé, señora.

– ¿No lo sabes?

– Cuando llegué a la cabaña, estaba cerrada. Miré por las ventanas, pero no vi señal alguna.

– Deberías haber esperado un rato. Tal vez estaba en el pueblo y no tardaría en volver.

La muchacha sacudía su insolente cabeza.

– No lo creo, señora. El fogón estaba limpio y los estantes vacíos. -Daisy parpadeó de manera bovina-. Creo que se ha marchado ella también, señora.

Entonces Adeline comprendió. Y el conocimiento se tornó en furia, y la furia la abrasó por debajo de la piel, llenando su cabeza con agudas espinas rojas de dolor.

– ¿Se encuentra bien, milady? ¿No debería sentarse?

No, Adeline no necesitaba sentarse. Todo lo contrario. Necesitaba ver por sí misma. Ser testigo de la ingratitud de la muchacha.

– Llévame por el laberinto, Daisy.

– No conozco el camino, señora. Nadie lo conoce. Nadie salvo Davies. Fui por la ruta lateral, por el sendero del acantilado.

– Entonces que Newton prepare el carruaje.

– Pero pronto oscurecerá, señora.

Adeline entrecerró los ojos y alzó los hombros. Dijo con claridad:

– Ve rápidamente a buscar a Newton y tráeme un farol.

* * *

La cabaña estaba ordenada, pero no vacía. En la cocina colgaban varios instrumentos de cocina, pero la mesa estaba limpia. El perchero junto a la puerta estaba desnudo. Adeline sintió una oleada que la indispuso, sus pulmones se contrajeron. Era la presencia de la muchacha, espesa y opresiva. Tomó el farol y comenzó a subir las escaleras. Había dos cuartos, el más grande, espartano pero limpio, con la cama del ático, una vieja manta tersamente tendida sobre ella. La otra contenía un escritorio y una silla y un estante lleno de libros. Los objetos en el escritorio habían sido acomodados en pilas. Adeline apretó los dedos contra la tapa de madera, y se inclinó un poco para mirar hacia fuera.

Los últimos colores del día se quebraban sobre el mar, y las distantes aguas subían y bajaban, doradas y púrpuras.

Rose ya no está.

El pensamiento le llegó veloz y agudo.

Ahí, sola, finalmente sin ser observada, Adeline pudo dejar de fingir por un momento. Cerró los ojos y los nudos en sus hombros se desplomaron.

Ansiaba hacerse un ovillo en el suelo, las tablas suaves, frescas y reales bajo su mejilla, y no tener que levantarse nunca. Dormir cien años. No tener a nadie que la observara para seguir su ejemplo. Ser capaz de respirar…

– ¿Lady Mountrachet? -La voz de Newton ascendió por las escaleras-. Está haciéndose de noche, milady. Les resultará difícil a los caballos descender si no partimos pronto.

Adeline respiró profundo. Volvió a erguir los hombros.

– Un minuto.

Abrió los ojos y se llevó una mano a la frente. Rose no estaba y Adeline nunca se recuperaría, pero aún había riesgos. Aunque una parte de Adeline ansiaba ver a Eliza y a la niña desaparecer de su vida para siempre, había cuestiones más complicadas que zanjar. Con Eliza y Ivory desaparecidas, seguramente juntas, Adeline corría el riesgo de que la gente averiguara la verdad. Que Eliza hablara de lo que habían hecho. Y eso no debía permitirse. Por el bien de Rose, por su memoria, y por el buen nombre de la familia Mountrachet, Eliza debía ser encontrada, traída de vuelta y silenciada.

La mirada de Adeline volvió una vez más al escritorio y se posó sobre un pedazo de papel que emergía de debajo de una pila de libros. Una palabra que reconoció aunque al principio no pudo identificarla. Tomó el papel de donde estaba. Era una especie de lista, realizada por Eliza: cosas que hacer antes de partir. Al final de la lista estaba escrito «Swindell». Un nombre, pensó Adeline, aunque no estaba segura de qué lo conocía.

Su corazón latió acelerado mientras doblaba el papel y lo guardaba en su bolsillo. Adeline había encontrado el vínculo. La muchacha no podía esperar escapar sin ser observada. La encontrarían, y la niña, la hija de Rose, regresaría a donde pertenecía.

Y Adeline sabía a quién solicitar ayuda para que esto se cumpliera.

46

Polperro, Cornualles, 2005

La casa de Clara era pequeña y blanca, y se aferraba al borde de un promontorio, un leve trecho un poco más arriba de un pub llamado El Bucanero.

– ¿Quieres hacer el honor? -dijo Christian cuando llegaron.

Cassandra asintió, pero no llamó. Se sentía atacada, de pronto, por una oleada de excitación nerviosa. La hermana perdida de su abuela estaba al otro lado de la puerta. En breves momentos, el misterio que había marcado la mayor parte de la vida de Nell estaría resuelto. Cassandra miró a Christian y pensó otra vez lo contenta que estaba porque la hubiera acompañado.

Después que Ruby partiera para Londres esa mañana, Cassandra le había esperado en la escalera de la entrada del hotel, aferrando la copia de los cuentos de hadas de Eliza. Él también había llevado la suya, y descubrieron que, efectivamente, faltaba un relato en el libro de Cassandra. La diferencia en la encuadernación era tan leve, el corte tan exacto, que Cassandra no se había dado cuenta antes. Ni siquiera los números de las páginas ausentes le habían llamado la atención. La caligrafía eran tan retorcida, tan elaborada, que habría hecho falta un grafólogo para discernir la diferencia entre el 54 y el 61.

De camino a Polperro, Cassandra había leído «El huevo de oro» en voz alta. Mientras lo hacía, se fue convenciendo más y más de que Christian tenía razón, que la historia era una alegoría sobre la adquisición de la hija de Rose. Un hecho que le daba aún más certeza sobre lo que Clara quería decirle.

Pobre Mary, obligada a entregar a su primogénita y a mantener el secreto. No era un milagro que quisiera liberarse con su hija en sus últimos días. Una hija perdida perseguía a una madre toda la vida.

Leo tendría ahora casi doce años.

– ¿Estás bien? -Christian la estaba mirando, el ceño fruncido, los ojos entrecerrados.

– Sí -dijo Cassandra, apartando sus recuerdos-. Estoy bien. -Y, mientras le sonreía, no le pareció una mentira como habría sido habitual.

* * *

Alzó la mano y estaba a punto de agarrar la aldaba cuando la puerta se abrió. De pie frente al marco de la pequeña y estrecha puerta estaba una anciana regordeta cuyo delantal, atado a la cintura, daba la impresión de un cuerpo formado por dos bolas de masa.

– Los vi ahí de pie -explicó con una sonrisa, señalándolos con un dedo curvo-, y me dije: «Deben de ser mis jóvenes invitados». Entren y les prepararé una buena taza de té.

Christian se sentó junto a Cassandra en el sofá floreado, acomodando los almohadones tricotados entre ellos, para hacer sitio. Él parecía terriblemente desproporcionado entre tanto cachivache y adorno, a tal punto que Cassandra tuvo que resistir la tentación de reír.

Una tetera amarilla ocupaba un lugar prominente sobre un arcón de la sala, tapada por una funda con forma de gallina que se parecía mucho a Clara, pensó Cassandra: pequeños ojos alertas, un cuerpo regordete, una boca en pico.

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