Carmen Gaite - Los parentescos

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Baltasar, un niño que atravesará varias edades a lo largo de la novela, trata de hacerse un hueco, su propio hueco en la casa familiar, allí donde conviven su madre, sus tres medio hermanos, su padre cuando aparece, la criada Fuencisla que busca con desesperación una vida propia y, en el piso de arriba adonde se llega a través de una puerta disimulada por un tapiz, los abuelos de sus hermanos. Baltasar, Baltita, guardará silencio hasta los cuatro años.

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Y a la luz de una farola, con el coche parado, le leí la carta de Plinio a Tácito, donde describe lo que vio:

Era la hora prima, pero su luz incierta todavía y como mortecina, cuando se conmovieron violentamente los edificios convecinos, de modo que viendo el gran peligro que, a no dudarlo, corríamos de quedar envueltos entre ruinas en aquel sitio estrecho, aunque a cielo descubierto, determinados a salir de la ciudad, y como a toda persona sobrecogida de pavor parece prudencia el obedecer el impulso ajeno antes que el propio, nos sigue en tropel una muchedumbre azorada, empujándonos. Paramos al raso y allí fue lo estupendo, allí fueron nuestros sobresaltos. Los carros, que hacíamos ir con nosotros, se tambaleaban tanto, con ser muy llano el piso, que ni cargados de piedras quedaban firmes en su sitio; las aguas del mar hacían un movimiento de resaca como si las repitiera el terremoto. Con ello se había ensanchado la playa y sobre la enjuta arena yacía una multitud de peces; y a la parte opuesta una nube negra y horrorosa rasgada por el espíritu del fuego en retorcidos y centelleantes surcos se hendía despidiendo largas llamaradas como de relámpagos pero mayores. Empieza entonces a caer ceniza y mirando atrás veo venir una oscuridad densa y amenazadora que a modo de torrente desbordado se echaba sobre nosotros… Luego aclaró un poco mas ello no nos pareció ser luz de día sino del fuego que se nos venía. Se detuvo a larga distancia, pero pronto volvió a cerrar la oscuridad y a caer una ceniza gruesa y copiosa que sacudíamos de nuestras ropas, pues de otra suerte nos hubiera cubierto y aun ahogado con su peso. Al fin, encareciéndose el negro vapor, se disipó como el humo o la niebla, se despejó el día y alumbró el sol, pero con luz pálida de eclipse, y nuestros ojos, perturbados aún, contemplaron el general trastorno, y la tierra toda cubierta de una capa de ceniza a semejanza de una nevada.

Levanté los ojos hacía Loreto, aislada de todo lo que no fuera escucharme. Pero había unas siluetas poco tranquilizadoras al otro lado de la ventanilla y me apresuré a echar el seguro.

– Arranca enseguida -le dije-. Pero no los mires. Tienes sitio. ¡Rápido!

Eran dos tipos jóvenes con muy mala pinta, agresivos. Empezaron a aporrear el cristal y la carrocería al ver que nos largábamos. Uno de ellos sacó una navaja. El otro se puso delante del motor con los brazos abiertos. Pero Loreto logró hacer un esguince hábil y los dejamos atrás. Nos insultaban a voz en cuello. Por fin los perdimos de vista.

– Ahora ya puedes correr. Pásate ese semáforo. ¿Estás asustada?

– No mucho, pero algo.

– Siempre anda rondando alguna amenaza de terremoto. Métete por la derecha. Ya pasó.

Cuando llegamos a la Filmoteca, los dedos le temblaban un poco. Se los acaricié levemente.

– Me da pena que te vayas -dijo-. Te quedan muchas cosas por contarme. Lo de cuando eras poeta de pequeño.

– Pero para eso hay que estar en vena. Nos queda mucho tiempo. Que descanses, guapa.

Me bajé, y antes nos dimos un beso.

– Eres demasiado -dijo.

Me monté en la moto y seguí su coche por Santa Isabel abajo. En un tramo de la calle la adelanté y le dije adiós con la mano. El aire que entraba por la ventanilla abierta le alborotaba el pelo.

