Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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Las habitaciones y habitáculos del piso eran angostos. Para pasar de una a otra habitación policías y vecinos se veían en la necesidad de saltar por encima del cadáver, atravesado en el pasillo, y las conversaciones se habían animado tanto que se hubiese dicho que se encontraban celebrando algo. Al rato se presentaron los empleados del Instituto Anatómico Forense, se llevaron el cuerpo y contribuyeron algo a serenar los ánimos y a aliviar las apreturas.
Se iba a retirar ya todo el mundo, cuando apareció por allí un sobrino del fallecido, al parecer la única familia que le quedaba a éste.
Era un hombre de unos cuarenta años, malencarado, sin afeitar, con las manos aún sucias porque le habían arrancado del trabajo, un taller de coches. Un hombre corpulento, con exagerada barriga cervecera. Recelaba de todo el mundo, irritado porque se hubiera invadido un lugar que se suponía era ya de su propiedad. Según le confesó al juez había venido porque su tío así se lo había pedido por teléfono unas horas antes, pero no ocultó desde el primer momento que sus relaciones con él no habían sido en los últimos meses todo lo buenas que fueran en otras épocas y aseguró que no lo veía desde hacía lo menos un año. La mujer del vecino oyó esa afirmación, y se llevó a Maigret a un rincón, para asegurarle que le había visto en las últimas semanas al menos en un par de ocasiones. Maigret dio las gracias a la mujer por esa información, le pidió que no hablase con nadie y esperó a que el juez acabara de tomar declaración al sobrino. En cuanto le dejaron, Maigret informó al juez y le puso al corriente, de espaldas a los curiosos, de la información de la vecina. Al juez esta revelación inesperada, que complicaba el caso, le contrarió aún más, porque quería acabar cuanto antes y marcharse a su casa, de modo que dio por concluidas diligencias y preguntorios, ordenó que se llevaran detenido al sobrino, echó a todo el mundo de allí y declaró secreta la instrucción del sumario.
La brigada volvió andando a la comisaría. Bien porque ésta se encontrara a unas manzanas de distancia, bien porque esa tarde especial todo andaba desquiciado, debieron conducir al detenido, esposado, entre dos guardias, a pie, por aquellas calles viejas, iluminadas con farolas exhaustas y lampiones isabelinos. La escena, de otros tiempos, contribuyó sin duda a que las personas que presenciaron la marcha de aquel cortejo siniestro sacaran conclusiones erróneas y creyeran que había empezado lo que Sherlock había vaticinado con tanto pesar: ni siquiera habían esperado a medianoche para las primeras sacas y paseos.
Maigret, sensible a las alarmas sociales, ordenó a los policías armados que apretaran el paso y que marcharan con más recato por una acera y no por mitad de la calle.
– Has sido tú -concluyó uno de los inspectores, uno joven también, alto, indiferente al drama-. Está bien claro. No hay más que verte para saber que eres un tío raro. Vas a cantar de plano. Los locos sois los que mejor cantáis, os gustan los auditorios.
– Se os coge por tontos, más que por malos -abundó su compañero, mientras ofrecía con buena camaradería un cigarrillo al reo, que se lo llevó con las manos esposadas a la boca.
– Aquí hay caso -dictaminó Maigret-. Tú, Poe, qué piensas.
Poe, por respeto al hombre que llevaban detenido, no se atrevió a abrir la boca. El detenido aguantaba con paciencia las imputaciones de los policías.
– ¿Qué nombre es ése? -preguntó el inspector alto a Poe.
Este no respondió.
– Venga -insistió Maigret-. Alguna teoría tendrás.
El muchacho se detuvo y dejó que el corchete de guardias, los inspectores y el detenido se adelantara unos pasos.
– ¿A veces no hay gente que se suicida con una bolsa de basura? -preguntó tímidamente Poe-. A lo mejor esto es un suicidio.
– Pero aquí no había ninguna bolsa de plástico -objetó Maigret.
Le producía lástima aquel hombre que llevaban preso, pero no se atrevió a confesar un sentimiento tan ingenuo.
– Chaval, tú no tienes ni idea -respondió el alto, que alcanzó a oír su hipótesis.
