Felipe Reyes - Mercado de espejismos

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Premio Nadal 2007
Una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas.
Corina y Jacob han vivido siempre de la organización de robos de obras de arte. Cuando se dan por retirados de la profesión a causa de su edad avanzada y de la falta de ofertas, reciben un encargo imprevisto por parte de un mexicano libertino y de tendencias místicas que sueña con construir un prisma para ver el rostro de Dios. El encargo consiste en llevar a cabo el robo de las presuntas reliquias de los Reyes Magos que se conservan en la catedral alemana de Colonia.
A partir de ahí, Benítez Reyes traza una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas, de su truculencia y de sus peculiaridades descabelladas. Pero Mercado de espejismos trasciende la mera parodia para ofrecernos un diagnóstico de la fragilidad de nuestro pensamiento, de las trampas de la imaginación, de la necesidad de inventarnos la vida para que la vida adquiera realidad. Y es en ese ámbito psicológico donde adquiere un sentido inquietante esta historia repleta de giros sorprendentes y de final insospechado.
A través de una prosa envolvente y de una deslumbrante inventiva, Benítez Reyes nos conduce a un territorio de fascinaciones y apariencias, plagado de personajes insólitos y de situaciones inesperadas.

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La ciencia suele ser un reducto de magia. La luna prodigiosa y lírica que nos describió el hiperbólico Cyrano de Bergerac no es más lírica ni más prodigiosa que esa luna que vemos cada noche a través de la ventana, esa luna mutante y vagabunda que juega a la geometría consigo misma: de repente mengua, de improviso crece… Hay noches en que parece una cimitarra fantasmagórica, noches en que simula ser una hoz de marfil, noches en que toma la apariencia de ojo ciego de cíclope. Y así va: disfrazándose. La dama indefinida.

Vladimir Nabokov sospechaba que en la obra de arte se produce una especie de fusión entre la precisión de la poesía y la emoción de la ciencia pura. El caso es que unos científicos han conjeturado que algunos planetas extrasolares pueden estar hechos de diamante, al haberse condensado a partir de gas y de polvo rico en carbono. Esos planetas podrían tener la corteza de carbón casi puro y su capa más exterior sería de grafito, pero, más abajo, resulta probable que la presión haya transformado ese grafito en la forma más prestigiosa del carbono: el diamante.

Se imagina uno esos planetas, no sé, como inmensas joyerías flotantes por el universo, como la inmensa caja fuerte de un Tiffany's ultragaláctico, como el sueño codicioso de un maharajá.

El rey castellano Alfonso X, en su Lapidario , da por hecho que el diamante es una piedra que se halla en el río llamado Barabicen, que corre por la tierra conocida como Horacim. Según el soberano sabio, nadie puede llegar al lugar en que nace ese río, al haber allí muchas serpientes y otras muchas bestias ponzoñadas, entre ellas unas víboras que matan sólo con mirar. Por venir el diamante de este medio, dice el rey que es piedra venenosa: si alguien la mantiene en la boca durante un rato, se le caerán los dientes; si la muelen y hacen mortero de ella con estaño, se convierte en tósigo mortal, de modo que le verá la cara a la muerte quien tenga la desventura de ingerirlo. Por lo demás, nos dice aquel rey de Castilla que el diamante, al ser de naturaleza fría y seca, convierte a quien lo lleva en persona susceptible de enojarse enseguida, inclinada a reñir «y hacer toda otra cosa que sea de atrevimiento y esfuerzo».

Las pintorescas convenciones mercantiles han convertido el diamante en un símbolo del amor duradero. Regalar un diamante es como regalar el corazón. Un corazón transparente, un corazón muy caro, un corazón de carbono hecho cristal. El diamante, piedra seca y fría, según señala el monarca castellano, se ha convertido en metáfora del corazón caudaloso y candente, del voluble corazón, del músculo sanguíneo y tornadizo. Una piedra preciosa, arrogante y perfecta sobre el fondo aterciopelado del estuche, se transforma en embajadora de un corazón, y el corazón que recibe ese corazón metafórico y cristalizado se conmueve. Es el poder esotérico del carbono, supongo. Es la magia del prisma. Es la fuerza ancestral y caprichosa de los símbolos.

Por ahí, fuera de nuestro sistema solar, puede haber planetas de entraña diamantina, errantes por el silencio corpóreo de las regiones etéreas. Y todo parece, en fin, el sueño delirante de un joyero.

De un joyero y de cualquiera, ¿para qué engañarnos? Planetas de diamante. Silenciosos planetas diamantinos. Vivir sobre tu propia fortuna, andar sobre tu tesoro escondido, escarbar y robarle diamantes a la tierra… Y con la imagen de ese sueño en vela me dormí en pleno vuelo, camino de mis pesadillas, en las que los planetas suelen estar hechos de otra cosa.

