Algunos rabinos amigos de la zoología fantástica sostuvieron que Caín era hijo de Eva y de la serpiente tentadora. Algunos sabios musulmanes, por su parte, dieron por hecho que Eva tuvo dos hijos, los célebres Caín y Abel, y dos hijas, Aclima y Lébuda. Caín y Aclima eran gemelos, como gemelos eran también sus hermanos. A falta de gente en la Tierra, Adán y Eva se vieron obligados a concebir una maniobra incestuosa y decidieron emparejar a Caín con Lébuda y a Abel con Aclima. Pero Caín, que era un joven de talante conflictivo, se enamoró de Aclima, su hermana asignada a su hermano, por considerarla más hermosa que la otra, a pesar de ser esa otra gemela suya, lo que le exime al menos del pecado de narcisismo. Caín, agraviado, se enfrentó a sus padres, en quienes su talante paranoico quiso ver un trato preferente hacia su hermano Abel. Y ahí comienza a gestarse la primera mente homicida de la historia: Caín decide asesinar a Abel, aunque no sabe cómo, al no estar inventado todavía el asesinato. Pero el diablo, que tanto afán puso en corromper la conciencia de aquella familia fundadora, le ofrece una clase práctica: coloca un pájaro sobre una piedra y con otra piedra le aplasta la cabeza. Caín comprende. Cuando Abel está durmiendo, su hermano le deja caer una gran piedra en la cabeza y lo mata.
Caín pretende ocultar el cadáver de Abel, pero no sabe dónde, ya que a fin de cuentas es el primer cadáver humano de la historia, así que lo envuelve en piel de bestia y se lo echa a la espalda. El asesino deambula durante cuarenta días buscando un escondrijo para el cuerpo de su hermano, hasta que la descomposición del cadáver es tal, y tal el asedio de las aves carroñeras, que lo entierra, con lo que inventa de paso la inhumación.
La lectura musulmana de este episodio decide que Caín se convierta en un eterno fugitivo, hasta que muere a manos de un nieto suyo que es corto de vista y que, en una cacería, confunde a su abuelo con una fiera.
Por otra parte, tenemos la revelación que recibe Hiram Abiff, responsable de la ornamentación del templo de Salomón, cuando desciende en sueños al centro de la Tierra, donde es instruido en la tradición luciferina, según la cual Caín fue hijo de Eva y de Iblis (o Lucifer), mientras que Lilith (hermana de Iblis) fue la amante de Adán, a quien transmitió el arte del pensamiento, aunque sus amores adúlteros no fueron bendecidos con descendencia.
Y ya está.
Proposiciones comerciales.
El presunto corpus vile .
Regreso a París.
Planetas diamantinos.
En casa y Walter.
Tardé en reaccionar. Voy a Londres con la idea de reunirme con un visionario zarrapastroso, pregonero de grandes catástrofes espirituales, profanador de tumbas, ladronzuelo de guante sucio, y me encuentro con una especie de petimetre posmoderno que no sólo ha logrado montar un negocio boyante y renovador sobre el pedestal de Lucifer, que no sólo conduce un coche de lujo, que no sólo vive entre objetos artísticos de muchísimo precio, sino que además está al tanto de los planes islamistas para acabar con los pecados de Occidente.
«Perdona que te insista, pero podrías hacerte cargo de un círculo en España. Tienes que ir pensando en tu jubilación, y esto es muy fácil.» Le dije que sí, que parecía fácil, pero que no me veía en edad de disfrazarme de demonio que pastorea a demonios subalternos, a súcubos de largas piernas y a íncubos toxicómanos. «Eso es lo de menos. El demonio sería yo. Iría por allí de vez en cuando para impartir catequesis. Sólo tendrías que ocuparte de organizar los golpes y de controlar en la medida de lo posible a los tarados.» A esas alturas, yo ya no tenía voluntad ni para decir que sí ni para decir que no, de modo que opté por no decir nada, a pesar de que lo descabellado de la propuesta era como para echarse a reír y no parar en cuatro meses, que es lo que haría tía Corina en cuanto se lo contase.
