«¿Te pongo algo?» Iba a decirle que me apetecía lo mismo que estaba bebiendo la rubia Mansfield en la fotografía, o sangre de doncella galesa si no le quedaba de aquello en el frigorífico, porque la artificiosidad grotesca de aquella escenografía me puso el ánimo irónico, aunque no confiaba yo mucho en el sentido del humor de mi anfitrión, de modo que le pedí un vaso de agua.
«¿Sabes lo que está bebiendo la Mansfield en esa foto?», me preguntó, como si me hubiese leído el pensamiento, lo que me pareció una posibilidad parapsicológica un poco desconcertante. «¿Un zumo de pomelo?» El Penumbra sonrió. «No, el elixir de la inmortalidad.» Asentí y dije: «Y por eso murió decapitada en un accidente de tráfico, ¿no?». El Penumbra volvió a sonreír: «Es que bebió más de la cuenta».
Cuando el Penumbra estaba en la cocina, golpearon la puerta como si quisieran derribarla. «¿Te importa abrir?», me gritó. Y al instante me vi frente a un negro gordo y muy alto, con pelo rastafari y barba robinsona, de ojos soñadores y sanguinolentos, con el labio inferior flácido y una voz que tenía la pastosidad de la mantequilla de cacahuete. «¿Está Bechard?»
Y al pronto me quedé confuso. Desde la cocina, el Penumbra gritó: «Pasa, Behemoth». Y Behemoth pasó, y directo se fue a la cocina, en busca de Bechard, que resultó ser el Penumbra. ( The Semi-Darkness . O, en el mejor de los casos Jim Honza… Y ahora, en fin, Bechard.)
Aprovechando aquella circunstancia, y movido por un presentimiento muy punzante, me acerqué a la repisa, cogí el Diccionario infernal de Collin de Plancy y me fui a la b: «BECHARD: Demonio designado en las Clavículas de Salomón como aquel que tiene sumo poder sobre los vientos y las tempestades: hace llover, tronar, etcétera, por medio de un maleficio que compone con sapos machacados y otras drogas». En la misma página, leí lo siguiente: «BEHEMOTH: Demonio pesado y estúpido, a pesar de sus dignidades. Es jefe de los demonios que rebullen la cola. Tiene la fuerza en los riñones. Sus dominios son la golosina y los placeres del vientre. Algunos demonólogos afirman que en los infiernos tiene el encargo de sumiller y de copero mayor».
(Como sin duda recuerdan ustedes, ese diccionario de Collin de Plancy, publicado en 1826, es algo así como el Gotha de los demonios, brujas, herejes, nigromantes, hechiceros, bestias sobrenaturales y demás monstruos que la imaginación humana ha sido capaz de concebir en sus ocios aterrados, así como de gente real y santa que parece escapada de la imaginación.) (Y yo leía aquello de muchacho, en la edad de la fascinación aguda por lo sombrío, admirado de esas faunas anómalas.)
Cerré el libro en el instante en que el Penumbra entraba en la habitación con un vaso de agua en una mano y con un vaso imagino que de whisky en la otra. El llamado Behemoth entró tras él olisqueando una copa de vino, conforme a su rango infernal. «Bechard y Behemoth…», dije con tono de admiración irónica mientras devolvía el Diccionario infernal al estante. «El demonio meteorólogo y el demonio enólogo…» Ambos se miraron, y me reí por dentro de su confusión. Pero al instante se rieron ellos, Bechard casi a carcajadas y Behemoth con risa floja, y entonces fui yo el que se quedó confuso.
«Mejor que nos sentemos», propuso el Penumbra, y así lo hicimos los tres, ellos en un sofá Victoriano tapizado en gutapercha púrpura y yo en una butaca eduardiana tapizada en símil piel de leopardo, porque el criterio decorativo de aquel lugar admitía el atrevimiento kitsch y la discordancia. «¿Se trata de un juego o de algo más?» Volvieron a mirarse y volvieron a reírse. «Nosotros…», se arrancó el Penumbra. Y en ese preciso instante de revelación llamaron a la puerta.
«Te presento a Belial.»