La verdad es que Loreto es una chica muy dulce y me gusta cómo sonríe. Por su parte lo tengo fácil. Pero tampoco quiero convertirme en un conquistador profesional como Máximo, soy muy joven para meterme con novias de esas que te quieren ver todos los días. Y además sigo enamorado de Olalla.

V. LA RAYA INVISIBLE (inicio del capítulo)

Querida Olalla: me he enterado de que tu abuelo, el de los bebedizos, es Bruno el titiritero. Yo lo conocí porque vivía en el piso de arriba de nuestra casa de Segovia, y a su mujer Elsa. Creo que ella será tu abuela, y si no mejor que no me digas porque me armo jaleo. No sabes la rabia que me da que sólo me dejaras hacerte tres preguntas. Ahora se me ocurren muchas más, montones, pero son de las que necesitas ver la cara del que te va a contestar. Así que no sé para qué te escribo. Claro que eres tan rara que igual andas escondida por algún rincón de esta casa y al oír «Querida Olalla» vuelves a aparecer.

A veces me invento cosas para no aburrirme, y me las creo, o sea que igual podías no haber venido de verdad. Y lo dudaba un poco, hasta que he sabido lo de tu abuelo. Él también una vez me llamó niño cúbico, era de un cuento o algo. Luego he dicho tate, eso lo sabe Olalla. Cuando te vuelva a ver me gustaría que me contaras ese cuento. Aunque igual no tienes ganas o ya no tengo ganas yo de oírlo. A cada poco tiempo cambiamos sin que se note. Nosotros más cuando le pasa a otro, yo a los de mi casa es que no los sigo, me marean, pero ellos me mirarán a mí y pensarán lo mismo. Fue ideal que desaparecieras tan deprisa, lo más misterioso. Pero me acuerdo mucho de ti y me encantaría volverte a ver en persona. Eres tronchante. He hecho un dibujo de cuando te encontré en mi cuarto con un pie en alto y me avisaste que no pisara una raya en el suelo. Yo no la vi, pero seguramente estaba. Es lo que más se me ha quedado en la cabeza, lo más importante de todo, esa raya invisible.

No sé qué más decirte. Mañana vuelven mis padres de su viaje de novios. Aquí hace un calor horrible. Y no tengo amigos. Menos mal que leer me chifla. A ti no sé.

Adiós, Olalla. Buenas noches, donde estés. Yo me figuro que en la luna, que has subido en una escalera de cuerda que sujeta desde el suelo Bruno el sabio de la tribu. Ojalá te acuerdes de mí un poquito. Por si no lo sabes, el niño cúbico se llama

Baltasar

Nunca había escrito una carta a nadie y me pasé mucho rato sin dormir, haciendo borradores, hasta que quedó como la he copiado. Tenía la ventana abierta y miraba la luna. Luego me fui a la cama, pero seguía pensando en la carta y no me venía el sueño. Las posibilidades de mandársela estaban poco claras, porque era un asunto secreto y preguntar las señas de Olalla lo echaría todo a perder. Lo único que se me ocurrió fue buscarlas por mi cuenca. Mamá tiene una agenda gris que lleva siempre en el bolso y seguro que allí las tendría apuntadas por la B de Bruno, G de Gabriel o el apellido de mis hermanos, que es el mismo de Olalla, aunque ella no me toque nada. Me dormí dándole vueltas a ese lío que no hay quien lo entienda.

Luego, cuando volvieron mis padres de las islas Vírgenes, se me fueron pasando las ganas de fisgar a escondidas la agenda, por miedo de que alguien me pudiera pillar. Y además que, al releer la carta, pensaba que a lo mejor a Olalla le parecía algo cursi, así que la guardé en un cajoncito de dentro de la mesa de Gabriel, que tiene llave.

Mis padres vinieron del viaje bastante distintos, cada uno a su manera. A mamá le dio por poner orden en la casa del pasillo y ocuparse con otro interés de nosotros, menos de Pedro, que no lo necesita, y de Máximo, que echa el cierre y no hay quien le sonsaque nada. Pero Lola estaba pasando por una mala racha, y con ella sí hablaba mucho, metidas en el cuartito de la televisión, yo a veces las oía desde el pasillo, Lola ya entonces quería ser actriz.

Carmen Martín Gaite

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