Felipe Reyes - Mercado de espejismos

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Premio Nadal 2007
Una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas.
Corina y Jacob han vivido siempre de la organización de robos de obras de arte. Cuando se dan por retirados de la profesión a causa de su edad avanzada y de la falta de ofertas, reciben un encargo imprevisto por parte de un mexicano libertino y de tendencias místicas que sueña con construir un prisma para ver el rostro de Dios. El encargo consiste en llevar a cabo el robo de las presuntas reliquias de los Reyes Magos que se conservan en la catedral alemana de Colonia.
A partir de ahí, Benítez Reyes traza una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas, de su truculencia y de sus peculiaridades descabelladas. Pero Mercado de espejismos trasciende la mera parodia para ofrecernos un diagnóstico de la fragilidad de nuestro pensamiento, de las trampas de la imaginación, de la necesidad de inventarnos la vida para que la vida adquiera realidad. Y es en ese ámbito psicológico donde adquiere un sentido inquietante esta historia repleta de giros sorprendentes y de final insospechado.
A través de una prosa envolvente y de una deslumbrante inventiva, Benítez Reyes nos conduce a un territorio de fascinaciones y apariencias, plagado de personajes insólitos y de situaciones inesperadas.

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Un cuadro de Rothko en tono cinabrio. Un par de sillas Prouvé. Un mueble cajonero de Alexandre Noli. Un par de acuarelas de tema mitológico de sir William Russell Flint, relamidas pero muy bien enmarcadas. Un pequeño lienzo de Leger. Una fantasía antropomórfica en mármol de Bruno Giorgi. Un lienzo de gran formato de Kiefer, con la perspectiva de una columnata tétrica. Una mampara japonesa del periodo Qing Long, según mis cálculos. Un armario Ming lacado en negro. Una fotografía de Mario Cravo… Y grandes ventanales. Y tarima de bambú. Y paredes pintadas de un blanco roto, contrastadas con algunas en azul de Prusia. Y estanterías con primeras ediciones de los autores más selectos de Gran Bretaña y de Francia. Y un orden etéreo.

El antípoda, en suma, del tinglado de Electric Avenue.

«¿Esta es tu casa?»

Reconozco que estaba desconcertado. El Penumbra era un mero hazmerreír para los de la profesión, un ladronzuelo de tumbas, un botarate fascinado por las tinieblas, el hijo descarriado del alegre Honza Manethová, el chico de los recados de Putman. Y, sin embargo, no conocía yo a ninguno de los nuestros que se moviera por el mundo en un Aston Martin ni que viviese en un apartamento como aquel, empezando por mí mismo.

Le dije al Penumbra que todo aquello merecía una explicación y se prestó a dármela a su debido tiempo. Le pedí que me preparase un café, porque necesitaba espabilármele sirvió una copa y, como la noche estaba tibia, nos sentamos en unas butacas muy Van der Rohe en la terraza, recubierta con una pérgola de teca de aire zen.

Transcribo su discurso según lo recuerdo: «Lo del satanismo no es una fantochada, por más que lo parezca. Y, aunque lo fuese, ten en cuenta que existe una corriente de satanismo irónico. No todo consiste en rituales solemnes, en blasfemias y en muchachas más o menos pelirrojas amarradas desnudas a un altar. Eso forma parte del vodevil, pero no es la esencia. La esencia es la ridiculización del imperio moral judeocristiano, que es el que gobierna la conciencia de millones de criaturas que no sólo están obligadas a creer en Dios, en Jesucristo, en el Palomo, en cientos de miles de vírgenes y en todos esos santos de vida lamentable, sino que también están obligadas a creer en el Maligno y en todas sus huestes. Millones de criaturas forzadas a un politeísmo maniqueo bastante retorcido y a vivir aterrorizadas sólo por el hecho de que un día, con cuatro copas encima, se les pase por la cabeza la ilusión de tirarse a su sobrina adolescente, a su yerno o incluso a la cabra que hace equilibrios en un podio al son de una melodía cíngara».

Aquel razonamiento me sonaba tópico… Aunque no por tópico menos ajustado a fundamento, la verdad, porque debo confesarles que aún hoy, cuando salgo del Club Pink 2, se remueve dentro de mi conciencia un sustrato infantil de remordimiento penitencial, un zarpazo frío de contrición y desasosiego, un magma de culpabilidad acumulado durante los años que pasé en aquel colegio de curas aficionados a la épica apocalíptica de la condenación, y es como si mi mano inmaculada de niño le hubiese clavado un puñal en el pecho a la Virgen María, un puñal en forma de tacón de aguja: Anabel, Sandra, Chabari, Leicha… Y eso está ahí.

