– Buenos días, chicos -dijo al cabo de un rato-, ¿Verdad que os está gustando? ¿Verdad que también a vosotros os gustaría llegar a ser buenos futbolistas?
El otro seguía con lo suyo, el balón en la cabeza, el balón en un pie, y mi padre habló del deporte, la vida sana y cosas así, y hubo un momento en que nos miramos y fue justo entonces cuando dijo que lo que nosotros necesitábamos era un aporte vitamínico como el que nos proporcionaría desayunar todas las mañanas con Forzacao, el nuevo chocolate en polvo con complemento vitamínico.
– He traído unos adhesivos para vosotros. Y para vuestras madres unos sobrecitos, unos sobrecitos de Forzacao. Decidles que os los pongan mañana en el desayuno. Decid a vuestras madres que os pongan siempre Forzacao en la leche del desayuno. Pero, sobre todo, decidles por qué. Por qué? ¡Por su complemento vitamínico…!
Mi padre se metió por uno de los pasillos entre las filas y fue repartiendo aquellos pequeños obsequios. Yo pensé: «Así que era esto. Hace un mes que tenemos la despensa llena de botes de Forzacao. Es francamente horrible.» Cuando llegó a mi altura, nos miramos un momento sin decirnos nada. Cogí el sobrecito y el adhesivo y me los guardé en el bolsillo del chándal. Yo, la verdad, fingí no conocerle. Entre otras cosas, porque aquel año se suponía que mi padre era corresponsal de guerra en Vietnam y no representante de una marca de chocolate soluble. También por otro motivo: porque en ese momento me avergoncé de él. Sí, yo creo que aquélla fue la primera vez que realmente me avergoncé de mi padre, la primera vez que me dije a mí mismo que hubiera querido no ser hijo suyo.
La impresión que me dio fue penosa, y yo supongo que también él se dio cuenta. Lo supongo porque, por la tarde, cuando llegué a casa, no hizo sino repetirme que había hecho un excelente negocio: le había vendido al encargado del comedor de internos una partida de chocolate Forzacao. Pero ¿sabéis por qué me lo decía? Precisamente porque se avergonzaba de sí mismo y quería que esa imagen de simple vendedor ambulante fuera sustituida por la del negociante astuto, porque necesitaba hacerme olvidar su espectáculo de esa mañana.
– Lo del futbolista fue como una especie de gentileza -añadió-. En los colegios agradecen mucho esa clase de cosas. ¿Sabes que llegó a jugar en primera división?
Yo, a partir de entonces, me desentendí bastante de sus ocupaciones. Lo de Forzacao, sin embargo, sé que no le duró mucho porque al cabo de dos o tres meses volví a desayunar chocolate en polvo de la marca habitual. Luego creo que trató de hacer negocios con objetos procedentes de subastas judiciales. El ya nunca me hablaba de su trabajo y yo tampoco le hacía demasiadas preguntas, pero lo de las subastas lo supongo porque a veces llamaban por teléfono y me daban escuetos mensajes para él:
– El jueves, sin falta, a las diez en el juzgado.
El hombre que llamaba era siempre el mismo y, aunque nunca se identificaba, era fácil reconocerle por la voz, grave y anhelante como la de un afónico. Yo le daba el recado a mi padre y ese jueves, al volver del colegio, podía encontrarme en el apartamento decenas, cientos de cajas llenas de tubos de neón, de rollos de papel higiénico, de repuestos para lavadoras. Debía de conseguir todo aquello por muy poco dinero, y el verdadero problema consistía en encontrar a una persona dispuesta a comprárselo por un precio superior. Lo que menos duraba eran las prendas de vestir. Si, por ejemplo, yo llegaba a casa y me la encontraba convertida en un almacén de camisas de topos marca Toyca, podía estar seguro de que todo eso habría desaparecido de ahí antes de dos días. Bueno, también podía estar seguro de que ese invierno no estrenaría camisas que no fueran de topos y de la marca Toyca, pero eso ahora es lo de menos, porque lo que yo quería decir es que mi padre tenía tratos con un mercadillo ambulante y que le compraban toda la ropa que él pudiera obtener. Llegaban unos gitanos con una furgoneta y se llevaban todas las cajas, y al día siguiente volvía a llamar el de la voz grave para dejar uno de esos recados:
– El martes, sin falta, en el juzgado.
