Supongo que, para un loco, la buena suerte consiste en ver confirmado el fundamento de su locura. Y Andrade tuvo un gran golpe de suerte…
Andaba buscando un local para su negocio, por tener que desalojar el que entonces ocupaba, y alquiló un cuchitril medio en ruinas en lo que fueron las caballerizas del palacio del conde de Huéjar, a dos pasos de nuestra casa. Durante las obras de acondicionamiento, el albañil que llevaba a cabo la faena dio con un portillo tapiado al picar la pared. Resultó que aquel portillo conducía a un sótano sostenido por cuatro columnas cuyos capiteles representan escenas grotescas: un monje que devoraba a un niño, un demonio que sodomizaba a una monja con cara de salamandra, un murciélago con genitales de hombre y tocado con la tiara papal y un ángel empalado. Las paredes eran de ladrillo visto, y una de ellas se adornaba con una pintura mural de tema báquico y de trazo tosco, con faunos, sátiros, ninfas libertinas y ese tipo de gente.
Tiempo le faltó a Andrade para descender allí y dar carta blanca a los ensueños, que no serían poca cosa, y le indicó al albañil que por nada del mundo recegara aquel portillo que daba acceso a su cueva particular de Montesinos, y así quedó la cosa.
El suelo de aquello está siempre con un dedo de agua, por las filtraciones, y una bombilla pelada ilumina el subterráneo repleto de insectos de humedad, con tufo a mundo muerto. Andrade, en sus desvaríos, está convencido de que aquello fue la cripta sacrificial de alguna secta, por más que los técnicos del Ayuntamiento le aseguren que se trata de una bodega que mandó construir en la década de los sesenta el llamado conde Albertito, que murió soltero y sin gran cosa hará unos quince años, después de una vida marcada por las estupideces, entre las que se contó la de edificar aquel sótano de vocación más o menos sacrílega para reunirse allí con sus amistades, que según dicen eran de pronóstico. Aun así, Andrade le muestra con orgullo la bodega a quien se deja e incluso a quien no, y por propiedad suya la tiene, aunque parece ser que está en marcha un expediente de expropiación y un proyecto de rehabilitación integral del palacio para darle uso como dependencias municipales, en buena parte por presión vecinal, ya que aquello se ha convertido en urinario y en refugio de ratas, de manera que Andrade no sólo va a quedarse sin cripta, sino también sin local. Pero, mientras sí y mientras no, se permite elaborar leyendas libres en torno al recinto, leyendas que él mismo acaba por creerse, según es habilidad de muchos locos: «Aquí, justo en el centro, se colocaba a la víctima y, entonces, los caballeros, con sus cuchillos, uno por uno, iban…». Y así.
«Vengo por los zapatos de mi tía», le dije a Andrade, que andaba absorto en sus remiendos y en sus cavilaciones difíciles. Me miró y, sin decir palabra, cogió los zapatos de una estantería, los metió en una bolsa y los puso encima del mostrador. «Diez euros.» Por un instante, creí que iba a librarme de sus peroratas habituales, esperanzado de que la medicación lo mantuviera en estado neutro, pero la vida es un asunto duro: «Oiga, mire usted. A ver si es capaz de resolver esto», y me soltó la siguiente adivinanza:
Si lo pides en Bretaña,
podrás escribir con él
el pan que habrán de darte
si lo pides en Francia,
a la vez que nombrarás allí
a un Anticristo de pacotilla.
Me quedé como acaban de quedarse ustedes. «Le doy cinco minutos para encontrar la solución. En caso contrario, me sentiré con derecho a dudar de su inteligencia y a proclamar su ignorancia a los cuatro vientos», que es la fórmula retadora que aplica a todo el mundo. «Tengo prisa», me disculpé. Pero él contraatacó: «Prisa no, lo que usted tiene es vergüenza. Vergüenza de su incultura».
Por no sé qué razón, a tía Corina le inspira lástima este lunático, y hasta da la impresión de que está deseando que se le gasten las suelas para darle labor, pero a mí Andrade me inspira cualquier cosa menos lástima.
