Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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Madre y abuela hablaron esa noche por teléfono un largo rato, al cabo del cual Dora volvió a arrepentirse de haberla llamado, pues de nuevo, cuando más la necesitaba, menos disponible la encontraba.
Para el resto de los ACP aquélla fue también una noche triste, en efecto, pero a la mayoría de ellos les confirmó que la realidad era mucho más caótica, irregular e injusta que las novelas policiacas, en las que siempre solía quedar triunfadora la lógica del orden y la justicia de la lógica. Orden y justicia, al fin y al cabo eran dos buenos pilares sobre los que erigir un sólido edificio social.
En cuanto a Poe y Marlowe, a partir de esa noche, se hicieron amigos inseparables. No eran ni siquiera afines, pero se entendían. Uno introvertido, y el otro tan hablador. Uno bromista y el otro, triste. Uno lleno de fantasías coloristas y el otro retraído y taciturno. Marlowe se acostó en su cuarto y a Poe le bastó, con una manta, arroparse en un sofá y esperar a la mañana siguiente para marchar al banco, cosa que hizo antes de que Marlowe se despertara. Y desde el banco Poe logró al fin hablar esa mañana con la dulce, suave, misteriosa Hanna.
II
LE esperaba con la mesa puesta, la luz eléctrica apagada y una vela encendida. En aquel tenue resplandor temblaban las cosas en su misterio. Le pareció entrar en una almendra, defendido por aquellas paredes. Imaginó la mesa abastecida de diccionarios, pero tal como estaba, con su mantelito de color celeste, los platos de cenefa azul y las copas de agua y de vino rutilantes, le pareció el rincón más prometedor para la vida más deseable. Tenía algo del rincón pintoresco de una posada alpina.
Llegó Poe con una botella de vino, que compró de camino en una bodega próxima al Mercado de San Miguel.
No entendía de vinos. Se guió por el nombre, por la etiqueta y por el precio, pero deseó que a ella le agradase. Seguramente una mujer como Hanna, de su experiencia, habría ya descorchado muchas botellas de vino. Se la tendió en el momento en que ésta le abrió la puerta. Le dijo, he traído esto. No sabía si era así como se hacían las cosas, si había que llevar o no presentes a las casas en las que se era invitado. En el pueblo de donde procedía nadie invitaba a nadie. Pero había visto la semana anterior en una película de Rohmer que un joven se presentaba en casa de una amiga, para cenar, y le llevaba una botella de vino. En París la gente le da importancia al vino, pensó Poe, que jamás había salido de España. En Madrid las cosas seguramente ocurrían igual que en París. Todos decían que Madrid se había convertido en la capital de Europa y vivían como si Madrid hubiese ganado unos campeonatos del mundo en cosmopolitismo.
En la película que había visto Poe, la chica esperaba también al chico con una vela encendida. Ese detalle tranquilizó a Poe por lo que hacía a su botella. Quizá hubiera visto Hanna la misma película, aunque no con él, desde luego. Quizá por encima de los Pirineos las cosas sucedían de esa manera, con candilejas, con manteles, incluso con el detalle de haber metido dos claveles en un vaso con agua, sobre una repisa. Para Poe todo eso resultó nuevo, no eran así como sucedían las cosas en el pueblo en el que había vivido hasta hacía seis meses, hasta que pidió el traslado y se vino a Madrid. En realidad en su pueblo no sucedía nada. Se alegró de haber dado aquel paso, y estar en Madrid, incluso pasando por el trago de dejar a su madre sola.
