Felipe Reyes - Mercado de espejismos

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Premio Nadal 2007
Una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas.
Corina y Jacob han vivido siempre de la organización de robos de obras de arte. Cuando se dan por retirados de la profesión a causa de su edad avanzada y de la falta de ofertas, reciben un encargo imprevisto por parte de un mexicano libertino y de tendencias místicas que sueña con construir un prisma para ver el rostro de Dios. El encargo consiste en llevar a cabo el robo de las presuntas reliquias de los Reyes Magos que se conservan en la catedral alemana de Colonia.
A partir de ahí, Benítez Reyes traza una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas, de su truculencia y de sus peculiaridades descabelladas. Pero Mercado de espejismos trasciende la mera parodia para ofrecernos un diagnóstico de la fragilidad de nuestro pensamiento, de las trampas de la imaginación, de la necesidad de inventarnos la vida para que la vida adquiera realidad. Y es en ese ámbito psicológico donde adquiere un sentido inquietante esta historia repleta de giros sorprendentes y de final insospechado.
A través de una prosa envolvente y de una deslumbrante inventiva, Benítez Reyes nos conduce a un territorio de fascinaciones y apariencias, plagado de personajes insólitos y de situaciones inesperadas.

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Behemoth fumaba un porro tras otro, inundando la habitación de un olor a jaima chamuscada, y, dado que a los encantamientos de la grifa sumaba los del vino, no tardó en quedarse medio cataléptico, con el labio a la altura del mentón, hundido en el sofá como una especie de oso de peluche en versión jamaicana. El Penumbra y el súcubo me miraban con fijeza, presionándome, acorralándome con su silencio, a la espera sin duda de que tomase yo la iniciativa de la conversación, que por fuerza habría de reanudarse con una pregunta: «¿De qué vais vosotros, muchachos? ¿De heraldos carnavalescos de la Mano Izquierda?».

El Penumbra y la demonia Belial se miraron. Y se rieron. Y se besaron. Y se tocaban. Mirándome. Me revolví en la butaca y acabé clavando la vista en el suelo, en el que alguien se había tomado la molestia de dibujar unos aros de protección contra las apariciones conflictivas.

– Somos el círculo de la b.

– ¿?

– Hay círculos.

– ¿?

– De cada letra. Nosotros somos el de la b .

– Enhorabuena. Es una letra excelente.

– Sólo una letra de tantas. Lo importante es el alfabeto.

– ¿Os guiáis por el diccionario de Plancy?

– Sí y no. Allí falta mucha gente.

– O sobra, según se mire.

– Toda la gente es poca.

– Depende de para qué.

– ¿Contáis ya en el círculo con Balan, rey de los infiernos que…?

– …tiene tres cabezas…

– …una de toro, la segunda de hombre…

– …y la tercera de carnero.

– Y cola de serpiente.

– Pronto estará entre nosotros.

– Bien. Creo que tienes que darme una información, Bechard.

– Ya te la daré Jacob. Tu ansia de conocimiento puede esperar un poco.

– Un viaje en balde, ¿no? Bien, muchachos. Que paséis buena noche, dentro de lo posible.

– ¿No te apetece quedarte? -me preguntó Belial, abriendo y cerrando las piernas.

– Sí, me apetece muchísimo, pero me voy.

– Belial la chupa por treinta libras y cuando termina te dice que te quiere -me informó el negro.

– Me parece barato. Pero ya he gastado demasiado dinero esta noche -y me encaminé a la puerta.

– Vuelve pronto.

11

La casa imprevista.

Mañana sangrienta.

La teoría de los tres malhechores.

Y alguna información histórica.

Sentirse estafado es un sentimiento bastante incómodo, pero puede sobrellevarse si has aprendido a mantener a raya tu sentido de la dignidad, esa dignidad que tiende a ofenderse a la mínima, al entrar en la categoría de los sentimientos egolátricos. No era la primera vez que me veía en una situación como aquella, ridiculizado y con la cartera saqueada, y esa veteranía me ayudaba a tomarme con calma el asunto, a pesar de que la dignidad herida es siempre un sentimiento que se estrena.

De todas formas, y en contra quizá de lo dicho anteriormente, lo tenía muy claro: llamaría a Sam Benítez y le diría que se metiese el sarcófago por el culo, si me permiten ustedes la expresión, que fue la única que se me ocurrió formular en aquel instante, que no era el idóneo para formulaciones más serenas.

