Ignacio Pisón - Carreteras secundarias

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Un adolescente y su padre viajan por la España de 1974. El coche, un Citroën Tiburón, es lo único que poseen. Su vida es una continua mudanza, pero todos los apartamentos por los que pasan tienen al menos una cosa en común: el estar situados en urbanizaciones costeras, desoladas e inhóspitas en los meses de temporada baja. Bien pronto, sin embargo, tendrán que alejarse del mar y eso impondrá a sus vidas un radical cambio de rumbo. «Antes», comentará el propio Felipe «no´sabíamos hacia dónde íbamos pero al menos sabíamos por dónde.».A veces conmovedora y a veces amarga Carreteras secundarias es también una novela de humor cuyas páginas destilan un sobrio lirismo, en la que Ignacio Martínez de Pisón se ratifica coo uno de los mejores narradores de su generación.

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– Nos vamos.

Le seguí hasta el coche. Pregunté:

– ¿Adonde?

– Nos vamos y ya está. He metido tus cosas en el maletero.

– ¿Mis posters también?

– Tus posters también.

Arrancó. Pasamos por delante del colegio y salimos del pueblo. Os lo acababa de decir: marchando, siempre marchando.

3

– Lo que digo lo cumplo -dijo mi padre-. Acuérdate bien de esto: lo que digo lo cumplo. Te dije que nos iríamos a vivir a una ciudad, con anchas avenidas, con buenos colegios, y ya lo ves. Una ciudad, capital de provincia, con cines, campos de fútbol, piscinas, con tiendas de todo tipo, con catedral. ¿Eh?, ¿qué te parece?

Bueno, estábamos entrando en Lérida y yo recordaba que en realidad mi padre había hablado de una gran ciudad. Pero, claro, desde aquel punto de la carretera abarcábamos con la vista toda la ciudad, y habría parecido absurdo que se obstinara en mantener el adjetivo.

– ¿Y lo del perro? -pregunté.

Mi padre me ignoró, como siempre que yo hacía esa pregunta, y siguió ponderando las virtudes de una ciudad como aquélla, tan moderna, tan bien comunicada. Luego resultó que ni siquiera nos detuvimos en Lérida y que seguimos camino hasta Almacellas, uno de esos típicos pueblos de carretera, alargados y tristes como la carretera misma. A mí esos pueblos siempre me han recordado los decorados de las películas de vaqueros: te apartas de la calle principal y el pueblo termina ahí, nunca hay nada detrás de la primera línea de casas.

– ¿Qué te parece? -insistió mi padre, como confiando todavía en que aquello pudiera gustarme-. Esto es el futuro. Es la filosofía de las zonas residenciales. Como en Europa, como en América. Vivir al ladito de la ciudad, disfrutando de todas sus ventajas pero ahorrándote sus inconvenientes. Los agobios, el tráfico y todo eso.

Yo asentí con la cabeza. Eran cerca de las cinco, y a las cinco en punto teníamos que ir a recoger las llaves de nuestra nueva casa. Me quedé esperándole dentro del coche y vi cómo un motorista atropellaba a un gato. ¿Habéis visto alcana vez una cosa así? Lo que te hace levantar la mirada es el ruido del frenazo, y la imagen siguiente es la del rápido culebreo de la moto y la del gato saliendo despedido hasta caer en el bordillo. Yo luego no oí más ruido que el del motor, tímido al principio, furioso de repente, y después cada vez más lejano y más débil aunque parecía que nunca fuera a extinguirse del todo. No sé. Yo habría esperado escuchar el ruido sordo y rotundo del golpe o quizás un maullido agónico y estremecedor. Pero no, aquel gato murió en silencio, y lo que más llamó mi atención fue que, durante varios minutos, cuando ya hasta la moto había desaparecido de mi vista, seguían flotando como vilanos en el aire pequeños rebujos de pelo claro arrancados del lomo del gato.

Yo aquello lo interpreté como un mal presagio, el primero.

– Un entresuelo. Encima de la pescadería -dijo mi padre al volver al coche-. A unos quinientos metros.

Avanzamos esos quinientos metros y llegamos a la pescadería. Ante nuestro portal había un cubo negro lleno de cestos de pescado: otro mal presagio. Yo me tapé ostentosamente la nariz pero mi padre fingió no percibir el hedor.

– Bueno, ya estamos -dijo.

Dijo eso pero no se atrevió a preguntar qué me parecía.

– Un lujo asiático -comenté, de todos modos.