Hanna le libró de la botella. La luz de la vela causó al joven una impresión muy grata y le sugestionó favorablemente. Se había vestido ella para la ocasión con un pantalón vaquero y una blusa blanca, con flores bordadas en el pecho. A la altura de las corolas de estas flores se marcaban sutilmente los pezones. Con aquella luz de la vela se formaba a su alrededor una sombra mitigada, que se los señalaba aún más, pero Hanna esto no lo podía saber, porque cuando se probó la blusa lo hizo con la luz eléctrica, y con ésta no notó nada especial. Fue después cuando encendió la vela y apagó la bombilla del techo cuando los dos botones se insinuaron con su sensualidad propia. Quizá de haberlo sabido antes Hanna hubiera buscado otra blusa en el armario. No quería parecer una descarada. Los españoles tendían a creer que ella, como danesa, estaría dispuesta a irse a la cama con el primero que se lo pidiese. También se había maquillado un poco, ella que jamás lo hacía. Algo debajo de los ojos, un secreto crepúsculo. Era mayor que él. Tal vez quisiese disimular la diferencia de edad. Poe se quedó mirándola. En un segundo tuvo que dilucidar si le gustaba más así, con aquella sombra azul que gravitaba en sus párpados, o sin ella. Pero no tuvo tiempo, porque las cosas en los sueños van muy deprisa siempre, y aquella velada había empezado para él como un sueño.
Dejó Hanna la botella sobre la mesa y ayudó a su amigo a quitarse el abrigo. Parecía, por la angostura de todo, que al quitarse el abrigo alguno de los dos iba a tener que salir al rellano de la escalera, porque no iban a caber allí los tres, ellos dos y el abrigo.
Se entraba directamente de la escalera en aquel saloncito abuhardillado, que servía al mismo tiempo de cuarto de trabajo y de estudio, de comedor y de salita. Una puerta al fondo comunicaba este cuarto con un dormitorio en el que sólo echado o sentado sobre la cama podía estarse con comodidad, debido a las pronunciadas pendientes del tejado que iba a morir donde acababa la habitación. La cama, hecha sobre una plataforma de unos veinte centímetros de alto, estaba cubierta con un edredón de patchwork, muy nórdico. Como cabecera, pinchado en la pared, había un paño indio, con graciosos renacuajos acróbatas. Se descubría en los primores y minucias la ordenada mano de una mujer. No es muy grande el apartamento, le explicaba Hanna a Poe mientras le servía de cicerone. A Poe no se le pasó por alto la anchura de aquella cama, las dos lámparas encendidas a uno y otro lado, sobre sendos cubos mínimos de madera. En la mesilla próxima a la pared, en la parte en la que incluso tumbado era fácil rozar el techo con la frente, había dos o tres libros. ¿También de Hanna, de alguna otra persona? Imaginó que en cada lado de aquel tálamo podrían dos personas enamoradas llevar una vida feliz en común, cada cual con sus libros de cabecera, sus mañanas de sábado prolongadas, sus descansos reparadores dominicales… Le gustaban los ambientes recogidos, silenciosos, un poco misantrópicos como él mismo. Imaginó que las sábanas olerían a lavanda, a genciana, a malvavisco o a cualquiera de esas flores que salían en los cuentos de Andersen. Tras el dormitorio, el cuarto de baño parecía en realidad el de una casa de muñecas, lo mismo que la cocina, a la que se accedía por la puerta de la derecha y cuyo tamaño era más propio de la cabaña de Blancanieves. En ella vio Poe los cuencos y fuentes en los que esperaba, ya preparada, la cena, el cestito del pan, la jarra de agua, la botella de vino que él había traído, junto a la mercada por Hanna.
No había muchos muebles allí, no podía haberlos. En el saloncito, aquella mesa camilla, dos sillas de enea, un sillón orejudo metido en un rincón, junto a una discreta estantería de maderas lavadas con dos docenas de libros, un póster de una mujer de Matisse, un espejito de marco moruno, en el rincón una pequeña cintia que rozaba con sus hojas en el techo bajo. Frente a la mesa se encontraba una ventana balcón a la que se accedía por dos peldaños, pintados del color de las baldosas, rojo de carruaje.
Hanna conocía bien el itinerario que debían seguir aquellas visitas guiadas, coronadas en la mínima terraza desde la que se atalayaba un panorama fascinante, formidable, único. No era tampoco un espacio generoso, ciertamente. Participaba de la escala liliputiense que tenía todo allí. Pero la joven conocía de sobra la impresión que aquello solía causar a las visitas, de modo que cediéndole el paso a Poe se quedó detrás, vagamente escorada, pendiente de la expresión de su rostro, atenta a lo que en él se pintaría en cuanto se enfrentara a lo que ella desplegó para él, como un inmenso tapiz.
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