Felipe Reyes - Mercado de espejismos

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Premio Nadal 2007
Una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas.
Corina y Jacob han vivido siempre de la organización de robos de obras de arte. Cuando se dan por retirados de la profesión a causa de su edad avanzada y de la falta de ofertas, reciben un encargo imprevisto por parte de un mexicano libertino y de tendencias místicas que sueña con construir un prisma para ver el rostro de Dios. El encargo consiste en llevar a cabo el robo de las presuntas reliquias de los Reyes Magos que se conservan en la catedral alemana de Colonia.
A partir de ahí, Benítez Reyes traza una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas, de su truculencia y de sus peculiaridades descabelladas. Pero Mercado de espejismos trasciende la mera parodia para ofrecernos un diagnóstico de la fragilidad de nuestro pensamiento, de las trampas de la imaginación, de la necesidad de inventarnos la vida para que la vida adquiera realidad. Y es en ese ámbito psicológico donde adquiere un sentido inquietante esta historia repleta de giros sorprendentes y de final insospechado.
A través de una prosa envolvente y de una deslumbrante inventiva, Benítez Reyes nos conduce a un territorio de fascinaciones y apariencias, plagado de personajes insólitos y de situaciones inesperadas.

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Al rato volvió Neculai. Pidió otro botellín de champán para su paisana y otra copa para él, en plan grandeza. Se pusieron a hablar, imagino que de temas patéticos y oscuros relacionados con su patria, con los vampiros o -qué sé yo- con los tumores de esófago, porque no se les notaba alegría en el gesto, y daba la impresión de que venían de enterrar a una madre y no de echar un polvo líquido, si me permiten ustedes la expresión.

El que no reaparecía era Walter, y mi calculadora mental seguía sumando, porque en el Club Pink 2 los relojes marcan los minutos en patrón oro, y ya habían pasado los minutos suficientes como para fundir con ellos un lingote. Con arreglo a esa ley implacable según la cual lo malo siempre puede derivar en algo bastante peor, la rumana se llevó de nuevo al tío Neculai a su gabinete de los espasmos, por decirlo de algún modo, y aquello me pareció excesivo. Excesivo y un poco absurdo, como casi todas las cosas del vivir: el tío Neculai, a la vejez, sale de Rumania para conocer mundo y acaba en la cama sin dueño de una rumana porque le habla en rumano y porque le trae recuerdos de Rumania.

De modo que de nuevo me quedé solo en la barra con mis pensamientos mudos y con los pensamientos en voz alta de las muchachas. («¿Qué te pasa, cariño?») («¿Estás tú malo, mi amor?»)

«¿Puede usted subir?», me preguntó al rato Jacinto, el Richelieu de los camareros del club, y le respondí con una mirada de asombro. «Su amigo. Problemas.» Así que detrás de Jacinto me fui, sin saber si los problemas afectaban a Walter o a Neculai, aunque mi subconsciente tenía un candidato.

Subí la escalera estrecha que conduce a los cuartos de las muchachas y entramos en el número 8. En la cama estaba Walter, tapado con una sábana y con cara de Más Allá inminente. «Creo que me ha llegado la hora, primo.» Le dije a Jacinto que pidiese una ambulancia, pero Walter se opuso: «Prefiero morir aquí». Como me resistía a otorgarle a aquella situación el rango de una tragedia griega en su punto culminante, urgí a Jacinto a que llamase al hospital, y así lo hizo, aunque no hay cosa en este mundo que desprestigie más un club de lumis que la aparición de una ambulancia, ya que les recuerda a los clientes la fragilidad de los ensueños, empezando por el ensueño que es uno mismo ante uno mismo en ese tipo de vergeles: el hedonista resquebrajado que alquila por minutos una identidad de matador de corazones.

El tío Neculai, por su parte, andaba perdido con su compatriota en alguno de aquellos cuartos, ajeno a la agonía aparatosa de Walter, que gemía y resoplaba como si en vez de estar muriéndose estuvieran matándolo. En la mesilla de noche había cinco o seis vasos vacíos, un billete enrollado y restos de cocaína. No hacía falta llamar a un detective ni a forense para concluir que de ahí venía el trastorno: una conjunción optimista de alcohol, de droga, de trío sexual y de edad respetable. Un malabarismo dificultoso, se mire como se mire, para un enfermo.

En esto apareció Neculai, de regreso de la vida fácil, que observó el cuadro con espanto, sobrecogido por el mal rumbo que había tomado la celebración. Al poco llegó la ambulancia. Un par de camilleros se llevaron a Walter entre protestas y maldiciones, porque insistía en querer morirse en el Club Pink 2, sin duda para rematar su leyenda de crápula escindido entre la filosofía y la satiriasis.

Me fui con Neculai en un taxi al hospital. Era como ir al lado de un espectro.