«De acuerdo. Lo que usted quiera, Andrade.» Recogí los zapatos y me di media vuelta. «Espere, cobarde. Le concedo diez minutos.» Pero seguí mi camino, aunque les confieso que buscando la solución de la adivinanza, ya que el pensamiento es un artilugio de arranque automático, no siempre para bien.
Detrás de mí oía los gritos de Andrade: «¡Pajillero, ignorante, cabrón de la puta cabra!», porque a él se le dispara la coprolalia en el pico de las crisis. «¡El Anticristo de pacotilla es Le Pen! ¡Maricón, indocto! ¡Si pides pen en Gran Bretaña, te darán un bolígrafo y si lo pides en Francia te darán pan, pedazo de sieso!» Y cambió los gritos por las carcajadas.
Enigma despejado, en definitiva, al margen de escrúpulos fonéticos, ya que el acertijo resultaba defectuoso por ese flanco.
El bolígrafo, el pan, Le Pen.
El universo de Andrade, como quien dice.
Y todos pertenecientes a una misma especie animal.
«Pasead un poco a mi pobre Neculai», nos pidió tía Corina a Walter y a mí, porque la verdad era que aquel aventurero tardío no estaba conociendo más mundo que el que se divisaba desde las ventanas de la casa, de modo que tía Corina lo vistió de gala, al menos en la medida de lo posible, y nos lo llevamos a dar una vuelta por la zona noble de la ciudad, procurando entendernos con él por señas, aunque era reservado Neculai incluso para mover las manos.
«¿Dónde llevamos ahora a este?», me preguntó Walter cuando cumplimos el recorrido histórico-artístico, y me encogí de hombros, porque si ya resulta difícil sondear los deseos de una persona con la que compartes toda una vida, no digamos los de un extraño con el que no puedes intercambiar ni dos palabras.
Entramos en la Rosa de California a tomar algo y al primo Walter le entró una rara impaciencia -la impaciencia del moribundo en su afán por correr más que el tiempo, según interpreté-. Al poco, me propuso que nos fuésemos al Club Pink 2 -del que yo tanto le había hablado como antídoto contra su ansia- para que al tío Neculai se le alegraran sus ojos de pesares transilvanos. De fondo estaba, como no hace falta sugerir, el interés personal de Walter, que andaba apurando las comedias de amores antes de marcharse a quién sabe qué círculo del infierno. (Tal vez al segundo, el reservado a los lujuriosos.) (Sí, sin duda al segundo.) Cogimos un taxi, en fin, y allá nos fuimos.
El primo Walter no tardó en hacerse dueño de la situación, ya que se le advertía experiencia de mando en ese tipo de cuarteles. Al momento, estaba rodeado de cuatro muchachas, y a las cuatro encandilaba con su facundia sofística, dando palos de ciego a las grandes teorías de los grandes filósofos para reducirlas a un chiste de sal gorda. Yo procuré tomarme la circunstancia con sosiego, improvisando argucias diplomáticas de alta escuela para que cinco panteras perfumadas no devorasen al rústico Neculai, que estaba estupefacto, acariciado por uñas de estilo Fu Manchú y susurrado al oído en varios idiomas, porque el Club Pink 2 es algo así como el Consejo General de Naciones en versión lencería.
Neculai salió de su mutismo cuando se le acercó una muchacha y le habló en rumano, lo que acabó espantando a las demás, que optaron entonces por dedicarme sus recursos retóricos. La rumana pidió un botellín de champán para ella y otra copa para Neculai, y acabé preguntándome por cuánto iba a salirme aquello, ya que el primo Walter era duro de bolsillo, tal vez porque se aprovechaba de mi condición de inminente heredero suyo, y el pobre Neculai no creo que contase con un presupuesto extra para libertinajes, ya que sus ahorros de toda la vida apenas iban a darle para asomarse al mundo durante un par de semanas.
La rumana tardó menos de cinco minutos en arrastrar al tío Neculai a su taller de ilusiones urgentes. Animado por aquella circunstancia, mi primo se dejó arrastrar también. Pero por dos. (Como los emperadores.) Y en la barra me quedé, capeando discursos zalameros y exégesis zodiacales, con un vaso de refresco vacío ante mí, haciendo cuentas y desengañando al instinto, que es de poco pensarse las cosas.
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