Hubo cosas de las que mi padre tardó mucho en desprenderse. Recuerdo, por ejemplo, unos carritos para la compra que permanecieron en casa durante casi dos meses. Pero lo peor de todo fue lo de los canarios. ¿Cuántas jaulas, apiladas unas sobre otras, pueden caber en una de las paredes de un pasillo y en dos de las paredes de un cuarto de estar? ¿Cien jaulas? ¿Ciento cincuenta? No lo sé exactamente, pero puedo decir que lo que nos molestaba no eran las jaulas sino los canarios que las ocupaban. Teníamos que estar todo el día pendientes de ellos, poniéndoles alpiste, cambiándoles el agua, limpiando la mierda de las bandejas para que la casa no apestara. Aun así, su compañía se nos hacía insufrible, y al cabo de sólo dos semanas estábamos los dos tan hartos de oírles cantar que mi padre acabó soltándolos por el balcón. Aquellos pájaros, por cierto, volaban muy mal y, como no estaban acostumbrados a vivir en libertad, se quedaron casi todos en los árboles y balcones cercanos, nostálgicos de su anterior cautiverio. Luego las jaulas desaparecieron de golpe, no sé si mi padre consiguió venderlas o simplemente las tiró a un vertedero.
Un día llamó el hombre de la voz grave y dejó un mensaje inusual:
– Dile a tu padre que llame en cuanto llegue a casa. O mejor, dile que no hace falta que llame. Que no hay nada para él.
Yo le di el mensaje a mi padre, y éste dijo nada más:
– Bien, ahora prepara tus cosas. Hoy se nos acaba el contrato.
Nos fuimos esa misma noche, pero eso de que se nos acababa el contrato del apartamento no creo que fuera cierto. Lo digo porque dejamos la casa llena de tuberías de cobre que mi padre había llevado esa misma mañana. Esto sucedía en el año setenta y dos, y a partir de entonces yo ya nunca supe cuál podía ser el origen de sus ingresos. O a lo mejor lo que ocurría era que ya no tenía ingresos, no al me- nos hasta el día en que se cruzó en el camino de Estrella. Pero eso, lo de su etapa como agente artístico, ya lo he contado. Y también he contado lo de los ahorros de mis tíos. Ahora, agotado ese dinero, la cuestión era sencilla: ¿de qué íbamos a vivir?
Ya habéis visto que lo normal en nosotros era marchar, siempre marchar. Me he pasado toda mi vida yendo de aquí para allá, con la maleta nunca totalmente deshecha, los oídos acostumbrados a las palabras «nos vamos». ¿Cuántas veces las he mencionado hasta ahora? ¿Y cuántas tendré que mencionarlas de ahora en adelante?
Estaba claro que de aquella urbanización cercana a El Vendrell tampoco tardaríamos mucho en marcharnos. Una mañana mi padre vino a buscarme al salón de las máquinas y los futbolines. Yo no había visto pasar el Tiburón. Tampoco a él le vi entrar. Me había sentado en un taburete, de espaldas a la calle, y miraba cómo el encargado ensayaba una jugada de billar. Luego, no sé cómo, supe que él estaba detrás de mí y me volví muy despacio. No dije nada. Simplemente me levanté. Que mi padre estuviera ahí quería decir que había ido a buscarme al colegio y que alguien le había dicho dónde podía encontrarme durante las horas de clase. Por eso me levanté: porque pensé que me iba a pegar una bofetada y no quería caerme al suelo. Me cogió, de hecho, como si fuera a golpearme y a gritarme, que habría sido lo lógico, pero lo que hizo fue volverse para mirar la calle a través del cristal. Desde allí se veía el Citroen Tiburón y el letrero de la escuela de música Sebastián Armen- gol, tarifas especiales para grupos, y yo supongo que esa asociación de imágenes le desconcertó. En sólo un instante comprendió que yo había estado siempre ahí, viéndolo todo, entendiéndolo todo, aunque tal vez lo que le desconcertó no fue descubrirme a mí sino descubrirse a sí mismo en aquel sitio, mi sitio, viéndolo todo y entendiéndolo todo como yo mismo lo había visto y entendido. Sí, ya sé que es confuso, pero no encuentro otra manera de explicarlo, y el caso es que mi padre soltó mi brazo y bajó la vista y dijo lo que tenía que decir:
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