Empezamos a subir nuestras cosas por la angosta escalera. Aquel piso había estado habitado hasta muy poco antes por un jubilado de la RENFE y todo seguía como había quedado a su muerte, la cama aún hecha con el orinal de porcelana semiescondido, una botella de vino y un vaso sucio sobre el hule de cuadros, un reloj de cuco detenido a las nueve y diez de la mañana o de la noche, un calendario de ese mismo año de una marca de pintura plástica, un puzzle enmarcado de al menos quinientas piezas con una vista del Sena y Notre Dame. Yo, sin embargo, no tuve tiempo de fijarme en nada de eso, ni tampoco en lo viejo y lo feo del piso o el deprimente papel de las paredes repleto de flores de lis, porque, tan pronto como mi padre logró abril la puerta, corrí en busca de un sitio donde vomitar. Mi padre me siguió hasta el retrete con una maleta en cada mano.

– Te has mareado. No me extraña. Con el viaje y este calor. Siéntate y descansa. Yo subiré lo que queda.

Le esperé tumbado en el sofá. A uno de los lados había un estante con media docena de figuritas de porcelana y tres o cuatro libros. Uno de ellos era el Quijote, los otros no los recuerdo. Y ante mis ojos tenía el puzzle. El puzzle del Sena y un pequeño balcón que mi padre acababa de abril para que aquello se ventilara. De vez en cuando pasaba un camión por la carretera y, por un instante, podía ver su parte superior a través de los barrotes de la barandilla. Primero el muñeco blanco de Michelin y el techo de la cabina, después la lona negra o azul, luego nada.

Fuimos al colegio del pueblo para que me autorizaran |¡ presentarme a los exámenes. El director era también el profesor de gimnasia. Nos recibió en chándal y con una toalla blanca en torno al cuello.

– Disculpen mi aspecto -dijo-. Acabo de arbitrar un partido y después del recreo tengo otro. ¿Te gusta el fútbol?

– No -dije.

– ¿Y el baloncesto? -Tampoco.

Avanzábamos por un pasillo en dirección a su despacho y aquel hombre se detuvo a mirarme con expresión contrariada.

– Pues ¿qué es lo que te gusta?

Mi padre intervino para decir que, desgraciadamente, yo no había tenido muchas facilidades para desarrollar un espíritu de equipo, necesario para practicar ciertos deportes.

– La culpa es mía. De mi trabajo. Estamos siempre de aquí para allá. Pocas veces ha podido completar el curso en el mismo centro.

El director pareció dar por buena esa explicación. Me dedicó una sonrisa comprensiva y, con un gesto como los que hacen en los dibujos animados cuando alguien ha tenido una idea feliz, anunció que en el colegio había frontón. Yo me encogí de hombros, me apetecía desilusionarle.

– Lo que a mí me gusta son los puzzles -dije. Me miraron los dos, mi padre con perplejidad, el otro con lástima. Yo creo que le odiaba porque olía a sudor. Entramos en su despacho y mi padre inició un vago soliloquio acerca de lo accidentado de mi educación. Por supuesto, no dijo nada que yo no hubiera escuchado decenas de veces. Que ya sabía que cambiar de colegio a esas alturas de curso no podía ser bueno para mí, que comprendía el sacrificio suplementario (eso dijo, sacrificio suplementario) que esas situaciones exigían al profesorado, que qué más quisiera él que poder ahorrarles esos trastornos.

– Si de mí dependiera…-añadía, con un aire de ele- gante resignación.

El otro a lo mejor creía que sus palabras encerraban gratitud o disculpa. Nada de eso. Lo que mi padre quería dar a entender era algo bien distinto: que sus múltiples ocupaciones le agobiaban, que tenía intereses en empresas de toda España, que él era un hombre poderoso y no un pobre diablo. Decía, por ejemplo:

– Pero esto tiene que cambiar… A cierta edad, uno tiene que asentarse en un sitio. Para toda la vida, para no moverse de ahí. Y a mí ya me ha llegado esa edad. Voy a tener que abandonar mis actuales negocios y montar una pequeña empresa en algún sitio…

Decía «una pequeña empresa» con la falsa modestia que emplearía un magnate para hablar de unos estudios cinematográficos o de una fábrica de automóviles. Guardaba entonces un instante de silencio y ojeaba distraído los formularios de la inscripción. Luego hacía un gesto de complicidad y proseguía:

– Por eso estoy aquí. Porque esta comarca tiene mucho futuro. Muchísimo. Se lo puedo asegurar. En este momento, probablemente no haya en toda España un lugar mejor para invertir…

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