Belial se fue hacia mí, me sujetó por la nuca, me hizo oler su aliento, violentado por el tabaco y el alcohol, y me pasó la lengua por los labios, confianza que me dejó aturdido, como no hace falta ni decir. Era la tal Belial una muchacha de pelo muy corto tintado en verdemar, ojos de ceniza y piel muy blanca, con aspecto canónico de novia desangrada de un vampiro. Iba vestida de negro desde el cuello hasta los pies: una camiseta con una leyenda que podría traducirse como «Practica el Mal. El Cielo está superpoblado», una falda de cuero muy corta, medias de trama confusa y botas altas de tacón gordo. Tenía Belial una hermosura malsana y retadora, un cuerpo elástico y un habla de ecos diamantinos: eses que reverberaban como un diapasón, tes que parecían un crujido de nácar, y vocales con ondulación de cristal fundido…
Percatado de mi incomodidad ante la llegada insolente de aquella especie de princesa de cera del inframundo, el Penumbra tomó las riendas de la situación, ya que las posiciones de poder psicológico son muy fluctuantes: eres el emperador de la realidad ante su bufón deforme y, en un abrir y cerrar de ojos, puedes convertirte en el enano que hace acrobacias paródicas delante del trono de un emperador que, apenas unos segundos antes, era tu bufón obediente. (La historia de la Historia es esa historia, por ejemplo.) Sacó del estante el Diccionario infernal y me lo tendió. «Belial, ya sabes.» Abrí el libro y leí: «BELIAL: Demonio de la sodomía. Se dice que el infierno no ha recibido espíritu más disoluto, más borracho ni más enamorado del vicio por el vicio mismo. Sin embargo, si su alma es hedionda y vil, su exterior es hermosísimo, tiene un talante lleno de gracia y dignidad y el cielo no ha perdido otro más bello habitante». Miré a la llamada Belial, que parecía sonreír con sus ojos grises, sentada en un butacón con la elegancia perezosa de una pantera recostada en la rama de un árbol. Aunque ya saben ustedes que no padezco las servidumbres propias de un natural libidinoso, se me pasaron muchas cosas por la imaginación, y todas ellas demasiado impropias para ser detalladas aquí. «Soy un súcubo», me dijo. Hice un gesto que pretendía ser una sonrisa pero que mucho me temo que se quedó en mueca, y ya saben ustedes que cualquier mueca nos hace descender varios peldaños en la escala evolutiva.
De repente, entre aquel trío, me sentí, no sé, como un supervisor de la compañía del gas, o poco menos, y les envidiaba su juventud, sus perturbaciones de juventud, su juventud perturbadora, su bobería satanista, su arrogancia de dueños del presente y del futuro ante un tipo -yo- al que sólo le quedaba el pasado y un presente de esencia retrospectiva. («¿Quieres ser joven de nuevo?», te pregunta un genio amable liberado de una lámpara. Tu dignidad, tu sentido común y una cierta pereza metafísica dudan un poco antes de responder que sí. Pero tus articulaciones, tus genitales y tus dientes no dudan en absoluto, y responden al instante con otra pregunta: «¿A quién habría que asesinar?».) De todas formas, y envidias inútiles al margen, mi deseo más urgente era salir de allí, por pintar yo muy poco en aquel concilio de satanistas y porque estaba además moribundo de sueño.
«¿Dejamos que la cabeza respire un poquito?», le preguntó Belial al Penumbra, y el Penumbra se encogió de hombros. «¿Conoces nuestra cabeza?», me preguntó, y no entendí nada. «¿Cabeza?» Belial se levantó, se fue hacia una especie de caja de ilusionista, pintada de bermellón y estampada de estrellas, que reposaba encima de una consola y abrió sus dos puertas frontales. Y allí estaba la cabeza, una cabeza decapitada, pálida como la muerte misma, con ojos de pánico. «Escucha», dijo Belial, y tocó no sé qué resorte. «Mata a tu semejante para poder empezar a comprenderle un poco», dijo la cabeza con voz de juguete, que es lo que era. Belial se reía con ganas. «¿No es maravillosa?», y besó en la frente a la cabeza parlante, que repetía aquella frase malévola sin mover los labios. «Haz callar ese chisme», le ordenó el Penumbra, y Belial, entre risas, devolvió aquel engendro a su tiniebla.
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