Estuve en casa del Penumbra hasta la caída de la tarde, cuando ya la ciudad iba recuperándose del azote del Misericordioso.
No es necesario que señale que había perdido mi vuelo de regreso a París. Llamé a tía Corina al hotel, pero no pude hacerme con ella, así que le dejé un mensaje tranquilizador. Llamé también a mi hotel, en el que tenía varios mensajes intranquilos de tía Corina.
Mi anfitrión estuvo muy locuaz. Le pregunté por Cristi Cuaresma. «Una loca. En todos los aspectos posibles. Se levanta loca y se acuesta más loca todavía. Le echas cuatro polvos y pretende que te tatúes su nombre en la frente. Sam Benítez te la ha colgado para asegurarse de que todo vaya a salirte mal. Esa es la prueba más contundente de que en este asunto hay trampa. Esa tía no ha trabajado nunca en nada. La única cosa sensata que ha hecho en toda su vida ha sido llamar al veterinario cuando a los rottweilers de su novio colombiano les daba por devorarse entre ellos… En fin, dejemos que las cosas vayan por su cauce. Por el cauce que ha marcado Sam. A ver dónde acabamos.» Visto así el asunto, pensé que fundamentalmente podríamos acabar en la cárcel. «Cuando llegue el momento, llama a Cristi y la citas en Colonia. Ella misma se encargará de buscarse la ruina. Por eso no te preocupes.»
Le dije al Penumbra que lo prudente sería desistir: ya no está uno en edad de regalarle unos años penitenciales a la Justicia humana, porque los años comienzan a ser muy valiosos precisamente cuando menos valen.
Los gastos que me habían ocasionado los preparativos de la operación -incluidas las dos mil libras que le di la noche antes al Penumbra- tampoco iban a llevarme a una bancarrota irreparable, aunque el dinero tirado duele mucho en la memoria. Además, entre un pequeño despilfarro y un desastre a toda orquesta, la opción estaba clara.
«Si Sam Benítez te ha tendido una trampa, lo que tienes que hacer es tenderle otra. Una trampa muy sencilla y, en cierto modo, sujeta al guión: hacer que todo salga mal, pero sabiendo que va a salir mal, con lo cual estaremos a salvo. Te quedas con el anticipo y que luego él dé explicaciones a quien tenga que dárselas. Cuenta conmigo para eso», y sonrió de un modo que me resultó inquietante, por esa cualidad que tienen algunas sonrisas de materializar lo peor que llevamos dentro. «Ese será nuestro trabajo en Colonia: hacer que Sam se meta en su propia jaula. Y va a salirte barato: sólo quiero la mitad de ese anticipo. Bueno, no exactamente la mitad: me conformo con el 90% de la cantidad que te inventaste hace un rato y que ya no recuerdo siquiera. Así que miénteme de nuevo: pronuncia una cifra agradable.»
Como ustedes comprenderán, no di crédito alguno a cuanto me dijo el Penumbra. Estaba obligado a trabajar con él, pero no al son de sus delirios, y mucho menos a sus órdenes. Yo confiaba en Sam, a pesar de muchísimas cosas, y esa confianza no iba a desmoronarse por las suposiciones de un aprendiz de diabluras. Sam no me debía nada, pero le debía mucho a mi padre, y ese débito me resultaba tranquilizador.
…De todas formas, la mente es un hormiguero con muchas galerías, y reconozco que la duda se me coló por alguna de ellas, de modo que vi aumentada la suma de mis inquietudes. (El mundo gira, y nosotros giramos con el mundo, y las conciencias tienden, en fin, a marearse.)
El Penumbra se puso su disfraz de oficiante satánico, repitió el ritual de la venda y me acercó en su Aston Martin a mi hotel.
La ciudad estaba inquieta: varios millones de personas procurando disimular su psicosis, luchando contra el instinto de hacer un paquete con los niños y las joyas y huir a Costa Rica en el primer vuelo.
Antes de despedirme del Penumbra, le pregunté si conocía a Tarmo Dakauskas. «No, ¿por qué?» Le dije que por nada, para no añadir otra pieza al tablero.
