Carmen Laforet
La Isla Y Los Demonios
A Carmen Castro de Zubiri, que con su admirable y abnegado sentido de la amistad ha
contribuido, en gran parte, a que este libro pueda ver la luz.
Con admiración y cariño.
A mi padre, arquitecto de las Palmas. A todos los parientes y amigos que tengo en la isla,
donde pasé los mejores años de mi vida… Sin demonios.
Este relato comienza un día de noviembre de 1938. Marta Camino llegó hasta el borde del agua, en el muelle en que debía atracar el correo de la Penín sula. Su figurilla de adolescente se recortó un momento a contraluz, con la falda oscura y el jersey claro, de mangas cortas. El aliento del mar, muy ligero aquel día, le empujó los cabellos, que brillaban cortos, pajizos. Se puso la mano sobre los ojos, y toda su cara parecía anhelante y emocionada. El barco, en aquel momento, estaba dando la vuelta al espigón grande y entraba en el Puerto de la Luz.
La bahía espejeaba. Una niebla de luz difuminaba los contornos de los buques anclados y de algunos veleros con las inútiles velas lacias. La ciudad de Las Palmas, tendida al lado del mar, aparecía temblorosa, blanca, con sus jardines y sus palmeras.
El gran puerto había conocido días de más movimiento que aquellos de la guerra civil. De todas maneras, cajas de plátanos y tomates se apilaban en los muelles dispuestas al embarque. Olía a paja, a brea, a polvo y yodo marino.
Las sirenas del barco empezaron a oírse cortando aquel aire luminoso, asustando a las gaviotas. El buque se acercó lentamente en el mediodía. Venía, entre la Ciudad Jardín y el espigón grande, hacia la muchacha. Ella sintió que le latía con fuerza el corazón. El mar estaba tan calmado que, en algunos trozos, parecía sonrosarse como si allí abajo se desangrase alguien. Una barca de motor cruzó a lo lejos y su estela formaba una espuma lívida, una raya blanca en aquella calma.
De repente, cuando se empezaban a distinguir con claridad las atestadas cubiertas del barco y hasta surgían algunos pañuelos, Marta se dio cuenta de que había mucha gente junto a ella, detrás de ella, a su lado, aglomerándose para saludar aquella llegada. En aquellos tiempos el correo de la Península venía siempre lleno de soldados con permiso desde el frente.
José Camino, un hombre alto, flaco y rubio, cogió del brazo a su hermana y la apartó de aquel borde del agua.
– ¿Estás loca? Pino se está poniendo nerviosa; dice que te vas a caer.
La hizo retroceder unos pasos, y ahora quedó la muchacha entre su hermano y su cuñada. Entre los dos parecía insignificante e infantil.
En realidad, Marta tenía la misma estatura que Pino, que era una mujer bien plantada, joven, morena, de caderas amplias y cintura muy breve, vestida con lujo rebuscado algo impropio de aquella ocasión y aquella hora. Pino llevaba unos tacones altísimos y Marta sandalias bajas; esto la hacía parecer más pequeña junto a la otra mujer.
José resultaba un hombre serio, importante. Era más rubio y más blanco que su hermana; su piel parecía la de un nórdico, porque no se tostaba. Se enrojecía a cada instante, por la influencia del aire o del sol, o simplemente de sus emociones. En nada más que en el cabello claro se parecían Marta y él, afortunadamente para la muchacha. José tenía algo extraño y como muerto en las facciones. Su nariz era enorme, caída. Sus ojos, saltones y de un desagradable color azul desteñido. Siempre vestía de negro y siempre sus trajes eran impecables.
