Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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La casa de Marlowe, o para ser más precisos, de sus padres, defendida por una puerta con cerrajerías y blindaje escandalosos, era la más extraordinara combinación que podía pensarse. Por un lado, una verdadera armería, digna del Museo del Ejército, y por otro, una colección espectacular de relojes, de pared o consola, así como otros, antiguos, de bolsillo, que se disputaban el espacio que dejaban libre las panoplias y demás doseletes armados, asombrando a todo el que, como Poe, entraba allí por vez primera.
No había un solo hueco en las paredes ni un centímetro cuadrado del amplísimo salón que no estuviese ocupado por aquellas panoplias, vitrinas y reposteros en los que se combinaba en forma de artísticos rondós o cuarteles, sobre lechos de terciopelo, en el caso de las vitrinas, o contra paredes forradas de moaré o damascos del mismo color en el caso de las panoplias, un arsenal compuesto por más de quinientas armas cortas de fuego de todos los tiempos, fabricantes y naciones, con su correspondiente y minuciosa cartela caligrafiada en preciosa gótica alemana, y un número incalculable de relojes que hubieran bastado para contabilizar los siglos transcurridos desde el comienzo de los tiempos.
Dejaron el televisor encendido y con el volumen alto, acamparon en la cocina, dieron cuenta de un pollo frío y dos botellas de vino, hablaron como dos buenos amigos de novelas y películas policiacas preferidas, repasaron uno por uno los miembros de los ACP, de los que Marlowe fue haciendo un retrato divertido, habló de sus propios proyectos de independencia y sólo después de que el rey apareciera a medianoche para tranquilizar a la nación, Marlowe le mostró a Poe los tesoros que su viejo había ido adquiriendo, estudiando y catalogando a lo largo de treinta años en los más diversos mercados, afición que había heredado él con no menos furioso y minucioso entusiasmo.
Había allí pistoletes, cachorrillos, pistolas de duelo, de avispero, colts, revólveres de lo más variado, ordenados por épocas, por tamaños, por filigrana, en roseta, con los cañones apuntando al centro, en espiga, en ringlero, en escala…
– ¿Esto es legal? -preguntó Poe.
– ¿Te refieres a tenerlas así? Seguramente no. Pero no creo que a mi viejo le digan nada. Tiene vara alta en la comandancia.
En el capítulo de las armas modernas las había igualmente variadas.
– ¿Todas en uso?
– Esa es la gracia. En principio todas deberían funcionar.
Es como si te gustan los perros y los tienes disecados. Un arma es como un criado, la mejor compañía si se sabe vivir con ella en paz. Un arma te defiende siempre y ataca sólo cuando tú quieres. Como los perros. Más que los perros. Porque una pistola piensa lo que piensa su dueño.
– Si a eso le podemos llamar pensar -insinuó Poe.
Marlowe hizo como que no había oído. Se le llenó la boca con nombres de todo tipo, pistolas de sílex, marcas exóticas, fabricantes muertos hacía ya doscientos años, Smith & Wesson clásicos, de hierro cromado y culata de marfil, las fúnebres
Berettas, las vanidosas Benelli y las Asirás compactas y cerriles, incluso uno de los míticos revólveres del Doctor Le Mat, fabricado en Nueva Orleans.
– Es interesante todo esto.
En la apreciación de Poe no había la menor simpatía. Se veía que las armas le desagradaban, pero ese disimulo no lo notó Marlowe, que se sumó a la frase de su amigo:
– ¿Verdad que sí?
Parecía Marlowe uno de esos cocineros a los que entusiasman sus propios guisos. Tomó una de las pistolas, una Mauser de leyenda, fabricada por el propio Luger en 1914, con cargador a punto, y la puso en la mano de Poe. Lo hizo Marlowe como habría hecho si se tratase de una mujer desnuda sobre la que tuviera completa competencia y permitiese a su amigo que le acariciase un pecho con un «anímate, hombre, tócaselo, me gusta que lo hagas, comprueba qué maravilloso es».
– ¿No te parece…la perfección misma?
