Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto

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Los amigos del crimen perfecto es una novela coral vertebrada en torno a un grupo de amantes de la novela negra que persiguen, desde hace años, tanto el estudio como la quimera de un crimen perfecto, hasta que la realidad acaba envolviéndoles en uno que, siendo un crimen perfecto, acaso ni es crimen ni perfecto.

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Diez minutos en aquel ambiente habrían sido suficientes para convencer a cualquiera de que la intentona había sido ya un rotundo éxito, de que el rey estaba al frente de ella y de que sólo había que esperar a la autoridad militar que iba de nuevo a meter en cintura al país.

Nadie reparó en la entrada de Poe, Maigret y los compañeros de la brigada, pero a Poe no se le pasó por alto aquel contubernio batutado por un don Luis que amenazaba con liarse a tiros hasta que todos los enemigos de España salieran corriendo como conejos.

Dejaron al detenido en un calabozo, solo. En el de al lado aguardaban dos mujeres, manualistas, acusadas de ejercer su oficio en las aceras de la Gran Vía, sentadas en un banco.

El panorama desanimó a Poe, que se despidió de su amigo:

– Me voy a la pensión.

Poe se quedó solo en un pasillo. Volvió sobre sus pasos, abrió el calabozo donde esperaban las descuideras, y les ordenó:

– Salgan, váyanse a casa.

Las mujeres, delante, salieron, y nadie las detuvo en la puerta. Ni siquiera supieron que tenían que darle las gracias.

Ya en la calle, Poe se llegó hasta la catefería en la que algunas noches se tomaba un sandwich de queso y un descafeinado para cenar, pero la encontró cerrada, al igual que todas las demás de la Gran Vía y los cines. Uno de ellos apagaba en ese instante las luminarias de las carteleras y dejaba frente a la taquilla a tres desavisados, locos o inconscientes espectadores que debían de considerar compatibles el séptimo arte y los golpes de Estado. Desde una cabina de teléfonos Poe llamó a Hanna, como había hecho esa tarde antes de ir a la tertulia, pero nadie descolgó el teléfono. Le habría gustado pasar esa noche con ella.

Era una mujer enigmática, pero la quería. Telefoneó luego a su madre. Tampoco pudo hablar con ella. Las líneas nacionales estaban colapsadas. Hubiera querido tranquilizarla. Era una de las personas a las que la guerra había destruido la vida. Había pensado decirle que todo estaba en orden en Madrid y que él se encontraba bien, en compañía de unos amigos. En ese momento divisó unas tanquetas de la policía y unos jeeps militares circulando en dirección a Cibeles. ¿De dónde los amigos?, imaginó que le preguntaría. Del banco, mamá, le hubiera mentido.

La sirenas y señales luminosas de los coches, tanquetas y furgones policiales, rayando a toda velocidad el aire fosco y frío de la noche, daban a la ciudad, vaciada por el miedo y la incertidumbre, un aspecto irreal y único que no conocía Madrid desde los días de la guerra.

A medida que se acercaba a la Carrera de San Jerónimo se sorprendió Poe de que nadie le impidiera avanzar. Sólo un grupo de unas veinte personas, hombres también, venían hacia él, con paso firme. Tenían todo el aspecto, por el modo de meter los tacones en el suelo, de que se trataba de un grupo de patriotas. Ellos y Poe se cruzaron a la altura de Lhardy. Unos metros antes de que se produjera el encuentro Poe levantó el brazo con el saludo romano sin dejar de caminar, como si la prisa que llevaba se debiera a que le esperaban en el cuartel general. Los del grupo, enardecidos por el gesto de aquel espontáneo, levantaron a su vez los brazos y lanzaron los vivas rituales a los que Poe no respondió. Sostuvo las miradas de aquellos extraños, sintió sobre la suya la alegría y el entusiasmo de unas vidas que de pronto parecían haber encontrado su unidad de destino en lo universal. Siguieron ellos camino de los luceros y Poe hacia el Congreso. No tenía miedo. A nadie llamaba la atención su presencia en la calle a esa hora. Qué seductora una ciudad, pensó, en la que nadie te conoce, en la que nadie puede reconocerte, y en la que tampoco conoces a nadie.