El buque se acercó tanto que Marta se notó envuelta en un doble griterío. La gente del muelle se volvía frenética al distinguir los rostros de los pasajeros, y éstos desbordaban su entusiasmo. Marta sólo veía allí, en las cubiertas, soldados, hombres de la guerra con sus mantas. Había muchos barbudos. Casi sentía su olor… Miraba ansiosamente entre ellos y sobre ellos, y, al fin, en la cubierta más alta, vio unas figuras civiles. Había señoras, y pensó que entre aquéllos debían estar sus parientes. Consultó con la cara de José, quien en aquel momento sacaba su pañuelo del bolsillo y empezaba a agitarlo: en efecto, hacia allí miraba. Después de haberlos esperado tanto, de haber soñado durante dos meses con su llegada, Marta se sintió repentinamente tímida.
Los que llegaban se habían sentido deprimidos poco antes, cuando el barco pasó delante de unos acantilados secos, heridos por el sol.
En aquella cubierta alta, apoyados en la barandilla, estaban dos mujeres y dos hombres que por primera vez llegaban a la isla. Tres de ellos, las dos mujeres y un caballero maduro de cabello rojizo, pertenecían a la familia Camino; el cuarto era un hombre joven, un amigo a quien la guerra civil había desarraigado de su familia y que tuvo la ocurrencia de marchar a las Canarias cuando supo que los otros tres se venían a las islas. El aspecto de este hombre no era muy elegante ni cuidado; sin embargo, en aquella época difícil, tenía la extraña suerte de poseer suficiente dinero para permitirse vivir donde quisiera, aunque sin grandes lujos. Su ocupación también lo permitía: era pintor, pero, en verdad, hacía mucho tiempo que no vendía un solo cuadro.
Apoyado en la barandilla, junto a la exuberante y madura señorita que era Honesta Camino, Pablo, el pintor, resultaba muy joven. Aún lo era más de lo que parecía, porque su cara morena, de rasgos sensuales y simpáticos, estaba marcada por azares de una vida en la que no siempre había salido bien parado. En realidad, Pablo estaba aún en la edad militar, pero padecía desde la infancia una cojera que le libraba de las obligaciones de la guerra.
Los otros tres, Honesta, Daniel Camino y la mujer de éste, Matilde, venían en calidad de refugiados a la isla. Buscaban en aquellos tiempos agitados el amparo de unos sobrinos que estaban en buena posición. Su vida, desde el principio de la guerra civil, había sido muy penosa. Los sucesos les sorprendieron en Madrid, donde vivían siempre. De allí pasaron a Francia hasta recibir la invitación hospitalaria de José Camino. Ahora se arrimaban unos a otros al ver la nueva tierra desconocida. El aire de aquella tierra les caldeaba sus rostros de personas ya maduras que expresaban un cierto estupor en los dos hermanos Camino y fatiga en la flaca cara de Matilde.
Honesta se había estremecido cuando el barco pasó por delante de aquella costa llena de acantilados tristes y estériles.
– ¡Yo creía que veníamos a un paraíso!
Matilde, una mujer alta y pálida, que a pesar del día primaveral se arrebujaba en un gran abrigo, y que había sufrido horribles mareos durante el viaje, la miró con ironía.
– Nada de paraísos. Estas islas son terribles.
Matilde era licenciada en Historia. Se suponía que sus juicios eran inapelables.
Pablo, con los ojos sonrientes debajo de sus cejas negras, intervino diciéndole que no fuese tan pesimista.
Daniel Camino, que, en contraste con su mujer, era bajito, gordinflón y muy pecoso, se manifestaba inquieto.
– Debemos estar dando la vuelta a la isleta -volvió a decir Matilde.
Del bolsillo de su abrigo sacó un mapa del archipiélago, que desde que habían decidido emprender el viaje tenía siempre a mano. Allí aparecían las siete islas con sus nombres: Tenerife, Gran Canaria, Fuerteventura, Lanzarote, Gomera, Hierro y La Palma… Todos estaban acostumbrados a ver a Matilde durante el viaje con aquel mapa del archipiélago en la mano, y solían sonreírse; pero en aquel momento se inclinaron sobre él vivamente. Hasta Pablo se asomó por encima del hombro de Honesta para mirar aquel papel que el aire levantaba y doblaba a cada instante por sus bordes.
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