Llegamos a casa con esa sensación de haber estado fuera durante años que propician los viajes cortos.

Por la noche, me fui a echar el rato a los Billares Heredia, donde la realidad se disfraza momentáneamente de ilusión geométrica, olvidada de su condición de caleidoscopio.

Los habituales hablaban, como quien habla de la lluvia, de sus asuntos, tanto venturosos como desdichados, a la vez que concebían carambolas perfectas, y se extrañaban con toda el alma cuando la trayectoria ideal resultaba fallida, ya que el pensamiento soporta mal los errores de cálculo, tanto en el juego como en los accidentes cotidianos del existir.

Me comentaron que Esteban Coe, el joyero jubilado, estaba enfermo, y quedamos en hacerle algún día una visita para infundirle ánimos y para aliviarle el paso lento de las horas de morbidez, porque toda enfermedad conlleva un marasmo del tiempo, supongo que para que vayamos acostumbrándonos a la inmortalidad o a la nada, según las esperanzas que alimente cada cual. Le llevaría el artículo sobre los planetas hechos de diamante para que tuviese algo hermoso en que pensar, ya que los enfermos sólo piensan en una cosa. (Luego, entre contratiempo y contratiempo, aquella visita colectiva se postergó, y en el entretanto murió Coe, me dijeron que entre dolores y delirios.)

Allí estaba yo, en fin, cuando entró por la puerta la persona que menos podía esperar que entrase por aquella puerta: Walter Arias. Mi primo Walter.

Mi primo Walter Arias no se llama así, pero por ese falso nombre lo conoce todo el mundo, incluso quien no debiera. Es hijo de la hermana de mi madre. Su padre fue un diplomático de humor melancólico, que es un natural poco indicado para ejercer esa profesión, lo que tal vez explique su deriva final, con el corazón afantasmado y con la conciencia alcoholizada.

Lleva mucho trotado el primo Walter, e incluso se las apañó para que un editor le publicase el primer tomo de sus memorias, en las que da cuenta prolija de sus amores y amoríos y del curso general de un gran tramo de su vida, marcada por el pintoresquismo y las adversidades. Hubo quien dijo en su día que tales memorias tienden al fantaseo y a la hipérbole, aunque no sé en qué puede fundamentarse ese achaque, ya que nadie conoce mejor que uno mismo la verdad de su vida, y en esa verdad también se incluyen la hipérbole y el fantaseo, adornos naturales de cualquier existencia. (Al fin y al cabo, según lo veo yo, la vida de los otros es sólo lo que nos quieran contar, así nos cuenten la historia de la aparición de un dragón bicéfalo en el jardín de su casa.)

Conforme a esas memorias, el joven Walter amó a muchas mujeres, y alguna le amó; en especial, amó y fue amado por Wendy Manzanera, la diva uruguaya de la canción romántica, con la que estuvo casado -con sus más y sus menos- hasta que un cáncer la devoró.

A causa de sus complejos trapicheos, a Walter le dieron una vez, allá en Melilla, un tiro en la cabeza, y estuvo a punto de comprobar si hay vida después de la muerte, pero se ve que no era su hora, aunque mucha gente lo dio por cadáver, en buena parte porque él mismo se encargó de difundir aquella desgracia, ya que le convenía estar oficialmente muerto para que nadie se rindiera a la tentación de matarlo. De aquello, de aquel tiro en la cabeza, salió no obstante con la lucidez muy desenfocada, y pasó una mala racha de desvaríos. Durante un tiempo, se metió a conferenciante de temas abstrusos y divagatorios bajo el nombre de El Que Fue Y Ya No Es, que es el nombre artístico más estrambótico que uno haya oído, aun habiendo oído ya casi de todo. (Me acuerdo, no sé, de aquel fakir checo que se hacía llamar Sueño de Punta. O de aquella mujer-bala de un circo ruso que se anunciaba como La Mosca Moscovita. O de aquella cantante sicalíptica, natural de una aldea cercana a Estoril, que era conocida en la noche de Atenas como Esmeralda de Indochina.) Embaucó, estafó, timó, chantajeó, intimidó y engañó cuanto pudo a quienes pudo. Conoció la cárcel y la intemperie. Recorrió buena parte del mundo y buena parte de su calvario. Y así hasta que se fue a vivir a Barcelona, donde una dama de la edad de su madre, aficionada a los perros y al espiritismo, le dio cobijo a cambio de afecto y protección, y protección y afecto le dio Walter hasta que la dama murió del mal del almanaque, dejándole a mi primo varios perros, varios espíritus desnortados por la casa y la casa misma, aparte de algunas pequeñas propiedades agrícolas y un manojo de joyas, y de eso tira.

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