A la altura de Cedaceros le detuvo la primera barrera policial, compartida ésta por un coche de la policía y más allá por un Land Rover atravesado en medio de la calle, al mando del cual estaban unos muchachos con el brazalete blanco de la Policía Militar.

Dos policías vestidos de uniforme impidieron que Poe siguiera adelante con su caminata.

– Mi padre está dentro, es diputado. Quiero saber qué pasa. Mi madre está preocupada -dijo.

– No podemos dejarte pasar.

Le vieron demasiado joven y lampiño para tratarle de usted.

Poe no era de los que mendigase nada, y se dispuso a dar media vuelta y desaparecer. Los policías debieron de apiadarse de él, le palmearon el hombro y le extendieron su particular salvoconducto:

– Diles a los compañeros de allí -y señaló el que hablaba una segunda barrera- que vienes a preguntar por tu padre y que te hemos dejado pasar nosotros.

La segunda y definitiva barrera estaba formada a unos treinta metros de la puerta principal de los leones. Esperaban allí algunos curiosos, muchos policías de paisano, mandos en su mayoría, algunos miembros subalternos del Gobierno y altos cargos, como directores generales o secretarios de Estado, otros militares de graduación, periodistas, no muchos, e Isidro Rodríguez Revuelto, más conocido en el universo del Crimen Perfecto como Marlowe.

– Marlowe, ¿qué haces tú aquí?

Le rozó el brazo por detrás.

– De miranda, Poe -respondió Marlowe como un fulminante de zarzuela-. Pero aquí llámame Isidro, porque si no van a creer que nos pitorreamos de alguien, y no me gusta que me llamen Isi.

– A mí me da igual que me llames Rafa o Rafael, como prefieras. ¿Cómo te han dejado pasar?

– Les he dicho que mi padre estaba dentro -dijo en voz baja.

– Yo, lo mismo -dijo Poe.

La coincidencia les desató una carcajada, que los más próximos, ajenos a la causa, reprobaron con miradas escandalizadas: cuando la patria agoniza no está bien reírse por nada, ni siquiera aunque se piense heredarlo todo. Las formas son las formas. A Poe no le caía mal Marlowe, como a Mason. Audacia o atolondramiento, Marlowe entre unas cosas y otras llevaba allí tres horas largas, después de haberse pasado por su casa, tras la tertulia, merendar, cambiarse de ropa y acicalarse como para salir de ligue. Confraternizaba con algunos policías obsequiándoles con tabaco y ofreciéndose de mozo para lo que gustaran.

Las cosas en el Congreso seguían poco más o menos en un punto muerto. Nadie sabía nada. Todos esperaban al jefe de la conspiración, que no acababa de personarse. Empezaba a hacer frío de veras. Un efecto óptico levantaba de la fuente de Neptuno el mágico y engañoso cendal de niebla que subía con parsimonia por la Carrera. Los funestos presagios que venían envueltos en ella no podían ser menos ambiguos: aquello iba a terminar en un baño de sangre, y Poe y Marlowe, que no habían sentido miedo, consideraron una estupidez morir tan jóvenes por España, y decidieron que iba siendo hora de retirarse.

Rompieron de nuevo el cerco y volvieron a la Puerta del Sol. En los pocos bares que encontraron abiertos les negaron la entrada. Poe, en la puerta misma de su hostal, se despidió de su amigo. Este trataba de alargar en lo posible la compañía.

– Vamonos a mi casa. Estoy solo.

Sus viejos estaban de viaje, su hermana dormía en casa de una vecina y él, en teoría, lo haría en casa de un amigo. Pero no pensaba hacerlo. Todo había sido una añagaza para orearse y ver los acontecimientos.

– En casa he dejado cosas para cenar -añadió persuasivo.

No les resultó difícil encontrar un taxi libre. Circulaban a pares, todos vacíos, conducidos por taxistas presumidos o temerarios, o ambas cosas al mismo tiempo, como el que pararon Poe y Marlowe. El taxista no hizo más que alardear de que él era un trabajador a quien no movería nadie de su taxi así se hundiera la mitad del continente, dicho con esa fatalidad que los taxistas madrileños han creído siempre filosofía pura:

– A mí no me van a quitar de currar ni estos ni los otros.

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