Maigret y Poe, que cargaba con la maleta, se retrasaron unos metros más, para evitar nuevas intromisiones.
– Lo que tendría que hacer Spade es olvidarse de todo eso de la agencia, dejar de escribir novelas americanas, y ocuparse de lo nuestro. ¿Qué tienen los americanos que no tengamos nosotros? Este va a ser un caso interesante y Spade podría contarlo como nadie -dijo el policía-. Si se tiene una muerte, y muerte la tenemos, y se tiene un asesino, y asesino lo tenemos, tenemos una vida y una muerte, y con eso, ¿para qué se quiere más? Las novelas hablan todas de lo mismo, una muerte y una vida. Si las novelas empiezan por una vida y acaban en una muerte, es literaria. Si la novela empieza por una muerte y acaba contando una vida, es policiaca. Las dos son buenas.
– No sé -dijo Poe, con esa costumbre de empezar siempre con un no, para no contrariar a nadie. Quizá haya sido el sobrino. Podría ser el sobrino, aunque lo dudo. En ese caso habría demostrado que es más pobre hombre de lo que parece. Él es el único heredero. Pero ¿heredero de qué? Cuatro tiñas, dos trajes viejos, una cartilla de ahorros y un piso en el que olía a puerros. Si lo hubiera matado él, no se le habría pasado por alto que él sería el principal sospechoso. De modo que no hay móvil manifiesto. Además el viejo tenía ya ochenta y dos años y un aspecto no precisamente saludable. Podría haberle asesinado en un arrebato, si hubiera vivido con el, pero no se veían apenas. Todo el mundo ha confirmado además que era un hombre tranquilo, afable, educado. Un bendito En la casa no había muestras de violencia. Como crimen, con ese detalle de los zapatos y la bufanda tan colocados por el asesino para despistar a la policía, es un crimen de novela. Pero la vida no está hecha de novelas, sino al revés, las novelas están hechas a partir de la vida. Por eso la mitad de las novelas de las que hablamos en los ACP son tan malas. Para mi la clave de esta muerte está en el pasado de ese hombre. Habría que investigar cuál ha sido su vida. Ésta es una historia que empieza en una vida y acaba en una muerte. No es de las que empieza en una muerte, aunque lo parezca. En la gente que muere tan vieja y de modo tan dramático y misterioso, la clave de lo que es está en su pasado. En un noventa y nueve por ciento. Me parece. No puede explicarse nada si nos limitamos a buscar una causa para cada efecto, porque cada efecto es consecuencia de muchas causas, y todas ellas tienen detrás otras muchas causas de muchos otros efectos. A todo ello le llamamos el pasado.
Maigret le miró desconcertado.
– ¿A qué pasado te refieres?
Poe le contestó encogiéndose de hombros.
La noche era fría y la luz de los faroles parecía soldarse a su alrededor con el halón moribundo. Se diría incluso que pese a que las calles estaban vacías, también lo estaban las casas, la mayor parte de cuyas ventanas, a oscuras, certificaban el color del miedo.
Llegaron a la comisaría de la calle de la Luna a las diez de la noche, y para entonces la borrachera de don Luis, multiplicada por el efecto de los antibióticos, había alcanzado cotas inimaginables. Su despacho se le había llenado de personajes pintorescos, hombres en su totalidad y en número no inferior a diez y con la siguiente característica: o eran muy jóvenes o de la edad del propio don Luis, y aun mayores. Todos ellos bien vestidos, los más viejos con la camisa azul debajo de sus abrigos. Unos se mordían las uñas, otros miraban el televisor portátil del que antes habían disfrutado los guardias, y otros confeccionaban y discutían unas listas en las que por orden de prelación se minutaban las actuaciones inminentes, especificadas en detenciones, escarmientos ejemplares y ocupaciones de diferentes locales sindicales y políticos. Reinaba allí una mezcla de euforia, escalofrío histórico, delirio de grandeza y sed de venganza y revancha. Y si cuando la muerte de Franco algunos lo habían celebrado descorchando champán, en esa noche feliz aquellos extraños habían llenado la comisaría de botellas de coñac patriótico, más aconsejable para resistir una noche como la que en principio se les ponía a todos por delante.
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