Walter tiene la cara deformada por un chorreón de ácido, cojea de una pierna y lleva tatuada en la espalda una enorme mariposa con atributos obscenos, regalo de unos facinerosos mexicanos que se tomaron su venganza con tinta y aguja. (Lo de la cara, por cierto, es resultado de un accidente que tuvo en casa de Ambroise van Cleft, el disipado restaurador de Amberes, al que, en un arrebato de insensatez y de furia, mi primo Walter le destrozó la casa y la cara, según leemos con detalle en sus memorias.) (El origen de la cojera no lo sé.)
El primo Walter, en resumen, fue aventurero y galán y hoy es ruina.
– Me dijo Corina que estabas aquí y he venido.
– Qué de tiempo, Walter.
– Qué de tiempo, Jacob.
Y salimos de los Billares Heredia, él cojeando y yo preguntándome qué podía traerle por aquí.
A tía Corina le divierten las excentricidades de pensamiento del primo Walter y le distrae charlotear con él sobre filosofía y psicoanálisis, que son los temas obsesivos de mi pariente, aunque la verdad es que no pasa de ser un diletante, tendente al puro blablablá y a la distorsión teórica: «Para mí, Aristóteles tenía un defecto insalvable: que no era tan marica como Platón. Platón pensaba como un decorador de interiores, mientras que Aristóteles pensaba como un albañil. Y no sé si me explico». (Y así sucesivamente.)
Cenamos entre risas, motivadas por la desmesura verbal de Walter, y, a los postres, aún seguía preguntándome qué marea le había traído a nuestra orilla, ya que la posibilidad de una visita de cortesía quedaba descartada por completo: nadie hace una visita de cortesía a alguien después de más de diez años sin tener la necesidad de realizar una visita de cortesía a ese alguien. La última vez que se dejó caer por aquí -hace más de una década, ya digo- se hospedó en casa durante una semana larga, porque mi padre le tenía simpatía y le abrió las puertas de par en par. Recuerdo que tío y sobrino salieron juntos una tarde y no volvieron hasta el mediodía siguiente, los dos molidos de cuerpo, pero con el espíritu entero y muy dichoso, hasta el punto de que mi padre estuvo riéndose solo durante días, recordando quién sabe qué episodios de aquella excursión.
Acomodamos al primo Walter en la habitación de huéspedes y al rato salió de allí con una carpeta: «Te dejo estos papeles para que les eches un vistazo cuando puedas. Estoy ordenando el material para el segundo tomo de mis memorias. Ya me dices algo». Y seguimos charloteando durante un par de horas, porque tía Corina se reía con ganas de las ocurrencias del invitado imprevisto, y ver feliz a tía Corina compensa de todo. Incluso del primo Walter.
Los papeles walteristas.
El teléfono suena.
Una revelación en crudo.
Nos retiramos tarde a dormir. En la cama, me entretuve leyendo los papeles del primo Walter. Transcribo algunos fragmentos para que se hagan ustedes una idea de la condición filosófica de nuestro huésped. Ahí van:
Los sexólogos (ya sean titulados o televisivos) coinciden en señalar, a modo de advertencia severa, que la sexualidad no consiste exclusivamente en la penetración. Bien. Hasta ahí de acuerdo: no podemos olvidar la lengua artística, los latigazos en el culo, las bolas chinas eléctricas, el poder devorador de una boca, etcétera. En lo que lamento no estar de acuerdo con los sexólogos es en la propaganda sesgada que les hacen a las caricias. ¿Caricias? ¿Lo que les hacemos a los perros y a los gatos? ¿Caricias? Incluso acariciamos a un hámster muerto. ¿Caricias? ¿Las caricias son sexo? ¡Venga ya! No estamos para tonterías, camaradas. El sexo no consiste exclusivamente en la penetración. Por supuesto que no. El sexo es también otras muchas cosas: pellizcos que gangrenan la autoestima, lenguas ebrias, uñas que escarban en las fronteras del daño, la apropiación indebida de un alma ajena, el mal de ausencia que se traduce en un aullido nocturno, dientes que traspasan la barrera del dolor… Todo eso es también sexo, qué duda cabe. Opciones de sexo. Sexo complementario. Pero, ¿las caricias? No somos perros, ¿verdad? No somos gatos, ¿no es cierto? Sexo es terminar de practicar el sexo y plantearte al menos dos enigmas, a saber: 1) ¿Me habré pasado un poco? y 2) ¿Dónde habrá aprendido a hacer estas diabluras esta demonia trastornada? Y que luego te diga tu Conciencia: «Se te va a parar cualquier día el corazón, payaso acrobático». Y que tu Subconsciente te susurre: «Ju ju chunda chunda traca toma». (Porque el Subconsciente, como es bien sabido, se expresa a través de formulaciones más o menos onomatopéyicas.)