Poe no sabía qué hacer con aquella pistola en la mano, pero tampoco dónde soltarla. Pesaba mucho. Temió incluso que al dejarla sobre la vitrina, quebraría el cristal.
– Yo no entiendo de armas -se disculpó-. Tampoco de perros. Me temo que uno es más de gatos.
No quería mostrarse descortés con Marlowe.
– ¿Has disparado alguna vez? ¿No? Eso es lo que te pasa. Hasta que no lo hagas no puedes decir que no te gustan. Es como las mujeres, una cosa es mirarlas y otra muy diferente hacerlas el amor. Pues las armas, aparte de ser como los perros, son como las mujeres. Mientras no se las acaricia no sabes de veras lo que sientes por ellas. Es un relajante. Llegas a la galería de tiro con problemas y una caja de munición y cuando se te han acabado las balas se te han acabado los problemas.
Eligió Marlowe de entre unos cuantos prodigios de precisión, guardados en un armario armero, seis o siete, pistolas y revólveres, y los metió en una bolsa de deporte, lo mismo que diversa munición.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Poe cuando le vio dirigirse con la bolsa a la puerta.
– Vas a ver.
– Me parece que no es el mejor momento para ir por la calle con este arsenal.
Nou problen, dijo Marlowe. No había que salir del edificio. En el sótano su viejo se había preparado, insonorizada y blindada con hormigón armado, una estrecha y larga galería de tiro, con bóveda de medio punto, neones blancos que llenaban la cueva de ecos de antracita y fulgores de morgue.
Poe lo miroteaba todo como esa persona que ha resuelto no admirarse ya de nada. Marlowe le puso las orejeras y un arma en la mano, concretamente una Springfield Defender. Luego se colocó sus propios cascos. Frente a sí tenía, en papel, a doce metros, la silueta de un hombre, con una diana pintada a la altura del corazón. Con un gesto de cabeza le dio a entender que aquel monigote era un hijo de la gran puta que acababa de tropezarse con él y pretendía robarle, violar a su novia y a su hermana y quedarse con la patria. ¿Qué hacer?
– Fríele a tiros, Poe, es todo tuyo.
Por más que apretó el gatillo, no consiguió Poe disparar el arma. Fue preciso que Marlowe, con la sonrisa del que asiste a los primeros pasos de un niño, le instruyera.
– La gente que lee novelas policiacas no sé cómo se entera de lo que pasa en ellas, porque hasta que no se tiene un arma en las manos, no se sabe nada. Es como hablar de mujeres con un seminarista. Y en los ACP el único que de verdad se interesa por estas cuestiones, aparte de Maigret, es Sam, que sí sabe. Los demás no tienen ni idea y no sabrían distinguir una pistola de una libra de chocolate.
Terminado el primer cargador, Poe devolvió la pistola a Marlowe, decepcionado más que por él, por su amigo, al ver la cara que éste ponía al examinar un blanco en el que había errado todos los impactos. Pero no era hombre que se arredrara ni desalentara fácilmente
– Habrá que educar ese pulso -dijo.
A continuación probó él y de doce balas, diez se alojaron en la cabeza de su enemigo y dos en el corazón. Su cartera, su novia, su hermana y la patria estaban a salvo.
Le hizo probar otras armas, como el enólogo al que bastan unos buchitos para alcanzar las excelencias de un caldo.
Eran las cuatro y media de la mañana cuando subieron de nuevo a casa de Marlowe. De aquella noche Poe extrajo la enseñanza de que no le gustaban las armas; Marlowe, que había hecho un buen amigo; y ambos, que aquel golpe de Estado había sido una verdadera chapuza, toda vez que ni siquiera les darían un día de vacación en sus respetivos trabajos y ya sólo disponían de unas pocas horas de sueño.
Para el resto de los personajes de esta historia la noche fue igualmente memorable, lo mismo que para la mayoría de los españoles que la vivieron en ciudades por las que pasó muy cerca el fantasma de la guerra civil, aunque ninguno de los que aquí han aparecido hicieran cosas que fuesen por sí mismas dignas de ser recordadas de no haber sido por las circunstancias extraordinarias en que sucedieron.
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