Entre cosa y cosa, eran más de las dos de la madrugada cuando salí del templete lúgubre de Bechard. A esas horas, Electric Avenue puede ser un mal sitio para un paseante casi sesentón y solitario de raza blanca, y más si el paseante en cuestión lleva una corbata de seda y un reloj Bulova de 1952: algo así como un conejito con una lazada y un cascabel al cuello en mitad de la sabana de Tanzania a la hora del almuerzo.

Debo confesarles, con una vergüenza sólo relativa, que me dan miedo las calles desiertas, sea la hora que sea, y no hace falta que esté deambulando por esas calles: si me asomo a una ventana y el panorama consiste en una calle desierta, también siento miedo. No es que me ponga a temblar ni nada parecido: se trata sólo de un presentimiento de adversidad, de una inquietud de cuchillas en el estómago. Un miedo sin porqué, característicamente infantil, aunque complicado por las peculiaridades del prisma adulto. No creo que ese miedo mío esté determinado por el hecho de que me hayan atracado siete veces, porque es un miedo que viene de mucho antes del primer atraco (que tuvo lugar, por cierto, en la estación de Campanha, en 1986, cuando iba yo de camino a Oporto para reunirme allí con Mario Figueroa, el falsificador numismático que murió poco más tarde, se murmuró que envenenado por su esposa Marie Sprengler, celosa y nibelunga). Además, un atraco es un riesgo concreto y mi miedo es una conjetura abstracta. La respuesta es posible que esté en manos del psicoanálisis, aunque no tengo intención de hacerle jamás la pregunta, de modo que la explicación de ese miedo mío levitará para siempre en los limbos de lo enigmático, que es un lugar bastante confortable para un miedo.

Llegué sin incidentes a Brixton Road, donde el peligro, al fin y al cabo, seguía siendo el mismo (el camarada étnico que se te acerca y te susurra: «Eh, tú, viejo, dame tu puto reloj, tu puto anillo y tu puta carterita de piel de búfalo como tributo al multiculturalismo de la zona, porque yo soy una víctima sociológica de tus putos tatarabuelos y voy a rajarte tu puta barriga si me enfado», o algo igual de sincero, aparte de discutible en situaciones normales), y allí me aposté a la espera de un taxi, esos mirlos blancos de la madrugada.

«Hey», resonó en el silencio, y di un respingo: conejito a punto de morir.

Pero, bueno, hay veces en que nuestro ángel de la guarda se presenta bajo el disfraz más imprevisto, así sea el de demonio urbano: el Penumbra.

«¿En qué hotel estás?» Se lo dije. «Me pilla de camino. Vamos por mi coche.» Así que, después de andar un trecho y de bajar a un aparcamiento subterráneo que olía a sentina de un dragón con entrañas de gas y fuego (o tal vez a algo peor aún: a sentina de un dragón con entrañas de gas y fuego y con cistitis), ya estaba yo de copiloto en un Aston Martin que parecía una fantasía aerodinámica de hematita negra pulida y que tenía ese olor a traje recién salido de la lavandería propio de los coches flamantes. «Buen juguete», comenté. «Los hay mejores.»

«¿Adonde me llevas?», le pregunté al cabo de un rato, porque no me resultaba lógica la ruta que había tomado si lo que pretendía era acercarme al hotel. «A mi casa.» Me quedé un poco aturdido: en mi secuencia de evidencias básicas y de suposiciones elementales, la casa del Penumbra era aquel zaquizamí goético de Electric Avenue. Pero está visto y comprobado que el mundo de las apariencias es un mundo de ilusionismo. «¿No es un poco tarde ya?» Porque andaba yo en pugna con el sueño, al que el anacoreta Polidosio el Eleata atribuyó la cualidad de proporcionarnos una amnesia moral transitoria, hasta que llegó Freud el Vienes y nos negó la posibilidad de esa tregua. «Depende de para qué.» Y me dejé arrastrar, en parte porque comprendí que no tenía otra opción.

El Penumbra paró de repente el coche y sacó de la guantera un pañuelo de textura vaporosa: «Lo siento, Jacob, pero me vas a permitir que… Será sólo un momento». Y me vendó los ojos.

Lo del vendaje se trataba de un método un tanto teatral, aunque prudente, al menos con arreglo a ese precepto que solemos seguir los de la profesión de no desvelar nuestro domicilio. Me hice cargo de su cautela y me dejé hacer. A fin de cuentas, no era la primera vez que me vendaban los ojos, circunstancia que no siempre ha tenido lugar con mi consentimiento.

Al cabo de unos cinco minutos, entramos en otro aparcamiento subterráneo que olía un poco mejor que el primero. «Ya puedes quitártelo.» Y subimos en ascensor al que se suponía que era el verdadero hogar del Penumbra, cuya descripción no se hará esperar ni un instante.

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