Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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– ¿El director de la academia? Si es un viejo… y está casado. -La sorpresa de Poe no era fingida. A continuación se avergonzó de un comentario tan poco cosmopolita.
Hanna se lo tomó a risa. Aquel hombre era un viejo, desde luego. Cincuenta años, vistos desde los veinte arriscados de Poe, eran lo más parecido a uno de los viejos y áridos tesos de su pueblo, y en comparación con los treinta de ella, casi un delito.
Poe era demasiado joven para saber que una confesión como aquélla lejos de inquietarle, debería infundirle ánimos, porque no era sino el preludio de una ruptura que se le anunciaba como primicia. El pesar que asomó a la mirada de Poe, aligeró el humor de la joven.
– No me creo que no tengas novia. Eres muy guapo. Veo cómo te miran las chicas en clase. Se te rifan con la mirada. No me digas que no te has dado cuenta.
No sólo no tenía novia sino que su experiencia al respecto hubiera podido ser declarada zona catastrófica. Además él no se había dado cuenta de que sus compañeras de clase le dirigieran no ya la palabra; ni siquiera le miraban, o eso le parecía a él.
– No he tenido mucha suerte en eso -confesó después de pensárselo un rato.
¿No tenía una novia en el pueblo?, insistió Hanna, que llevaba aquella conversación como si leyese apresuradamente las páginas de un folletín. No, ya le había dicho que no tenía novia, le dijo Poe. Pero ¿se volvería algún día al pueblo con sus padres? No tenía padre. No, Hanna no tenía que sentirlo. Casi ni él lo sentía. Para él su padre no era más que unas fotografías borrosas, perpetuas en sus viejos marcos, en el salón de su casa, y las lágrimas de su madre todos los aniversarios de su muerte, o tantas otras veces, cuando se hablaba de él, unas veces sí y otras no, no se sabía cuándo su madre lloraría por su padre, a veces contaba algo que hacía presagiar el lloro, y no lloraba, y en cambio en otras ocasiones, estaba tan tranquila, y bastaba con que se rozase su nombre, para que la mujer no pudiese contener el llanto. En general su padre era un silencio, más angustioso aún que las lágrimas. Esos eran parte de sus secretos. De eso no se podía hablar, cómo murió el padre, cuándo, de qué modo, lo que ello significó en casa, su madre, sola, embarazada de él, con sus hermanos, teniendo que ponerse a trabajar en lo que le salía, con sus propias manos, sus hermanos dejando los estudios, sacándoles del colegio para buscar cualquier colocación, también en lo primero que les salía, la mayor con dieciséis años, el otro con trece, sin haber podido terminar la primaria. Y sin que allí, en el pueblo, nadie les socorriera, ni la familia de su padre, ni la de su madre, que vivía en la otra punta de España, nadie quiso hacerse cargo ni ayudar, todos se sacudieron la responsabilidad, porque de una y otra parte le culparon a él de ser el único responsable de todo lo que le había ocurrido. Porque no era la primera vez. Pero no fue culpa de su padre, y eso lo defendería Poe si era preciso a golpes con quien sostuviera lo contrario…
Esas eran las cosas de las que no hablaba con nadie, porque a nadie le interesaba saber cómo sucedieron en realidad. Nadie quiere saber la verdad. Sienten y piensan por aproximaciones, porque la verdad compromete tanto como la realidad. Ni siquiera entre ellos, los de su propia familia, su madre y sus hermanos, querían hablar de ello. Demasiado doloroso, demasiado habían penado ya todos ellos, demasiado daño les habían hecho, así que nadie quería meter de nuevo el dedo en una herida que estaba aún abierta como el primer día. Incluso parece que le reprocharan a él algo, cuando le decían, no te puedes figurar cómo fue aquello, no, no tienes ni idea. Y le dolía que le dijeran aquello porque sucediera antes de su nacimiento, marcado por ello como el que más.