Y ahí va otro fragmento, que no le hizo bien a mi ánimo, por ser mi ánimo sensible a las razones amargas que se exponían en él:
Lamento decirlo, pero todo está impregnado de la esencia venenosa del Tiempo: desde la piedra inerte que le arrojamos a un perro para que juegue (todos los perros son ludópatas) hasta nuestra nariz. Todo. Y la esencia del Tiempo es muy misteriosa. Y es muy misteriosa por una razón muy sencilla: porque el Tiempo es intemporal. Ese es su truco. Pero, a pesar de ser intemporal, el Tiempo le otorga a todo un aire de fugacidad melancólica. Ahí radica el misterio: él es intemporal, pero está empeñado en que todo sea fugitivo. -El Tiempo, mala gente.
El Tiempo te echa el guante -me refiero, claro está, a su guante con púas- cuando cumples cuarenta años, que son los que cumplí precisamente ayer, sin ir más lejos, o sea. A partir de ahí, comienzas a tener una relación muy conflictiva con tu cara, aunque no tanto por cuestiones cosméticas como por cuestiones de técnica teatral: tienes que aprender a sonreírle cada mañana en el espejo a un desconocido. Tienes que aprender a dialogar con… ese. «Vamos, ánimo, superdotado, el mundo es tuyo.» Y ya no te lo crees, porque ya no te crees lo que ves: ese. Empiezas a ser mudo ante el espejo. No te apetece hablar con ese alienígena. Y esa falta de comunicación te conduce a extremos muy curiosos: «¿Y si me dejara el pelo largo?», te preguntas, en el caso de que aún tengas pelo. «Sí, por qué no», te respondes. Y te dejas crecer el pelo, y te crece, aunque con mucha lentitud, y entonces te das cuenta de que, con el pelo largo, tienes pinta de bruja cabreada o de vikingo malo. (Y a la peluquería de cabeza, y nunca mejor dicho.) «¿Y si me tiñese las canas?» Y te las tiñes, como es lógico, y entonces te das cuenta de que pareces un muñecón, porque resulta más llamativa tu falta de canas que las canas mismas. «¿Y si me comprara otras gafas? ¿Y si me tiñera de rubio? ¿Y si me dejase perilla? ¿Y si me pusiera un pendiente?» (Oh, sí, un pendiente: ahí tienes al Capitán Garfio, esforzado aspirante a Peter Pan.) Porque se trata de eso: de disfrazar al alienígena. Pero no puede ser. Hagas lo que hagas, parecerás el pedicuro yonki de los Rolling Stones. Así que tienes dos opciones básicas: morirte de asco o morirte de risa. Ambas tienen sus ventajas y sus inconvenientes. Así que tú sabrás.
Dadas las circunstancias, me llamó la atención el siguiente fragmento:
Los miembros de todas las familias se odian entre sí con ese odio cómplice que se da entre los siameses: unidos por el costado, o por las orejas, o por el cerebro, o por un contrato matrimonial. (Los parientes, qué extraña tribu.) De todas formas, sabes que fuera de la familia no hay nadie que te sienta como algo verdaderamente suyo, nadie que pueda quererte y odiarte a la vez con esa intensidad atávica. Fuera del ámbito de la familia, las relaciones pueden resultar más amables, más racionales incluso, los golpes bajos menos ruines (en parte porque te duelen menos), y es que dentro de la familia no se razona con la razón -valga la redundancia- sino con la sangre, y la sangre es un fluido soberbio. Fuera de la familia hay cosas mucho mejores que dentro de la familia, pero nadie ha logrado demostrar -no al menos por escrito- que el género humano tenga un interés especial en conseguir lo mejor. El género humano enseguida se siente a gusto en cualquier infierno, porque el infierno es su casa natural. El género humano, en resumidas cuentas, sólo visita los paraísos para pegarles fuego o para mearse en ellos.
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