«…Mira, Jacob, resulta muy fácil reclutar a gente a la que le han pisoteado todos sus sueños, a infelices que suplican una identidad alternativa. Asciendes a un don nadie a rango de diablo de opereta, le proporcionas un clima de fraternidad y un nombre exótico y lo conviertes de esa manera en un héroe ante sí mismo, porque lo sacas de un infierno real para meterlo en un infierno lúdico y rentable. Le sacas la cabeza del cubo de la basura y se la llenas de pájaros, de pájaros tenebrosos, pero de pájaros al fin y al cabo, y todos los pájaros vuelan. Le arreglas el destino, ¿entiendes? Y está dispuesto a hacer por ti lo que le pidas. Mataría a su gato si te maullase.»

Se levantó y fue a rellenar su vaso.

«…De momento, tengo a cinco trabajando para mí. Ya conoces a Belial y a Behemoth. Ella es una locuela pija, pariente de Vita Sackville-West, o eso dice, y estuvo enganchada al jaco y a cualquier tipo de teoría milenarista, se basara en lo que se basara: le bastaba escuchar a un paranoico pregonar el fin del mundo encima de una caja de cerveza para tomarlo por un guía espiritual y para follárselo en mitad de un parque si el tipo no estaba demasiado borracho ni demasiado zombi por la medicación. El pobre Behemoth trabajaba de limpiador en un cine de maricas negros, y no sólo limpiaba, pero lo saqué de allí. También están Bileth, el iracundo demonio ecuestre que antes era un repartidor de pizzas; Bitru, leopardo con alas de grifo, instigador del deseo, nacido en la casa de tres plantas del vizconde de Coventry, de la cámara de los lores y propietario de más de treinta acuarelas de Turner, algunas de las cuales se transformaron en dosis inyectables durante la peor época de su primogénito, y Batscumbasa, el demonio turco, al que sus familiares conocen como Zeyno, un muchacho que por la mañana jugaba con la PlayStation y que por la noche se dedicaba a asaltar a las putas del Soho, antes de incorporarse a nuestra cofradía diabólica y rehacer su vida. Son muy obedientes, créeme. Te traen el dinero a casa. Y además follas, porque también aportan niñas curiosas que quieren ver en primera fila el circo del Mal.»

No voy a decir, porque sería incierto, que estaba sorprendido de la astucia del Penumbra como rabadán de almas confundidas, pero sí que lo estaba de su clarividencia comercial: pones a unos cuantos desdichados a atracar a anticuarios, a coleccionistas y a galeristas de arte y tú observas sentado desde tu trono humeante de terciopelo púrpura, con un tridente en una mano y con un vaso de whisky en la otra -y teñido además de rubio.

«Se puede creer en cualquier cosa. La verdadera creencia antecede a la evidencia. Y eso es una ventaja. Si crees en los ángeles, acabarás notando el aleteo de un ángel en tu nuca, protegiéndote de las tentaciones y de los conductores alcohólicos. Si crees en los demonios y los admiras, los demonios acabarán reclutándote. Si crees que tienes sueños proféticos, tus sueños, de una manera o de otra, acabarán siendo proféticos. Una fe es una forma de paranoia.» Dio un trago y se quedó mirándome con fijeza, como si acabara de revelarme de forma gratuita el misterio de la mente humana.

«¿Y para qué me cuentas todo eso?», y se trataba de una pregunta sincera. «Muy fácil, Jacob. Quiero que trabajes para mí. Quiero que montes un círculo en España.» Intenté reírme, pero apenas pude, porque me notaba la cabeza muy nublada y espesa, a pesar de haberme tomado el café, que a mí me convierte en búho. «Tengo que irme», pero el Penumbra tenía una opinión distinta. «No, no vas a irte. Vas a quedarte dormido y mañana seguiremos hablando», y me llevó casi a rastras a un sofá. Yo sólo entreveía nebulosas, y dormido me quedé al instante, porque estaba claro que todo el mundo se había empeñado en dragarme sin mi venia. A discreción.

Fuese lo que fuese lo que me echó el Penumbra en el café, no me libró de sueños inquietos. Me desperté cansado y turbio, con el pensamiento enmarañado de visiones inquietantes (viajes a la nada a través de la nada, difuntos, animales de bestiario) y además con la espalda dolorida.

En el cuarto de baño había dos pequeños acrílicos de Hopper -uno de tema doméstico y una vista brumosa del puente de Brooklyn-, una bañera romana sostenida por cuatro patas de fauno de bronce, una imitación dieciochesca -calculé- del torso de algún dios griego decapitado y una butaca Luis XVI tapizada en crudo. Fui luego a la cocina para prepararme un café, pero no logré descifrar el mecanismo de la cafetera, de modo que tuve que prepararme un té, que a mí siempre me ha sabido a lechuga hervida con melaza. En la cocina, por cierto, colgaba un bodegón de Jean Arp, con frutas ondulantes; un collage de Cernigoj, varios bocetos de figurines firmados por el futurista Enrico Prampolini (con el sello del Museo Národní de Praga, lo que despejaba cualquier duda sobre los azares que los llevaron a la cocina londinense del Penumbra) y un móvil calderiano que, visto lo visto, podía ser de Calder. No estaba mal, desde luego, para un muchacho que, pocos años antes, cargaba y descargaba furgonetas a la puerta de Putman.

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