Había una foto de su padre enmarcada en casa, él sí que era guapo, delgado, con el pelo peinado hacia atrás, la boca grande y unos ojos profundos, negros, con una mirada melancólica, la nariz recta, la frente levantada y un hoyuelo en la barbilla. Todo el mundo decía que era guapísimo, como un actor, y lo que todo el mundo decía también: cómo debía de ser tu madre de joven, cuando se conocieron, para que un hombre tan guapo se fijara en ella. Pues igual que él, de «bandera», le contaron que decía su padre de su madre, se lo contaba su madre incluso, envanecida y avergonzada al mismo tiempo, gustosa de recordarlo en una de esas ocasiones que Poe no sabía nunca si se rematarían en risas o en sollozos; sí, eran como una pareja de actores de cine. A Poe algunas de las mujeres del pueblo que habían conocido a su padre le decían, tú has salido majo, pero para majo, tu padre. La foto enmarcada no era una foto sólo del padre, sino de ambos, madre y padre, la foto de la boda, uno con su traje y en la solapa aquel luto por alguien, por cualquiera, qué más daba, porque en esos años todos estaban de luto por alguien y los lutos se encadenaban unos con otros, había muertos por todas partes, de todas las clases, para llevar luto por el que se le antojara. Había muertos y desgracias donde elegir a gusto. Y su madre con un collar de perlas que fue lo que primero llevó a vender, cuando murió su padre y necesitaron dinero. Y gracias a esa fotografía Poe no olvidaba nunca cómo había sido su padre, y en casa no se le dejó de recordar nunca, lo que había hecho, si tu padre estuviera aquí, tu padre por aquí, tu padre por allá, si tu padre viviera, si tu padre no hubiese ido a Madrid ese día, se hablaba de esas cosas pero no de lo que sucedió cuando su padre cierto día de 1960 fue a Madrid y se encontró de casualidad en el Retiro con su amigo Remigio. Fue una casualidad. La policía no creyó nunca que lo fuese, porque cuando se piensa de una determinada manera, no hay azar ninguno, sino que el Mal se larva oscura y enterradamente sin descanso. Así como la policía y el Bien tienen sus horas de reposo y asueto, que dedican a repararse del trabajo que les cuesta velar por el Orden, y se entregan al sueño, a la familia y a los esparcimientos honestos, el Mal se aprovecha de tales treguas, para desde lo más soterrado del mundo erosionar sus cimientos y echar abajo ese Orden establecido, que no es otro que la Ley Natural, sustituyendo la libertad verdadera por el libertinaje, etcétera, etcétera, y por eso se lo llevaron detenido, porque la policía no creía nunca por principio lo que dijera alguien con los antecedentes suyos, y mucho menos cuando empezaba defendiéndose con la palabra casualidad. No sólo vivían en el error, sino que vivían de la mentira. Y en el libertinaje. Y si la verdad puede uno hallarla por casualidad, la mentira no es sino el trabado empeño de muchos años de empecinada y voluntariosa existencia en el error. Y se recordaba Poe a su madre, llorando por los rincones de la casa, cuando era pequeño, o sobre la máquina de coser, por la noche, cuando cosía, como en una de esas escenas de cine neorrealista que pasaban a veces por la televisión, que eran comedias de las que hacían llorar. Podía oler incluso la miseria de la casa, un olor a borra y a cebolla. Y se recordaba él en casa de una vecina todo el día, mientras su madre asistía las casas. Una buena vecina de esas que hay en todas partes, la samaritana que se hacía cargo de él, cuando no había nadie para atenderlo, con tías y abuelas en el mismo pueblo, pero a cargo de una vecina porque después de aquello dejaron de hablarles todos, unos apestados, sin poderse ir a ninguna parte, y la vecina mejor que de la familia, su familia desde entonces, le crió con sus propios hijos, sin preguntar si la culpa de todo la había tenido su padre, o la mala suerte, o esta maldita España y la maldita política, mirando únicamente para que aquella viuda sacara como fuese a sus hijos…
Lo raro es que no lo mataran después de la guerra. Poe le pedía a su hermana, a su hermano, volvedme a contar lo que padre os contaba. Y ellos le contaban el día que se los llevó de pesca, o cuando se compró el primer camión, que se fueron los cuatro a merendar a una venta, para festejarlo. Y a su madre le decía, madre, cuéntame otra vez dónde os conocisteis padre y tú. Y ella, soñadora, recordaba aquella tarde en Valencia, el año 38, un día de julio, que se toparon con unos que venían del frente, y se fueron todos a merendar a una taberna donde les frieron unos huevos frescos que traía del campo uno de los milicianos, y que allí mismo se enamoraron. Poe se sabía sus palabras de memoria, como si fuese un cuento de hadas, y no habría consentido que por abreviar se saltara ni uno solo de los detalles. Y que se casaron a los treinta y dos días sin dudarlo. ¿De qué habían de dudar? Y luego todo lo demás, lo que pasó cuando terminó la guerra. Y que él se la llevó a su pueblo, y que nunca les gustó en el pueblo a la familia de él que viniese casado con una que era menos que ellos, decían, y tan guapa, decían también, que levantaba sospechas del trasiego que traería. Y que su padre le rogaba, por Dios, Angelines, no te pintes, nadie te va a perdonar que seas tan guapa, pasa desapercibida, ya