Andrés Trapiello - Los amigos del crimen perfecto
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Poe sí, él había ido al instituto hasta los catorce años, su madre quería que siguiera estudiando, valía para ello, los hermanos se reunieron y le dijeron, lo que nosotros no pudimos, hazlo tú. Pero Poe dijo, yo como todos, y entró en el banco, de botones, y siguió estudiando, y sacó su bachillerato superior y ahora quería pasar a la universidad. Y empezaron a ir mejor las cosas para todos. ¿Qué más podía pedir? No necesitaba nada, y ahora estaba en Madrid, le gustaba Madrid, y era feliz allí. Tanto que iba a entrar en la Universidad. ¡En la Universidad! Lo que su padre hubiera dicho de eso. ¿Y los ACP? Se acercó a ellos porque estaba solo y no conocía a nadie en Madrid y siempre estaban hablando de libros y a él los libros le gustaban. El no era de esos, era tímido. Había visto a los ACP muchas veces. Le parecían extravagantes, echando humo de sus cachimbas, con aquellas trazas estrambóticas, parecían extras de una película. Sherlock vestía sin saberlo como Sherlock Holmes; llevaba un abrigo que podría parecerse a un carrik. Y la gabardina de Nero, cómo era. Poe observaba, y un día se les acercó. Estudiaba siempre en el café, le parecía mejor que una biblioteca. La gente y las conversaciones ajenas le acompañaban. Todo el día solo, en el banco, y luego en la pensión. No conocía a nadie allí. A su madre era lo único que le preocupaba, que no se hiciera un raro. Hijo, ¿has conocido ya a alguien? ¿Tienes ya amigos? Y una tarde se acercó y les dijo, sé quiénes son ustedes, y a mí también me gustan las novelas policiacas, ¿puedo sentarme con ustedes un rato y aprender algo?
Hanna sostenía su cabeza con las manos y oía sin cansarse. Se decía, no sé cómo sería su padre, pero él es guapísimo…
De pronto el propio Poe pareció despertarse de un sueño. Llevaba hablando desde hacía media hora, y se interrumpió con brusquedad.
– Bueno, ya te he contado mi vida…-y sintió en ese momento un gran vacío.
También Hanna despertó de su sueño. Se levantó de la mesa, se acercó a donde él estaba, tomó sus manos, tiró de ellas hacia arriba con suavidad haciendo que se pusiese en pie, y cuando lo tuvo delante de sí, le rodeó el cuello con sus brazos y le besó profunda y apasionadamente. Cuando aquel beso terminó, Hanna, sin soltar sus manos, le condujo al dormitorio, no sin antes soplar sobre la llama de la vela. En el momento en que se apagó, apareció en el balcón el sortilegio de todas las estrellas, y la luna extendió, como una alfombra, el misterio de su sudario.
SEIS meses llevaba Dora sin saber de Paco Cortés y sin que éste le llevara, como solía hacerlo puntualmente, el dinero de la pensión, que le hacía llegar ahora por giro telegráfico.
Seis meses llevaba Paco Cortés postrado en una depresión sin salir de casa, agotando las últimas reservas de dinero que le quedaban, consolado al caer la tarde por whiskies que para mayor dolor no podían salir, como el que bebían los personajes de sus novelas, de míticos alambiques de Kentucky, sino de unas miserables destilerías segovianas.
Y seis meses llevaban los ACP sin ver el pelo a su fundador por la tertulia de El Comercial.
En ese tiempo dejaron éstos de hablar de novelas policiacas y de crímenes perfectos, para dilucidar la manera en que podían ayudarle.
Las noticias que se tenían del antiguo escritor de novelas policiacas, de detectives y de intriga en general no eran ni mucho menos tranquilizadoras. Se hablaba de una destrucción sorda, constante e imparable.
A su apartamento de la calle Espartinas destacaron los ACP una comisón de ojeadores. Nero, el padre Brown y Mason, el más preocupado de todos sus amigos, se presentaron una mañana, a la una del mediodía.
Lo anómalo de la hora delataba lo excepcional del cometido.
