Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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A don Luis Alvarez fue a recogerle su mujer a la comisaría a las once de la mañana para llevárselo antes de que siguiese haciendo tonterías.
Se encontró su despacho como ese escenario en el que ha tenido lugar la representación de un gran drama: vacío, sucio y revuelto, sembrado de vasos de papel con restos retestinados de coñac y café, en los que habían apagado una ingente cantidad de cigarrillos, llenando aquel recinto de un olor pestilente.
Don Luis, hundido en un cómodo sillón rotante, se mecía a uno y otro lado con el mentón no menos hundido en su do de pecho: era lo que se dice un hombre humillado. Demacrado por el cansancio, sin afeitar y sin habla, esto último no por la emoción, sino por la ronquera, parecía estar esperando a que alguien, como en tantos apuros, lo sacara del paso. No quedaba allí más que un retén de guardia y don Luis, detrás de su mujer, se deslizó hacia la salida con sigilo y celeridad. La culebra que ha conseguido librarse del azadón del labriego se escabulle entre las zarzas con no más habilidad ni prontitud.
En el calabozo restaba sin embargo el sobrino del viejo de la calle del Pez, a la espera de que alguien le dijese de qué se le acusaba o de que un ser compasivo como Poe le pusiese en libertad. También ignoraba lo que hubiese o no sucedido con el golpe de Estado. Fuera, una mujeruca, su esposa, con un abrigo de fustán verde que no se quitó en toda la noche y un moquero arrebujado en la mano, con los ojos enrojecidos por el llanto y la vigilia nocturna, no sabía a quién preguntar, porque nadie sabía qué responder y otros ni siquiera se tomaban la molestia de escucharla.
En los días que siguieron al golpe de Estado, se le sometió a ese infeliz a concienzudos y sistemáticos interrogatorios que pautó el propio don Luis, muy interesado en borrar con eficacia policial las veleidades patrióticas de esa noche.
Desde luego al sobrino se le torturó de muy diferentes maneras durante tres días, sin permitirle dormir, sin darle de comer y con abundantes vejaciones, amenazas y maltratos a los que nadie hubiera podido calificar de torturas. No admitió nunca haber matado al viejo, desde luego, pero ni lo negó con suficiente vehemencia ni fue explícito en muchas de las respuestas, y acabó delante del juez, que ordenó su prisión.
Al igual que la mayor parte de compañeros, los más afines a él al menos, Maigret abandonó las dependencias policiales hacia las seis de la madrugada del día 24 de febrero, mientras su jefe trataba de convencerles a todos, hablando con unos y con otros, de que su celo de la tarde y parte de la noche había sido fruto de un arranque patriótico y una espontaneidad que le ponía a salvo de cualquier trama organizada, aunque aseguraba que algo como lo ocurrido, felizmente concluido sin mayores lesiones personales ni institucionales, era una cosa bonísima para la democracia y la corona, que saldrían reforzadas de aquel episodio, que era, no obstante, un toque de atención que no podía ser pasado por alto ni por la corona ni por los partidos políticos ni por los sindicatos obreros ni por la ciudadanía en general. Sin saberlo estaba expresando don Luis ideas que unas horas más tarde se verían en letras de molde en los editoriales de algunos periódicos españoles.
A Nero Wolfe, de nombre Jesús Violero Mediavilla, propietario del Restaurante Tazones, el doctor Agudo, conocido también como Sherlock Homes en el club de los ACP, consiguió meterle el miedo en el cuerpo en cuanto salieron ese día del café Comercial, y se pasó la noche sin saber si debía o no quemar los archivos, fichas y libros de asiento en los que figuraba la historia de los ACP, ya que con ese nombre podía originarse cualquier malentendido de consecuencias funestas para todos, e inventariando los víveres de los que se disponía en su negocio, por si venían mal dadas.
Por su parte, para Sherlock Holmes fue una de las peores noches de su vida: tenía un hermano filocomunista, al que ya veía cadáver en cualquier cuneta de la Casa de Campo, y dos hijos cuyo aspecto capilar, en barbas y cabelleras, les habría condenado a pena de muerte ante cualquier Junta de Justicia Militar, de modo que se pasó la noche taciturno, con un whisky en la mano del que no probó apenas gota, mirando torvamente las imágenes que sacaban en la televisión y creyendo, cada vez que en ellas veía moverse un guardia civil o salir o entrar un militar de graduación, que allí iba a empezar cualquier hecatombe.