Llamé de nuevo a tía Corina, esa vez con fortuna. Lloriqueó un poco por la incertidumbre acumulada en torno a mi suerte, pero le dije que no se preocupara y que se fuese a cenar con el Falso Príncipe para celebrar mi resurrección.
Llamé luego a la compañía aérea para intentar arreglar mi plan de regreso, pero se ve que no era momento de arreglar nada. Me sugirieron que lo más sensato sería que me fuese muy temprano al aeropuerto y que, una vez allí, procurarían acomodarme en el primer vuelo en el que hubiese una plaza disponible, ya que estaban produciéndose muchas cancelaciones, tanto de vuelos como de reservas.
Teníamos billetes para Colonia en un tren que salía a las once y media de la mañana, y difícil veía yo que llegase a tiempo, por temprano que me fuese a Heathrow, ya que los aeropuertos son los reinos naturales de la llamada Ley de Murphy para la clientela, quizá porque un negocio basado en el sueño vanidoso de volar está reñido con la rigidez mecánica del tiempo: el milagro del despegue, pongamos por caso, es siempre impuntual, ya que ningún milagro puede ser esclavo del reloj, o yo qué sé.
Llamé a Gerald Hall: «¿Qué sabes de los veromesiánicos de Catania?». Y me aseguró que eran cosa del pasado. «Ya no quedan clientes como ellos, Jacob. Compraban todos los escombros que salían al mercado a precio de platino, y por ahí debió de entrarles la ruina.»
Me tumbé en la cama y me pasé las horas viendo los noticiarios, que repetían una y otra vez las mismas secuencias, las mismas hipótesis y los mismos comunicados oficiales, y así hasta que me quedé dormido.
A eso de las tres de la madrugada me desperté con mucha hambre, porque no había cenado, pero esa es otra historia. Una pequeña historia que se prolonga hasta las cinco de la mañana, hora a la que avisé un taxi para que me llevase al aeropuerto, a jugar al juego de las plazas aéreas disponibles.
Entre cosa y cosa, llegué al hotel de París más allá de las cuatro de la tarde, que ya es decir. Tía Corina estaba esperándome. Me abrazó como si volviera de una guerra. Le conté, sin entrar en demasiados detalles, mi encuentro con el hijo de Honza. Su veredicto fue categórico:«No te fíes ni medio pelo de ese niño».
Habíamos perdido el tren a Colonia, por supuesto. Como ambos estábamos un poco agitados, decidimos cancelar el plan y volver a casa al día siguiente. Ni la salud de tía Corina recomendaba más trastornos ni a mí me entusiasmaba el hecho de pasearme por una catedral con ojos de desvalijador, haciendo croquis, ideando estrategias y planes de fuga.
La verdad es que el asunto de Colonia empezaba a repelerme. Era el trabajo más ventajoso que me habían ofrecido desde la muerte de mi padre y, sin embargo, el que más pereza me daba emprender. Es probable que el responsable de esa pereza sea el tiempo, que, a fin de cuentas, es el principal sospechoso de casi todo. La vejez consiste, esencialmente, en un estado crónico de pereza, y yo me sentía viejo. Perezoso. Sin ganas no ya de implicarme en una operación de aquella envergadura, sino incluso de levantarme de madrugada para ir al cuarto de baño. (Y la noche en que te lleves un orinal al dormitorio será el principio del fin: todas las teorías pomposas y milenarias en torno a la esencia del tiempo acabarán teniendo la forma de ese recipiente.)
Salimos a cenar con el Falso Príncipe. Entre tía Corina y él creí adivinar esa complicidad incómoda de los amantes repentinos, la melancolía de una ilusión sin futuro. Intuí que, durante mi ausencia, habían vivido su sueño rápido y no sabían qué hacer con el cadáver de ese espejismo.
Nos recogimos temprano y al día siguiente ya estábamos en casa, sin más suceso digno de mención que un artículo firmado por un tal Philippe des Rois que leí en Le Fígaro durante el vuelo y que tuve la ocurrencia de recortar para leérselo al ex joyero Coe, de modo que ahora puedo permitirme traducirlo y transcribirlo para ustedes, por parecerme curioso el asunto que expone y también por dar un respiro a mi memoria, un poco fatigada ya de reconstrucciones:
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