Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto

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Los amigos del crimen perfecto es una novela coral vertebrada en torno a un grupo de amantes de la novela negra que persiguen, desde hace años, tanto el estudio como la quimera de un crimen perfecto, hasta que la realidad acaba envolviéndoles en uno que, siendo un crimen perfecto, acaso ni es crimen ni perfecto.

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– Rafael, ¿entramos?

La luz de la vela los recibió como a dos huérfanos perdidos en el bosque.

– Somos Hansel y Gretel -dijo Poe nervioso, frotándose las manos para hacerlas entrar en calor.

A Hanna le pareció una delicadeza aquella alusión nórdica, que aunque no era danesa, se le acercaba. Eran las cosas que le atraían de aquel muchacho.

– ¿Por qué lo dices?

– Por la luz de la vela. Viviría toda la vida con velas, con candiles, al lado de un fuego. Eso es real. La luz eléctrica no lo es. La llama es algo más, es vida, es calor, es un fuego, es el mismo amor.

Enrojeció su cara súbitamente ante la desproporción retórica de una frase como ésa, y no quiso Poe dejarla así, sin intentar arreglarlo:

– Una bombilla es preciosa, pero no para mí. Una bombilla te echa de su lado. Una llama te llama -añadió.

Con el retruécano se hubiera mordido la lengua o, mejor aún, se hubiera partido el cráneo contra la pared. Se sintió un completo pedante.

Hanna, que no estaba para pensar en retruécanos y tampoco entendió las disculpas que le siguieron, le oía arrobada. Le oía, pero no siempre le escuchaba. Le era imposible. Transcurrió la cena en medio de una nube de sobrentendidos que llenaban el ambiente de excitación y zozobra. Con la segunda copa de vino, Poe llegó incluso a estar locuaz, contra su costumbre. Su única preocupación era saber cómo sucederían las cosas, cómo iba decirle su profesora que tenía que volverse a casa. Incluso, viéndola tan silenciosa, temió que se estaba aburriendo. Lo que ni siquiera podía imaginar es que en realidad en esas ausencias, los pensamientos de Hanna eran bastante elementales. Dios, qué guapo es, pensaba, me lo comería aquí vivo, no es más que un niño, es un pedazo de estrúdel, mejor que el estrúdel. Su mismo pensamiento le arrancó una sonrisa un poco cínica y glandular.

Creyó Poe que tal sonrisa se debía a algo que había dicho.

– ¿Qué te ha hecho gracia?

– Tú.

– No soy un niño -replicó Poe con la timidez de siempre, otra vez retraído, bajando la cabeza, dispuesto a cerrar sobre sí las valvas de su misantropía.

Hanna se sobresaltó. Pensó que había forzado la puerta de los pensamientos de su joven amigo de una patada y que éste, de vuelta a si mismo, le había sorprendido revolviendo entre ellos con indiscreción.

– ¿Quién ha dicho que eras un niño?

– A veces te sale a la cara lo que piensas.

– ¿Y no lo eres?

– No… Creo que no. No lo he sido nunca. Creo que no he podido serlo. Quizá no me han dejado.

– Cuéntame cosas de ti.

– ¿Qué quieres saber?

Habían acabado de cenar. Hanna había cocinado un pastel de manzana de postre. Nunca había probado Poe el estrúdel. Quedó admirado de su sabor. Hasta ese momento no le constaba que a las chicas con las que había tonteado, incluso salido, les gustase cocinar, ni siquiera que lo supiesen hacer, y menos aún que fuesen capaces de preparar un postre de la complejidad que creyó hallar en aquél. Muchas eran las cosas que estaban sucediendo aquella noche por primera vez y todas parecían sucederle a él.

– ¿No quieres hablarme de ti?

– Hablame tú primero de ti. ¿Qué haces en España?

Antes de decir nada, extendió Hanna con la palma de la mano una arruga que el mantel no tenía. Pensó Poe, quizá quiere que se la acaricie. Sí. Eso significa. Si no, no la habría acercado. Pero no se atrevió. Hanna arrancó con la punta de la cucharita un pedacito del pastel, lo mantuvo unos instantes a la altura de los ojos y cuando al fin lo llevó a la boca lo retuvo cierto tiempo contra el paladar, como si del sabor allí obtenido procedieran directamente los recuerdos más remotos de su vida pasada, dejada en su país como en un guardamuebles.