Para ahorrarles un nuevo episodio hospitalario, que tan malos recuerdos suele traernos a casi todos, les diré que a Walter le dieron el alta a las pocas horas de su agonía definitiva. Un mero ataque de ansiedad, según el médico.

De camino a casa, se empeñó en que parásemos en algún sitio para tomar una última copa, y hubo que parar, porque a ver quién porfía con mi primo.

Ansiedad, bien. La muerte le había dado una prórroga al reyezuelo de la vida. Para celebrarlo, a los dos días trajo a casa a una hungarita de piel de cera, y las risas de ambos traspasaban las paredes.

La ansiedad, sí.

El problema de cualquier realidad inexorable es que llega, por más que la aplacemos mediante vacíos voluntarios de memoria: llega la hora de la muerte, llega la hora del dentista… Sam Benítez, según era de esperar, llamó para darme un ultimátum: el domingo a mediodía, ni antes ni después, tenía que estar en marcha la operación. Y era lunes.

Le insistí a tía Corina en que era mejor que fuese yo solo, pero ya se imaginan ustedes el caso que me hizo. Así que llamé a Nati, la temerosa de los aviones, para que nos gestionase de una vez el alojamiento y el hospedaje en Colonia. Llamé luego al Penumbra y lo cité el viernes, a la una de la tarde, en un restaurante que escogí al azar en una vieja guía turística que había por casa, pues tenía mi padre la costumbre de coleccionarlas para recrear ciudades durante sus rachas de inmovilidad, que no eran muchas, aunque le intranquilizaban, al ser de natural peregrinante y entrar por tanto en la categoría de quienes piensan que a la vida hay que salirle al encuentro en cualquier lugar que esté lo más lejos posible de casa. Llamé a Cristi Cuaresma y la cité a la misma hora en el mismo sitio. «¿Y los billetes y todo lo demás?», me preguntó. «¿Qué billetes y qué todo lo demás?», le pregunté. «Los billetes de avión, los bonos de hotel, el dinero para gastos…» (Ingenua Cristi Cuaresma, tan diabla para otras cosas…) «De eso te encargas tú. Te daré tu parte cuando estemos en Colonia. Si necesitas dinero, pídeselo a Sam Benítez. O atraca a una vieja», porque había decidido bajarle sus humos volcánicos. Cristi, como era de esperar, protestó, y es posible que no le faltaran los motivos, pero la vida tiene esas cosas: un día te diviertes humillando a un semejante y, al cabo de unos cuantos días, te ves pidiendo dinero a ese semejante, y resulta que ese semejante te lo niega. (Los equilibrios…)

Sam me llamó desde Lisboa, donde, según me dijo, acababa de gestionar la compra de un lote de bocetos del malogrado Amadeo de Souza-Cardoso para un coleccionista canadiense de arte cubista. «Dile a Tarmo Dakauskas que se reúna con nosotros el viernes», y le di las señas del restaurante. «Procuraré que vaya. De todas formas, no te preocupes si no aparece.» No tuve más remedio que llevarle la contraria en ese particular, porque el caso era que estaba bastante preocupado por demasiadas cosas. «Algo me dice que esto no va a salir bien, Sam. Algo me dice que esto es una encerrona. ¿Me la has jugado?» Pero se acogió al registro lastimero: «¿No confías en tu compadre Sam, cabrón? ¿Te ha fallado alguna vez tu hermano Sam?». (No, pero siempre hay una primera vez, hermano Sam, compadre.) (Güey.)

Me dijo que era imprescindible que comprase un teléfono móvil para mantenernos en contacto, de modo que por la tarde di un paso hacia la modernidad, aunque fue tía Corina quien se encargó de descifrar el manual de instrucciones, que no era poca cosa: con menos de eso y con un par de destornilladores se podría construir un cohete espacial.

Antes de despedirse, Sam me proporcionó algunos detalles, que les resumo: entrando en la catedral por el portal de san Pedro, hay a la derecha, bajo un baldaquino, un grupo escultórico presidido por una Piedad. (Se trata, como luego supe, de una de las estaciones del vía crucis que un artesano holandés cuyo nombre no recuerdo realizó a finales del XIX como aportación al inmenso elenco de pastiches que se exhiben en la catedral coloniense.) En la peana del grupo escultórico hay cuatro cuarterones que alojan sendos escudos. El escudo de la izquierda enmarca un guantelete. Según Sam, si alguien apoya la mano en ese guantelete y lo presiona, girará la torre que sostiene santa Bárbara y dejará al descubierto una llave. Dicha llave, según Sam, abre el enorme arcón que está situado justo enfrente del grupo escultórico. «Ese arcón es en realidad la entrada a un pasadizo que desemboca justo detrás del relicario, ¿comprendes? Te lo digo porque los curitas no dejan que la chusma se pasee por el altar mayor.»

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