Para Espeja el viejo el día, desde luego, no había empezado mejor, pero no en vano se era director de Ediciones Dulcinea S. L. para no saber pilotar en medio de las galernas. Se había quedado en el mismo día sin autora de novelas rosa y sin autor de novelas negras. Cierto. Tras el altercado con Paco Cortés, recapacitó un par de horas, paseándose de arriba abajo con aquel cigarro habano que se le apagaba por falta de dedicación y que apestó su despacho y su persona. Cuando al fin se marchó Simón, el viejo mozo, repartidor y paquetista, la señorita Clementina consoló al viejo editor del lobanillo en el cogote como sólo una secretaria fiel y leal es capaz de hacerlo: debía arreglar las cosas con doña Carmen y romper de una vez por todas con Paco Cortés, cada vez más insolente y engreído y de quien no podía soportar que le diera siempre recuerdos para su madre, cuando era notorio qué ni ella soportaba a su madre ni su madre la soportaba a ella, y además, ¿qué cuernos le importaba a Paco Cortés su madre, si no la había visto en su pajolera vida? Y así lo hizo Espeja el viejo esa misma tarde, como lo aconsejaba el buen sentido de la señorita Clementina.
– Doña Carmen -le dijo-, sabe que las personas tenemos de vez en cuando prontos irresponsables. ¿Quiere usted escribirme durante unos meses las novelas policiacas, además de las suyas? Le consta de sobra que sus novelas románticas me entusiasman, como le entusiasmaban ya a mi-tío-que-en-paz-descanse.
Y prometió pagarle más de lo que le pagaba a Cortés. Quinientas cincuenta pesetas.
Espeja el viejo, escamoteándole cincuenta pesetas por folio al tiempo que la hacía creer que le subía el estipendio, cuando en realidad se lo bajaba, se tuvo por el Rommel de los negocios, y desde luego que no telefoneó a Espartinas. Tampoco hubiera encontrado a Paco.
Para éste esas horas fueron bien amargas. Nunca había sido Madrid más una ciudad de cuatro millones de cadáveres como aquella noche.
Después de abandonar la casa de Dora, Sam Spade, ex escritor de novelas policiacas, noctívago como Paco Cortés, hasta llegar a El Mirlo Blanco, un pub de General Pardiñas, donde se refugió toda la noche, al igual que una docena de parroquianos inadaptados, conocidos unos, desconocidos otros, solitarios o separados como él, de vida contradictoria, desarreglada y burguesa, y con ellos y el dueño del pub siguieron a puerta cerrada los acontecimientos, bebiendo, fumando y hablando tranquilamente hasta que salió el sol, momento en el que se lo llevó del brazo una de esas mujeres jóvenes que rondan a los hombres maduros, y a las que sabía revestir en sus novelas de un halo de misterio y poesía, pese a que cuando se las tropezaba en la realidad le parecían grises y desdichadas como él mismo, con una historia sin el menor misterio y sin ninguna poesía, de retirada, como él, de todos los desórdenes.
Por la mañana Mason telefoneó a Spade. No le encontró en casa ni ese día ni al otro. Y empezó a preocuparse. Tampoco Dora, a la que Mason telefoneó el sábado siguiente, sabía de su ex marido, desde que el día del golpe de Estado salió de su casa.
Y en cuanto a noches tristes, quizá fuese ésa, para Dora, una de las más tristes. No quiso decirle esa noche a su ex marido que la relación que había mantenido durante once meses con el periodista Luis Miguel García Luengo se había terminado hacía más de quince días, cuando éste, cansado de esperar un cambio de actitud, la culpó de seguir enamorada de Paco Cortés y de ocuparse mucho más de la niña que de él mismo, y ella no encontró ni fuerzas ni ganas para negarlo ni discutírselo. Pero habérselo confesado a Paco Cortés esa noche habría sido meterlo en casa de nuevo. Así que se quedó detrás de la puerta llorando y sollozando hasta que la voz de la niña, que preguntaba por ella, la arrancó de su propio abismo. Telefoneó luego a su madre para preguntar por su padre, pero las líneas telefónicas permanecían colapsadas y sólo a las dos de la mañana su madre, bajo los efectos del Marie Brizard, le reconocía llorando que no sabía si podría soportar un minuto más a su padre y que había tenido la vida más desdichada que cabía imaginar. Nada que no supiera ninguna de las dos. Y así, hacia las cuatro de la mañana, con el televisor encendido, Dora durmió cuatro horas, hasta que a las ocho, como un reloj, la despertó su hija Violeta, uno de los seres felices que vivieron aquellas horas como otras cualquieras.
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