– ¿Qué quieres saber? -preguntó sonriendo enigmática, dándole a entender que tenía demasiados secretos como para compartirlos todos de golpe.

– ¿Por qué dejaste Dinamarca?

– Estuve casada un año y me separé. Entonces me vine aquí. No lo pensé antes. No conocía a nadie y no había estado nunca en España y además esto se encontraba lo bastante lejos de mi marido y de todo aquello como para que sólo por eso me pareciese el país ideal.

Aquella palabra, marido, desconcertó a Poe. Hanna se dio cuenta.

Aquí se interrumpió. Le pareció a Hanna que media verdad era mejor que una mentira. No quiso contar que aquel «aquello» escondía algunas cosas que había tratado de olvidar, y casi lo había conseguido, salvo cuando aparecía su fantasma, como en ese momento, tres años de drogas, pisos sórdidos, relaciones absurdas, una destrucción irresponsable y un acabar su vida como terminaba su marido la suya no sabía dónde, en qué antro, tirado en qué sórdido rincón, si acaso no la había terminado ya, en ese mismo momento en el que ella pasaba una agradable velada con un joven alumno. La palabra droga ahuyenta a mucha gente, y por ello ni se le ocurrió pronunciarla en aquella habitación.

– … Llegué aquí y me puse a dar clases. Y desde entonces doy clases. No hay más. He ahí la historia de mi vida. ¿Y tú?

Poe también tenía sus secretos. ¿Quién no tiene secretos a los veinte años, incluso más que a los treinta? Pero sintió que no podía contarlos, porque los secretos de los veinte años son todavía sagrados. Ni siquiera pensaba que podría estar vivo con treinta años.

Puso Poe los codos en la mesa, entrelazó las manos y apoyó en ellos la barbilla.

– Lo mío es más vulgar. Hice unas oposiciones a un banco, las aprobé, trabajé en mi pueblo tres años, solicité una plaza en Madrid, me la dieron, vine, me he pasado seis meses probando pensiones y hostales, voy de vez en cuando a ver a mi madre, y aquí estoy.

– ¿Nada más? ¿No tienes novia?

Poe sintió que esa pregunta se la permitían a Hanna hacérsela los diez años de más que tenía, porque a él también se le había ocurrido preguntarle cómo es que una mujer tan guapa como ella no tenía una cola de pretendientes, pero antes de hacerle una pregunta tan directa se habría muerto de vergüenza. No obstante Poe se alegró de que le hiciera una pregunta como ésa, porque le daba pie a devolvérsela y poner las cosas donde a él le gustaban, en un plano de igualdad.

– No. Yo no tengo novia. Y tú, ¿tienes novios?

Comprendió de pronto lo estúpido de aquel plural. No supo cómo pudo cometer tal torpeza. Fue como un acto fallido.

A Hanna no se le escapó, en efecto, aquel «novios» y protestó más por broma que por otra cosa. Hubiera querido contarle toda su vida en un segundo, y no ocuparse más de ella. No era una vida que valiera demasiado.

– Sí. No son muchos, bueno, sólo tres.

Esperó a ver la reacción de Poe, pero éste no movió un solo músculo de la cara.

– En realidad -matizó seria Hanna-, sí, tengo uno, una especie de novio.

Se hizo un silencio que ni Poe ni la propia Hanna hubieran interpretado correctamente, porque a los dos empezaba a incomodarles la conversación, pero ninguno de los dos hubiera querido interrumpirla en ese punto.

– ¿Quién es?

Hanna soltó una carcajada.

– Ah, los españoles, siempre tan directos.

Tenía Poe un gesto recurrente, como un tic, cuando no se hallaba cómodo: se llevaba la mano al pelo y se lo apartaba de la frente. Fue lo que hizo. No le gustó a Poe aquella comparación. ¿Qué tenía que ver él con los españoles?

– Tú lo conoces -le respondió al fin Hanna.

– ¿Yo?

Brilló en los ojos claros de Hanna la oscuridad de la malicia. Poe se dio por vencido.

– Jaime Cortinas -desveló al fin la joven, abriendo los brazos, como el voila de los magos que ponen ante el asombro del público un truco de magia.

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