No pude resistir la tentación de preguntarle por el asunto Chagall. «Es una leyenda urbana», me aseguró, aunque algo en su mirada y en su tono me susurró que mentía. No insistí: la leyenda seguiría siendo leyenda, para desprestigio de su protagonista y para gloria del falsificador Leo Brutz.
«¿Cuánto te pagan exactamente por lo de Colonia?» Le dije que eso era asunto mío. «Déjate de remilgos. Si van a joderte vivo, dime por lo menos que van a pagarte bien.» Le di una cifra que estaba muy por debajo de la real, porque a las cifras les conviene la modestia en esos casos. «No está mal del todo, teniendo en cuenta que es mucho más. Por menos de eso, hay gente que se ha dejado matar sonriendo.» Le comenté que tenía que irme. Que hablaríamos. Que nos veríamos en Colonia. «¿Irte? ¿Adónde? Y, sobre todo, ¿cómo?» Me señaló el televisor. «¿Te has olvidado de que hoy es día de fiesta para los muchachos de Alá?» Y era cierto: la justicia de ese dios sin iconografía había paralizado los taxis, los autobuses y el metro, equiparando Londres con cualquier aldea polvorienta de Afganistán en lo relativo a transportes públicos. Sólo faltaban algunos londinenses con sandalias y con una cabra al hombro para expedir el certificado de defunción de la cultura occidental en Gran Bretaña. «Espera a que todo esto se tranquilice un poco y te acerco al hotel. Así hablamos, porque tengo mi teoría sobre lo de Colonia. Siéntate, por favor, y te cuento…» Y me senté.
«No sé qué opinarás tú, pero todo el mundo sabe que Sam Benítez está sonado. No sólo por la cantidad de porquerías que se mete ni por los golpes que le dan en la cabeza cuando sale a divertirse, sino porque se le ha podrido la conciencia. Comprendes lo que te digo?» Y le dije que sí, aunque la respuesta honrada hubiese sido otra. «Todo viene de ese afán suyo por lo trascendente. Es lo mismo que si consigues enseñar a leer a un mono y le regalas la Biblia y Alicia en el País de las Maravillas . ¿Qué puede salir de ahí? Un mono que tiene pesadillas con las plagas de Egipto y que está convencido de que todos los sombrereros son esquizofrénicos y amigos de las liebres parlanchinas. Y eso es lo que le ha pasado a tu amigo Sam Benítez: por querer ser trascendente, ha acabado en el fondo del pozo, con un culo de lagarto en lugar de cerebro.»
Yo, la verdad, no tenía muchas ganas de someter a Sam Benítez a un análisis psicológico bizantino (digamos), en parte porque me consta que nadie puede saber nada de nadie a ciencia cierta, precisamente por ser la psicología una ciencia incierta, al incidir sobre entelequias demasiado cambiantes: nosotros, los cambiantes.
«Lo que tiene que quedarte claro es que Sam Benítez va a jugártela, aunque no me preguntes cómo ni por qué. Lo del sarcófago de los magos es una trampa. No sé qué tipo de trampa. Pero trampa. Como tú comprenderás, lo de Caín, el falso Smerdis y Simón el Mago es un cuento para gilipollas. Es imposible que quede ni un solo hueso de esos tipos, y menos de Caín, que es un psicópata inventado por el antepasado de Stephen King que escribió el Génesis. Pero eso sería, a fin de cuentas, lo de menos, porque ya sabes cómo funciona el asunto de las reliquias: da igual que sean los huesos de un pollo frito de McDonald's. Lo que importa es creer en los huesos, sean de un pollo o de un mártir. Además, nadie estaría dispuesto a pagar una fortuna por adueñarse de los despojos de esos tres fantoches. Ni siquiera Tobías Cohen.» (Tobías Cohen es un rabino de Atlanta que se ha hecho célebre por su persecución incansable de todo rastro del Maligno en la Tierra, movido por el afán de borrar ese rastro, lo que le lleva a la destrucción pública de libros inicuos, de reliquias perversas y, si pudiera, de satanistas de carne y hueso.) «En esto hay otra cosa. Lo bueno sería saber de qué se trata, porque ahí puede estar la clave de la trampa que quiere tenderte el mexicano. Procuraré enterarme y ya te digo. ¿Te apetece más café?»
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