Les recibió un Cortés al que sacaban de la cama en ese momento. Se sorprendió de verlos allí. Les pasó al salón, abriendo la comitiva, mientras trataba de quitar de en medio algunas de las cosas que estorbaban su paso. Disimularon bien sus amigos la mala impresión que les causó el estado de abandono general de la casa, no menos limpia y ordenada que cualquiera de los cubiles en los que suelen vivir los detectives de las películas de serie b, con botellas de whisky Dyc y de vodka nacional vacías por todos lados, ceniceros llenos, periódicos mal doblados por el sueño y noveluchas tiradas en los rincones.
El proyecto de la agencia había sido arrumbado para siempre, por descabellado, al segundo día de haberlo concebido. Comerse el orgullo con Espeja el viejo tampoco le sirvió de nada, porque éste, cuando le telefoneó una semana después de su trifulca, el 3 de marzo, no cesó de insultarle y exigirle la devolución inmediata de un préstamo que Cortés ya no pensaba devolverle.
Por iniciativa de Mason resolvieron entonces actuar contra el viejo editor, pero la situación que afloró no pudo resultar más calamitosa. Con los contratos en la mano, Espeja el viejo tenía los derechos de todas sus novelas, lo cual quería decir que las tenía como quien dice a perpetuidad, ya que mientras siguieran editándose o hubiera en almacenes un número de ejemplares superior al diez por ciento del total de la edición, los derechos permanecían en manos de su editor, y como Paco Cortés sospechaba que Espeja el viejo hacía de todas ellas reimpresiones fraudulentas, iba a ser imposible arrebatárselas y vendérselas a otro editor.
El padre Brown, moviendo hilos largos y sutiles como los del laberinto, le buscó en la Biblioteca de Autores Cristianos trabajo de corrector de pruebas.
Agradeció enormemente Paco Cortés a su amigo Benigno el cura las gestiones, y después de meterse entre pecho y espalda un voluminoso tratado sobre las virtudes teologales de un benemérito padre dominico, excusó persistir en aquella labor encaminada a poner en claro peliagudas cuestiones, mucho más complejas que las de cualquier avisado detective.
Todos conocían también la negativa de Cortés a escribir novelas de nueva planta, pero lo que no sabía nadie, ni siquiera Mason, es que en tres o cuatro ocasiones se había puesto a la tarea, dejando como resultado el rastro penoso de tres novelas que no habían pasado de la página doce.
Había que reconocer, y así lo reconocía él, que el manantial se había secado. Pero si Sam Spade tiraba a sagaz, Paco Cortés era orgulloso, y no comunicó a nadie el origen de aquella depresión: se sentía acabado, porque lo estaba.
Cierta tarde llegó Maigret a la tertulia con noticias no menos tranquilizadoras.
– El suegro de Paco -informó- se lo quiere llevar por delante. Me ha encargado que si le veía aquí le diera un recado. Le he dicho que hace seis meses que nadie le ve. No lo creyó. Piensa que le guardamos las espaldas y que le tenemos por un Dios, cuando, ha dicho, no es más que un sinvergüenza, un vividor y un golfo que lleva sin pasarle la pensión a su hija los dos últimos meses. Y…
La comisión mediadora de los ACP volvió a la carga en una segunda, tercera, cuarta intentona.
En esa cuarta visita, que efectuaron Mason y el padre Brown, sin Nero, les sorprendió lo que vieron en el salón. Las ocho estanterías que llenaban una pared entera, del suelo al techo, habían sido vaciadas. Eran la viva imagen de la decadencia y la precariedad. Eso sólo podía querer decir una cosa: su magnífica biblioteca de novelas policiacas, acabalada con tanto esfuerzo, así como todos los libros auxiliares de que se había servido para escribir las suyas, guías, mapas, diccionarios, lexicones de argot y demás, seguramente uno de los acopios más completos que pudieran imaginarse en España sobre asuntos criminosos, había emprendido el camino sin retorno a la librería de viejo.
Para el padre Brown y para Mason, que se habían abastecido en ella tantas veces, fue un gran disgusto y la prueba de la gravedad de la situación. Si el manantial de Paco Cortés se había secado, el pozo del que ellos habían bebido todos esos años también se había vaciado de repente.
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