eres muy guapa sin pintarte. Y le contaba la denuncia de un falangista después, cuando creía que ya había pasado todo, qué incautos, quién nos lo iba a decir, se lamentaba siempre Angelines al llegar a este punto de sus recuerdos, y el año danzando de campo en campo de concentración, y Angelita detrás, embarazándose a salto de mata, en las visitas, detrás de unas matas, a dos pasos de los guardias, a los que había que contentar llevándoles algo de comida o darles algo de dinero para que hiciesen la vista gorda. Y los dos primeros hijos perdidos, en una meningitis uno y el otro de penuria. Con dos y tres años. Y que a él, Rafael, le acabaron poniendo el nombre que había llevado el otro, el mayor, el muerto. Y que llevaba el nombre de un muerto, y que por eso a lo mejor era tan serio. Pero todo pasó, y lo pasado, pasado. Ya nadie volvió a acordarse de aquello. Alguna vez en casa, en voz baja, por miedo a que alguien estuviese escuchando, se contaban tales historias. Nunca delante de los chicos. No se hablaba de la guerra en su casa, pero la guerra lo había sido todo, y acabó con todo. Y eso fue lo que ocurrió. Esa fue la desgracia. Pero todo fue el azar. Algo en lo que la policía no cree nunca. Pero el azar es el principio fundamental de todo Crimen Perfecto, y el del padre de Poe fue un crimen perfecto también. Y lo mataron sin que tuviera él nada que ver con lo que la policía imaginaba. ¿Qué era lo que imaginaba? Nunca lo supieron, nunca les dijeron nada. Jamás le dijeron a su madre, lo detuvimos por esto o por lo otro. Nada. Y aquel no saber era aún peor que saber a medias. Sólo sabía que su padre quería cambiar de camión y se fue a ver uno a Madrid, aprovechando que era la Feria de Muestras de junio. Eso era todo. Pero le detuvieron en casa de Remigio. Y a éste, buen elemento, ya le venían siguiendo los pasos desde hacía lo menos un año. Se pusieron a hablar de los viejos tiempos y de los presentes. Había sido su capitán en la guerra. Y hablaron de todo. ¿Te acuerdas? ¿Cómo no voy a acordarme?, respondía el otro. Y su madre, en cuanto vio que su marido no venía de Madrid, lo buscó como loca, llamó a todos los hospitales de todas partes, a la Guardia Civil, a todos lados, al principio deseó que sólo fuese un desliz, no sé, pensó, éste se ha liado con una por ahí, y cuando quiera, ya vendrá, pero pronto empezó a temer, y a desear de todo corazón que sólo fuese una farra del marido, ya le había perdonado en su corazón con tal que apareciese, hasta que, cuatro días después, cuando pensaba que se iba a morir del dolor, la Guardia Civil vino a su casa, y se la registraron de arriba abajo. Fue ella a Madrid. ¿Y por qué le han detenido? No lo sé, señora, y no le puedo decir nada más. Y su madre se estuvo veinte días en una pensión de la calle Carretas, y se pasaba el día allí, queriendo ver a su marido y tratando de saber por qué lo habían detenido. Y un guardia se compadeció de ella y la dejaba estar en la puerta el tiempo que quisiera, sin decirle que se marchara. Y la madre no sabía lo que estaba sucediendo, porque sabía que su marido después de que salió preso, después de la guerra, ya no se había metido en nada. Y se lo contó al guardia de la puerta llorando, y el guardia le decía, ¿qué quiere usted que le haga señora? Yo aquí soy el último mono. El guardia era una buena persona, ande mujer, no llore, vayase, le decía otras veces, no me comprometa usted, que si yo me entero de algo, se lo diré. Desde ese día, gracias a aquel guardia se enteraba de algunas cosas. No puedo decirle más, mujer, me está usted comprometiendo, insistía. Pero por él supo que no estaba bien, que le apretaban las clavijas, y que parecía un buen hombre, y usted no se apure, porque si es inocente, le decía, acabarán soltándolo. Pero en aquellos dieciocho días que lo tuvieron detenido no logró hablar con él ni verle ni llevarle siquiera un poco de comida. También dijeron que él debía de estar ya enfermo, porque no era normal que no hubiese aguantado lo que otros mucho más débiles que él aguantaban sin dificultad, debía de estar tuberculoso o algo parecido, escupía sangre, y eso no es normal, tuvo que haber venido averiado del pueblo, dijeron, porque lo lógico no era que se le encharcaran los pulmones. A nadie se le encharcan los pulmones por hacerle unas cuantas preguntas Y no hubo autopsia y el juez dio por buenas las explicaciones de la policía. Y durante unos años el nombre de aquel policía que dirigió los interrogatorios de su padre, y que firmó las diligencias, fue una obsesión para todos ellos, para su madre, para sus hermanos, había sido el causante de que la vida para ellos se convirtiera en un infierno. Hubo que vender, con pérdida, el camión recién comprado por su marido, traspasar el negocio, vendió su madre algunas joyas, lo que había de valor en casa, y el culpable de todo fue alguien que lo confundió con otra persona, acaso que no le confundió con nadie, que se confundió él mismo sin más, e hizo pagar su error a un pobre desdichado que pasaba por allí. Pero transcurrió el tiempo y el nombre de aquel policía se olvidó, como trataron ellos de olvidar todo lo sucedido entonces, en la penosa sucesión de aconteceres que habían sido las vidas de todos ellos.
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